Capítulo treinta y cuatro
Como toda diosa de la naturaleza que se respete, me gustaban los paseos en bicicleta.
Son ecológicas, saludables y no sueles cansarte cuando eres una diosa inmortal.
Siendo una mortal medio convertida en zombi, era otra historia.
Enfrente del centro comercial había una estación de bicicletas Go-Glo de color amarillo canario. Percy desenfundó su espada y apuntó a las trabas que mantenían las bicicletas bajo llave.
—Dioses, lamento tener que hacer esto pero...
Era entendible, si teníamos que robar un par de bicicletas para poder salvar a toda el Area de la Bahía y potencialmente al mundo, un delito menor era eso, un mal menor. Solo esperaba que los policías pensaran lo mismo.
Tomamos las calles laterales y las banquetas, sirviéndonos de las columnas de humo para guiarnos. Con la autopista 24 cerrada, había tráfico por todas partes, los conductores enojados tocaban los cláxones y gritaban y proferían amenazas violentas.
Al pasar por la estación de trenes de Rockridge, vimos a la primera de las tropas enemigas. Los pandai patrullaban el andén elevado, con sus peludas orejas negras plegadas a su alrededor como las cáscaras de protección contraincendios de los bomberos, y hachas de cabeza plana en las manos. A lo largo de College Avenue había estacionados camiones de bomberos, con las luces parpadeando en el paso a desnivel. Más falsos bomberos pandai vigilaban las puertas de la estación rechazando a los mortales.
Seguimos pedaleando por una pendiente, en la cima, más malas noticias.
Enfrente de nosotros, repartidas a través de las colinas más altas, las tropas enemugo gas marchaban obstinadamente hacia el Campamento Júpiter. Había escuadrones de blemias, pandai e incluso algunos nacidos de la tierra que habían servido a Gaia en la reciente guerra, abriéndose paso a la fuerza entre trincheras en llamas, barricadas con estacas y escaramuzadores romanos que trataban de hacer buen uso de mis clases de tiro con arco. En la penumbra de la media tarde, sólo podía ver fragmentos de la batalla. A juzgar por la masa de armaduras brillantes y el bosque de banderines de batalla, la parte principal del ejército de los emperadores estaba concentrada en la autopista 24, abriéndose camino hacia el túnel de Caldecott. Las catapultas enemigas lanzaban proyectiles a las posiciones de la legión, pero la mayoría desaparecía en estallidos de luz morada cuando se acercaban. Deduje que era cosa de Término, que estaba aportando su granito de arena para defender la frontera.
Mientras tanto, en la base del túnel, destellos de relámpagos señalaban la situación del estandarte de la legión. Tentáculos de electricidad zigzagueaban por las laderas, trazaban arcos a través de las líneas enemigas y las reducían a polvo. Las balistas del Campamento Júpiter arrojaban lanzas gigantes en llamas a los invasores que atravesaban sus líneas y provocaban más incendios forestales. No paraban de llegar tropas del emperador.
Los que más estaban avanzando se hallaban acurrucados detrás de grandes vehículos blindados que se arrastraban cobre cuatro patas y... Oh, dioses. Me sentí como si se me hubieran enganchado las tripas en la cadena de la bicicleta. No eran vehículos.
—Mirmekes—dije—. Yo... ¿Qué le hicieron a la reina?
Percy negó con la cabeza.
—Ni idea, pero sea lo que sea, tenemos que llegar al campamento.
No me gustaba la idea de tener que enfrentarme a mirmekes adiestrados para la guerra que partían árboles por la mitad con sus pinzas y rociaban de ácido las estacas defensivas del campamento para derretirlas.
—Tendremos que cruzar sus líneas—observé.
—Usaremos el túnel secreto de Lavinia.
—Se hundió.
—Entonces usaremos el otro túnel secreto de Lavinia.
—¿Cuantos túneles secretos tiene esa chica?
Percy se encogió de hombros.
—No lo sé, ¿muchos?
Avanzamos pedaleando por una calle sin salida hasta una central eléctrica situada al pie de una torre de alta tensión. La zona estaba rodeada por una cerca de alambre de púas, pero la reja estaba abierta de par en par. Percy señaló un lado de la central, donde había unas puertas metálicas encajadas en el hormigón como la entrada a un refugio contra tornados o antiaéreo.
—Sujeta mi bici, por favor—me pidió.
Se bajó rápidamente, convocó su espada y de un solo golpe, cortó las cadenas con candado y a continuación abrió las puertas de una patada, dejando ver un pasadizo oscuro que descendía en pendiente en un ángulo precario.
Pero la vida es un riego ¿no?
Percy se volvió a montar en su bici y se lanzó por el túnel, mientras el clic, clic, clic de la cadena de su bici resonaba en las paredes de hormigón.
Me encogí de hombros y me deslicé detrás de él. Si no me estuviera muriendo ya la hubiera demostrado quien mandaba cuando a bicicletas se trataba.
Para mí sorpresa, mi bicicleta brillaba en medio de la oscuridad total del túnel. Supongo que debería habérmelo imaginado. No me agradaba que mi vehículo de guerra, aparte de ser amarillo chillón, brillara en la oscuridad, me hacía un blanco demasiado visible.
Poco a poco el túnel se niveló y luego empezó a elevarse otra vez.
En algún lugar en lo alto, una explosión sacudió el túnel, un hecho que me sirvió de excelente motivación para no detenerme. Después de sudar y jadear un poco más, distinguí in tenue cuadrado de luz delante de nosotros: una salida tapada con ramas.
Percy la atravesó de golpe mientas soltaba un chillido poco digno, y bueno, al menos me abrió el camino. Lo seguí y aparecí en un paisaje iluminado por fuego y relámpagos en el que reverberaban los sonidos del caos.
Habíamos llegado el centro de la zona de guerra.
En cuanto Percy y yo aparecimos, nos vieron una docena de grandes humanoides cubiertos de pelo rubio greñudo. Nos señalaron y se pusieron a gritar.
Cromandas. Vaya. No había visto ninguno desde la invasión vinícola de la India por parte de Baco en tiempos antes de Cristo. Su especie tiene unos brillantes ojos grises, sus pieles sucias y peludas hacen que parezcan unos Muppets que fueron utilizados como tapetes. Saltaba a la vista que jamás se limpiaban sus dientes caninos con hilo dental como es debido. Son fuertes, agresivos y sólo se comunican con chillidos ensordecedores. Una vez Apolo les preguntó a Marte y Venus si los cromandas eran el fruto secreto de los dos dioses del Olimpo. Marte y Venus no lo encontraron gracioso, yo por mi parte, sí.
Como cualquier chico razonable... esperen, creo que no hay. Bueno, Percy saltó de su bicicleta, destapó su espada y atacó. Yo hice lo propio e invoqué mi arco. Andaba escasa de flechas después de jugar con los cuervos, pero logré matar a seis cromandas antes de que Percy llegará hasta ellos. A pesar de lo agotado que debía de estar, despachó sin problemas a los seis que quedaban con su espada convertida en un arco de destrucción.
Reí—sí, otra vez— de satisfacción. Daba gusto volver a ser una arquera decente y ver cómo Percy manejaba la espada. ¡Qué gran equipo formábamos!
Ése es uno de los peligros de estar en batalla. (Además de que te maten). Cuando las cosas van bien, tiendes a tener una visión limitada. Te centras en un área pequeña y te olvidas del panorama general. Mientras Percy le cortaba el pelo al último cromandas y le atravesaba el pecho, creí que íbamos ganando.
Entonces eché un vistazo a nuestro alrededor y me percaté de que no era precisamente el entorno de alguien que va ganando. Hormigas gigantes avanzaban pesadamente hacia nosotros expulsando ácido para despejar la ladera de escaramuzadores. En la maleza había esparcidos varios cuerpos humeantes con armaduras romanas, y no quise pensar en quienes podían ser ni como habían muerto.
Pandai ataviados con kevlar negro y yelmos, prácticamente invisibles al anochecer, planeaban con sus orejones como paracaídas y se lanzaban encima de todo semidiós confiado al que encontraran. Más arriba, águilas gigantes luchaban contra cuervos gigantes, las punas de sus alas destellaban a la luz rojo sangre de la luna. A sólo unos cien metros a mi izquierda, cinocéfalos con cabeza de lobo aullaban mientras entraban en combate dando saltos y chocaban contra los escudos de la cohorte más cercana—¿la Tercera?—, que se veía pequeña y huérfana y extremadamente infradotada en medio de un mar de enemigos.
Eso sólo en nuestra colina. Veía fuegos ardiendo por todo el frente occidental de la frontera del valle; casi un kilómetro de batallas aisladas. Las balistas disparaban lanzas brillantes desde las cumbres. Las catapultas arrojaban rocas que se hacían pedazos al impactar y acribillaban las líneas enemigas a esquilas de Oro Imperial. Troncos en llamas—un juego romano siempre divertido— rodaban ladera abajo y se estrellaban contra grupos de nacidos de la tierra,
A pesar de los esfuerzos de la legión, el enemigo seguía avanzando. En los carriles vacíos de la autopista 24 en dirección al este, las principales columnas columnas de los emperadores marchaban hacia el túnel de Caldecott, con sus estandartes dorados y morados en alto. Los colores romanos. Los emperadores romanos estaban empeñados en destruir a la última legión Romana auténtica, así es como terminaba todo, pensé amargamente. No luchando contra amenazas exteriores, sino luchando contra la parte más fea de nuestra historia.
—¡TESTUDO!
El grito de un centurión llamó de nuevo mi atención sobre la Tercera Cohorte. Se esforzaban por adoptar una formación en tortuga con sus escudos mientras los cinocéfalos los rodeaban en una ruidosa oleada de pelo y garras.
—¡Percy!—grité, señalando la cohorte en peligro.
El chico corrió hacia ellos y yo lo seguí. Cuando nos aproximábamos, recogí un carcaj del suelo procurando no pensar en por qué había caído allí y lancé una nueva lluvia de flechas a la manada. Cayeron muertos seis. Siete. Ocho, pero seguían habiendo demasiados, Percy estaba desatado, se abalanzó sobre los hombres con cabeza de lobo más cercanos. Ellos lo rodearon rápidamente, pero nuestro avance había distraído a la manada, circunstancia que brindó unos segundos preciosos a la Tercera Cohorte para reagruparse.
—¡OFENSIVA RÓMULO!—gritó el centurión.
Si alguna vez has visto estirarse a una cochinilla y descubrir sus cientos de patas, puedes imaginarte el aspecto de la Tercera Cohorte cuando rompió la formación en testudo y se convirtió en un bosque erizado de lanzas que ensartaron a los cinocéfalos.
Quedé tan impresionada que un hombre lobo extraviado por poco me arranca la cara de un bocado. Justo antes de que me alcanzara, el centurión Larry lanzó su jabalina. El monstruo cayó a mis pies, empapado por el centro de la espalda increíblemente velluda.
—¡Lo consiguieron!—Larry nos sonrió—. ¿Dónde está Reyna?
—Está bien...—dije—.... bueno, está viva.
—¡Genial! ¡Frank quiere verlos lo antes posible!
Percy acudió a mi lado dando traspiés y respirando con dificultad, con la espada reluciente de grasa de monstruo.
—Extraño la Maldición de Aquiles... ¿Cómo va todo?
—¡Fatal!—Larry parecía encantado—. Carl, Reza, acompañen a estos dos a ver al pretor Zhang enseguida.
—¡SÍ, SEÑOR!
Nuestros escoltas nos llevaron a empujones al túnel de Caldecott, mientras detrás de nosotros Larry volvía a llamar a la acción a sus tropas:
—¡Vamos legionarios! Nos hemos preparado para esto. ¡Lo tenemos controlado!
Tras varios minutos terribles sorteando pandai, saltando cráteres en llamas y evitando turbas de monstruos, Carl y Reza nos llevaron sanos y salvos al puesto de mando de Frank Zhang en la boca del túnel de Caldecott.
Un grupo de romanos tensos con armaduras corrían de un lado al otro transmitiendo órdenes y apuntalando defensas. Por encima de nosotros, en la terraza de hormigón que se extendía sobre la boca del túnel, Jacob, el portaestandarte, se hallaba con el águila de la legión y un par de observadores vigilando todos los accesos, cuando un enemigo se acercaba, Jacob lo fulminaba con un rayo. Lamentablemente, había usado tanto el águila que estaba empezando a hachar humo. Hasta los objetos mágicos superpoderosos tenían sus límites. El estandarte de la legión estaba a punto de apagarse por completo.
Cuando Frank Zhang nos vio, pareció que se quitará un gran peso de los hombros.
—¡Gracias a los dioses! Diana, tu cara..., la infección...—sacudió la cabeza—. ¿Donde está Reyna?
—Es una larga historia—estaba apunto de contar la versión breve de la historia cuando Hazel Levesque apareció montada a caballo justo a mi lado, que era una forma estupenda de probar si mi corazón todavía funcionaba bien.
—¿Qué pasa?—preguntó—. Diana, tu cara...
—Sí, lo sé.
Su corcel inmortal, el veloz Arión se vio cara a cara con Percy y relinchó.
—Yo tambien me alegro de verte hermanote—masculló.
Percy y yo les resumimos a todos lo que había pasado.
Cuando Hazel se enteró de nuestro enfrentamiento en el estacionamiento del centro comercial, apretó los dientes.
—Lavinia. Esa chica es un peligro, se los aseguro. Si le pasa algo a Reyna...
—Centremonos en lo que podemos controlar—dijo Frank. Aunque parecía afectado porque Reyna no fuer a regresar para ayudarles—. Diana, te conseguiremos todo el tiempo que podamos para la invocación. Término está haciendo todo lo posible para retrasar a los emperadores. Ahora mismo tengo balistas y catapultas apuntando a los mirmekes. Si no logramos derribarlos, no podremos frenar su avance.
Hazel hizo una mueca.
—¿Quedan muy pocos efectivos de la Primera a la Cuarta Cohorte en las colinas. Arión y yo hemos estado yendo de un lado a otro cuando hacía falta, pero...—se abstuvo de manifestar lo evidente: "Estamos perdiendo terreno"—. Frank, si me disculpas un momento, llevaré a Diana y a Percy a la Colina de los Templos. Ella y Tyson están esperándolos.
—Ve.
—Un momento—dije. No es que ardiera en deseos de invocar a un dios con un frasco de mermelada, pero Hazel había dicho algo que me había dejado intranquila—. Si aquí están las cohortes de la primera a la cuerda, ¿dónde está la quinta?
—Vigilando la Nueva Roma—contestó Hazel—. Dakota está con ellos. Por el momento, gracias a los dioses, la ciudad está segura. No hay rastro de Tarquinio.
PUM. Justo en ese momento apareció un busto de mármol de Término, vestido con un casco del ejército británico de la Primera Guerra Mundial y un abrigo caqui grande que lo tapaba hasta el pie del pedestal. Con las mangas sueltas, podría haber sido un doble amputado de las trincheras de la batalla del Somme.
—¡La ciudad no está segura!—anunció—. ¡Tarquinio está atacando!
—¿Qué?—Hazel parecía personalmente ofendida—. ¿Desde donde?
—¡Por debajo!
—Las alcantarillas—Hazel maldijo—. Pero ¿como...?
—Tarquinio construyó la Cloaca Máxima de Roma—le recordé—. Conoce las alcantarillas.
—¡No lo había olvidado! ¡Yo misma cerré las salidas!
—¡Pues alguien las abrió!—replicó Término—. La Quinta Cohorte necesita ayuda. ¡De inmediato!
Hazel vaciló, claramente desconcertada por la astucia de Tarquinio.
—Ve—le dijo Frank—. Te enviaré a la Cuarte Cohorte de refuerzo.
Hazel rio nerviosa.
—¿Y dejarlos aquí sólo con tres? No.
—No hay problema—dijo Frank—. Terminó, ¿puedes abrir la barrera de la entrada?
—¿Por qué iba a hacer eso?
—Vamos a intentar hacer la movida de Wakanda.
—¿La qué?
Percy cruzó los brazos sobre su pecho y luego los separó rápidamente mientras gritaba: "¡Wakanda por siempre!"
—Ya saben—dijo él—. Conducir al enemigo a un punto.
Percy y Frank chocaron puños rápidamente.
Término echaba chispas por los ojos.
—No recuerdo que en los manuales militares romanos apareciera ninguna "Movida de Wakanda". Pero está bien.
Hazel frunció el entrecejo.
—Frank, no vallas a hacer ninguna tontería...
—Podemos concentrar a nuestra gente aquí y defender el túnel. Yo puedo hacerme cargo—esbozo una sonrisa de seguridad—. Buena suerte. ¡Nos vemos al otro lado!
"O no", pensé.
Frank no esperó más propuestas. Se marchó ordenando a gritos a sus mensajeros que pusieran las tropas a formar y enviaran a la Cuarta Cohorte a la Nueva Roma. Me acordé de las imágenes que había visto en el pergamino holográfico: Frank dando órdenes a sus trabajadores en el túnel de Caldecott, cavando y cargando unas urnas. Me acordé de las crípticas palabras de Ella sobre puentes y fuegos... No me gustaba adónde me llevaban esos pensamientos.
—Permanece—dijo Hazel, ofreciéndome la mano.
Arión relinchó indignado.
—No te hagas el ofendido ahora—le dijo Percy—. Todos sabemos que puedes perfectamente con los tres.
El caballo le respondió con un nuevo relinchó.
—Seriamente, un día de estos de lavaré el hocico con lejía.
Hazel le acarició al cuello al corcel.
—Ya basta, los dos, tenían que ser hermanos—rodó los ojos—. Solamente los dejaremos en la Colina de los Templos e iremos directos a la ciudad. Tendrás no muertos de sobre para pisotear, te lo prometo.
Esas palabras parecieron aplacar al caballo.
Me monté detrás de la centuriona. Percy se colocó hasta atrás, abrazando mi cintura para no caerse.
Apenas me había dado tiempo de sujetarme a Hazel cuando Arión salió disparado y me dejó el estómago en las colinas del lado de Oakland
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