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Capítulo treinta

Inmediatamente caí en cuatro patas bajo el peso del poder del otro dios.

El silencio me envolvió como titanio líquido. El empalagoso olor a rosas era abrumador.

Había olvidado como se comunicaba Harpócrates: con ráfagas de imágenes mentales, opresivas y desprovistas de sonido. Cuando era una diosa, me parecía molesto. Ahora, encarnada en humana, me di cuenta de que podía hacerme el cerebro puré. En ese momento estaba transmitiendo un menaje continuo: ¿QUIENES? ¿PARA QUÉ? y ¿POR QUÉ?

Detrás de mí, Reyna se hallaba de rodillas, tapándose los oídos y gritando sin sonido. Percy estaba encorvado, notablemente adolorido, pero claramente en mejor estado que Reyna, el aura morada que lo acompañaba brillaba intensamente, tal vez protegiéndolo de lo peor.

Un momento antes, yo había roto el metal como si fuera papel. Ahora apenas podía levantar la cabeza para sostener la mirada de Harpócrates.

El dios flotaba cruzado de brazos al fondo de la estancia.

Seguía teniendo el tamaño de un niño de diez años y usando su extraña combinación de toga y corona faraónica como un bolo, al igual que muchos dioses ptolomaicos confundidos que no eran capaces de decidir si eran egipcios o grecorromanos. La coleta trenzada le caía por un lado de la cabeza rasurada. Y, naturalmente, todavía tenía un dedo en los labios como el bibliotecario más frustrado y agotado del mundo: "¡SHHH!"

No podía hacer otra cosa. Me acordé de que Harpócrates tenía que echar mano de toda su fuerza de voluntad para bajar el dedo de su boca. En cuando dejaba de concentrarse, la mano volvía de golpe a su sitio. Esa era una de las cosas sobre las que Apolo solía burlarse más.

Los siglos no lo habían tratado bien. Tenía la piel arrugada y flácida. La tez, que en su día había estado bronceada, poseía ahora el color enfermizo de la porcelana. Sus ojos hundidos ardían de ira y autocompasión.

Sujetos alrededor de sus muñecas y tobillos, unos grilletes de oro imperial lo conectaban a una red de cadenas, cordones y cables: algunos enganchados a complejos tableros de control, otros derivados fuera del contenedor a través de unos agujeros en las paredes, que llegaban hasta la superestructura de la torre. La instalación parecía diseñada para extraer el poder de Harpócrates y amplificarlo, para transmitir su silencio mágico por todo el mundo. Ése era el origen de todos nuestros problemas de comunicación: un diosecito triste, furioso y olvidado.

Tardé un instante en entender por qué lo tenían encerrado. Incluso vaciada de poder, una deidad menor debería haber podido romper unas cuantas cadenas. Parecía que Harpócrates estaba solo y sin vigilancia.

Entonces reparé en ellos. Flotando a cada lado del dios, entrelazados en las cadenas hasta el pinto que costaba distinguirlos del caos general de maquinaria y cables, había dos objetos que hacía milenios que no veía: unas hachas ceremoniales idénticas, aproximadamente de un metro veinte centímetros cada una, con una hoja en forma de media luna y un grueso haz de varas de madera fijado alrededor del mango.

Fasces. El símbolo definitivo del poder romano.

Al mirarlas, mis costillas se torcieron hasta convertirse en arcos. Antiguamente, los magistrados Romanos poderosos no salían nunca de cada sin una procesión de lictores que ejercían de guardaespaldas, armados con esas hachas liadas para que los plebeyos supiera que veía alguien importante. Cuantos más fasces, más importante era el magistrado.

En el siglo XX, Benito Mussolini recuperó el símbolo cuando se convirtió en dictador de Italia. Su filosofía dominante recibió el su nombre de aquellas hachas: "fascismo"

Pero los fasces que ahora tenía adelante no eran estandartes corrientes. Aquellas hojas eran de oro imperial. Envueltos alrededor del haz de varas, había pendones de seda con los nombres de sus dueños bordados. Se veían las suficientes letras como que pudiera adivinar lo que decía. En el derecho: LUCIO AURELIO ELIO CÓMODO. En el izquierdo: CAYO JULIO CÉSAR AUGUSTO GERMÁNICO, también conocido como Calígula.

Eran los fasces personales de los dos emperadores, utilizados para extraer el poder de Harpócrates y tenerlo esclavizado.

Entones el dios me reconoció.

Me fulminó con la mirada. Me introdujo dolorosamente en el cerebro las imágenes de mi hermano burlándose de él frente a todos los olímpicos, y nadie hizo nada por detenerlo, ninguno ni siquiera movió un dedo, algunos incluso lo acompañaron en sus burlas.

A mi personalmente sólo me había dado igual, ¿qué más me daba si Apolo molestaba a alguno que otro dios? Al final del día terminarían devolviéndosela, como Cupido con Dafne o Favonio con Jacinto.

Pero sinceramente, no estaba preparada para que esos dioses menores que mi hermano molestaba se desquitarían de él conmigo.

Y sí, es prácticamente lo único que había vivido los últimos meses, todos querían desquitarse de mi hermano atacándome. Pero hasta ahora no lo había hecho ningún dios.

Vi varias imágenes más: Apolo metiéndole la cabeza en un escusado del Olimpo; mi hermano gritando de diversión mientras le ataba las muñecas y los tobillos y lo encerraba en la caballeriza con sus caballos que escupían fuego. Y montones de encuentros más de los que ni siquiera me había enterado. Apolo siempre aparecía allí, tan rubio, cruel y poderoso como cualquier emperador del triunvirato... eso hacía más preocupante que tanto Calígula como Nerón fueran legados de mi hermano.

Me palpitaba el craneo por la presión del ataque de Harpócrates. Notaba co p Los capilares se me abrían en la frente y los oídos. Detrás de mí, mis amigos se retorcían de dolor.

Me acerqué más a Harpócrates arrastrándome.

Empecé a transmitir mis propias imágenes mentales, también sobre Apolo.

Si bien, todos los dioses habíamos sido crueles en el pasado, mi hermano se llevaba el premio mayor.

Le mostré a Harpócrates el miedo que le había tenido, el poder que mi hermano tenía me asustaba, a mi y a todos los olímpicos. Como nadie se atrevía a plantarle cara, y como sólo hasta que ya empezaba a cruzar ciertos límites Júpiter intervenía.

Siempre creí que mi padre era demasiado cruel con Apolo, pero no fue hasta ese momento en que me pregunte si en realidad también le tenía algún miedo.

Y es que sí, Apolo no era más fuerte, ni el más poderoso en un principio. Pero los dioses, aunque no nos guste admitirlo, dependemos de los humanos más que ellos de nosotros. En la antigüedad, Apolo era el segundo dios más adorado e importante para los mortales, detrás de mi padre. Y eso le daba un poder que rápidamente se le subió a la cabeza.

Le mostré a Harpócrates todas las veces en las que un Apolo furioso me pidió hacer algún trabajo sucio porque el no quería mancharse las manos y yo terminé aceptando por miedo.

Pero también le mostré como mi hermano se hacía dosificado con los años, hoy en día era como una suerte de estrella de rock que vivía la vida loca, más que el violento dios del sol de la antigüedad.

Le mostré la grabación con disculpas que me envió desde los cielos hacía apenas algunos minutos. Mostré algunos momentos que pasé con mi hermano en el pasado.

Una vez lo acompañé a un concierto, y aunque no era lo mío, no diré que no lo disfrute, competencias con el tiro con arco, y como, a pesar de que yo ignoré sus advertencias sobre Orión, el me siguió protegiendo de él.

Finalmente empecé transmitir como mi hermano era maltratado por mi padre. Sabía que lo estaba dejando en evidencia: el gran y poderoso Apolo regañado por su papá. Pero aún así mostré todos y cada uno de sus castigos, al menos de los que estuve presente para ver, algunos en extremo crueles o injustos.

Mi hermano solamente descargaba su rabia sobre otros por que era lo mismo que recibía por parte de Júpiter. Y si Harpócrates nos asesinaba en ese momento, estaría haciendo lo mismo. Alguien tenía que romper la cadena eventualmente, ese parecía un buen momento a mi parecer.

Harpócrates estudio mis pensamientos, buscando algún tipo de mentira o engaño. Pero yo había sido clara y sincera.

Esa trampa estaba diseñada para Apolo, todo, desde los cuervos hasta Harpócrates. Claramente su plan había sido planeado al detalle, esperando que mi hermano bajara del cielo convertido en un simple mortal. Viéndose obligado a salir de la tumba que el mismo había cavado con su comportamiento a lo largo de los siglos.

Esas pruebas no estaban pensadas para mí, de alguna manera rompí el sistema y alteré por completo el plan de los emperadores y Tarquinio. Yo había que pasar mis propias pruebas, seguir mi propio camino independiente del que Apolo hubiera tenido que tomar en caso de estar en mi lugar. Ambos teníamos lecciones diferentes que aprender.

Tal vez hubiera sido mejor que Apolo tomara sus pruebas como correspondía, en caso de sobrevivir, hubiera mejorado mucho como persona, se hubiera enfrentado a sus errores y hubiera madurado.

Yo tenía mi propio camino, uno que iba más ligado a los amigos que había ganado, la confrontación de mis miedos personales, y a la obtención de aquello que creí que nunca obtendría.

Todo eso lo pensé y lo transmití.

Ni siquiera me di cuenta de cuando me puse de pie, pero de un momento a otro estaba junto a Percy y Reyna frente al dios del silencio.

Harpócrates había dejado de oprimirnos con su poder una vez se dio cuenta de que nosotros no éramos a quien su odio estaba dirigido.

Me volví hacia Percy y Reyna y pensé fuerte y claro:

Destruyan las fasces. Libérenlo.

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