Capítulo cuatro
—Oh—dijo Don con una vocecita—. Eso es lo que huele.
—Creía que habías dicho que viajan en parejas—se quejó Percy.
—O en tríos—se corrigió el fauno gimoteando—. A veces también en tríos.
Los eurinomos gruñeron agazapados fuera del alcance de la espada de Percy, Lavinia giraba la manivela de su manubalista—clic, clic, clic—, pero el arma tardaba tanto en cebarse que no estaría lista para disparar hasta el próximo jueves. La spatha de Hazel emitió un ruido áspero cuando desenvainó la hoja. Ésa tampoco era un arma indicada para luchar en un espacio reducido.
No sabía exactamente qué hacer, aun tenía la maqueta de Jason debajo del brazo, cosa que no ayudaba a manipular un arco, me decidí a desenvainar mi cuchillo y encender su mecanismo en una fina capa de fuego griego.
Puede que la bolsa de aire del coche fúnebre me hubiera roto la nariz, pero lamentablemente mi sentido del olfato no había resultado afectado. La combinación de hedor de demonio y aroma de chicle hizo que me escocieran los orificios nasales y me lloraran los ojos.
—COMIDA—dijo el primer demonio.
—¡COMIDA!—convino el segundo.
Parecían encantados, como si fuéramos su comida favorita e hiciera siglos que no la probaran.
Hazel habló, serena y firme.
—Escuchen, luchamos contra esas cosas en la batalla. Que no los arañen.
Por la forma en que dijo "la batalla", parecía que sólo pudiera referirse a un horrible episodio. Recordé que Leo Valdez nos había dicho en Los Ángeles: que el Campamento Júpiter había sufrido graves daños y que en el último combate habían perdido a bastante gente. Estaba empezando a entender lo terrible que debía de haber sido.
—Sin arañazos—confirmé—. Jackson, necesito que los distraigas. Con suerte el fuego griego de mi arma debería eliminarlos sin problemas.
Mi idea era sencilla: Percy y el resto entretenían a los demonios mientras yo les perforaba el craneo con mi cuchillo. Si era capaz de atravesar el caparazón de un mirmeke debería de poder con la piel de un eurinomo, y con algo de suerte, incineraría sus cuerpos.
Sin embargo, en cuanto anuncié mis intenciones, los demonios se pusieron a aullar y atacaron.
Retrocedí torpemente y caí de sentón sobre el ataúd de Jason. Don chilló y se encogió de miedo. Lavinia siguió girando la manivela de la manubalista. Hazel gritó: "¡Hagan un agujero!", algo que en ese momento no tenía ningún sentido.
Percy entró en combate súbitamente cortándole un brazo a un demonio, lanzando una estocada a las piernas de otro, pero sus movimientos eran muy lentos en relación a cómo normalmente pelea. El hilo de sangre de su cabeza le cubría el ojo derecho y lo dejaba medio ciego. Si los demonios hubieran querido matarlo, lo habrían aplastado. En cambio, pasaron a su lado dándole un empujón, decididos a deshacerse del arma que consideraban más peligrosa, la mía.
—¡COMIDA!—gritó el manco, abalanzándose sobre mí con las cinco garras que le quedaban.
Intenté retroceder, pero el demonio fue más rápido. El eurinomo deslizó la mano a través de mi vientre, justo por debajo de mi abdomen. La apunta de su dedo corazón rozó—muy ligeramente— la carne. Su garra me atravesó la playera y me cortó en la panza como una navaja sin filo.
Caí a un lado del ataúd de Jason, mientras me chorreaba sangre caliente por dentro de la cintura de los pantalones.
Hazel Levesque chilló en actitud desafiante. Saltó por encima del ataúd, clavó su spatha a través de la clavícula del demonio.
El eurinomo gritó y retrocedió dando tumbos, y le arrebató la spatha a Hazel. La herida echaba humo por el punto en el que había entrado la hoja de oro imperial. Entonces el demonio estalló en pedazos de ceniza humeantes y quebradizos. La spatha cayó al suelo de piedra emitiendo un sonido metálico.
El segundo demonio se había detenido para enfrentarse a Percy, pero cuando su compañero chilló, se dio la vuelta para hacernos frente. A Percy se le presentó entonces una oportunidad, pero en lugar de atacar, pasó al lado del demonio dándole un empujón y corrió hacia mí.
—Dioses, Art... Diana—dijo—. Mierda... Estas sangrando. Dijiste que no nos arañarán. ¡Te arañaron!
No sabía si sentirme conmovida por su preocupación o molesta por su tono.
—Yo no lo planeé, Jackson.
Aún así, me alegraba que se preocupara por mí, después de lo de antes... necesitaba hablar con él pronto.
—¡Oigan!—gritó Lavinia.
El demonio avanzó y se situó entre Hazel y su spatha caída. Don siguió encogido de miedo como un campeón. La manubalista de Lavinia todavía estaba a medio cebar. Percy y yo nos encontrábamos inmovilizados uno al lado del otro junto al ataúd de Jason.
Solo quedaba Hazel, que tenía las manos vacías, como único obstáculo entre el eurinomo y un festín de cinco platos.
—No pueden ganar—dijo la criatura siseando.
Su voz se alteró. Su tono se volvió más grave y su volumen se moduló.
—Se unirán a sus compañeros en mi tumba.
Entre el dolor de cabeza y la herida del abdomen, me costaba seguir las palabras, pero Hazel pareció entenderlas.
—¿Quien eres?—inquirió—. ¿Qué tal si dejas de esconderte detrás de tus criaturas y das la cara?
El eurinomo parpadeó. Sus ojos pasaron del blanco lechoso a un morado brillante como llamas de yodo.
—Hazel Levesque. Tú mejor que nadie deberías entender la delicada línea que separa la vida de la muerte. Pero no tengas miedo. Te reservaré un sitio especial a mi lado, con tu querido Frank. Serán unos espléndidos esqueletos.
Hazel apretó los puños. Cuando volvió a mirarnos, su expresión era casi tan intimidante como la del demonio.
—Retrocedan—nos advirtió—. Todo lo que puedan.
Percy me llevó a rastras a la parte delantera del ataúd (A Artemisa la carga pero a mí me arrastra, decidí pensar que era por el mal estado de Percy, no era que me odiara ni nada parecido). Tenía el abdomen como si me hubieran cocido una cremallera al rojo vivo. Lavinia agarró a Don por el cuello de la playera y lo condujo a un sitio más seguro en el cual encogerse de miedo.
El demonio soltó una risita.
—¿Cómo vas a vencerme, Hazel? ¿Con esto?—mandó la spatha al fondo del oscuro pasadizo de una patada—. Invoqué a más muertos vivientes. Pronto estarán aquí.
A pesar del dolor, conseguí levantarme. No podía dejar a Hazel sola. Pero tanto Percy como Lavinia me detuvieron.
—Espera—murmuró la peli-rosa.
—Hazel lo tiene controlado—convino Percy.
Me parecía una idea absurdamente optimista, pero reconozco con vergüenza que me quedé donde estaba.
El eurinomo se limpió la baba de la boca con un dedo rematado con una garra.
—A menos que pienses huir y abandonar ese bonito ataúd, más vale que te rindas. Somos fuertes bajo tierra, hija de Plutón. Demasiado fuertes para ti.
—¿Qué?—Hazel mantuvo un tono firme, casi familiar—. Fuertes bajo tierra. Es bueno saberlo.
El túnel tembló. En las paredes aparecieron grietas, fisuras irregulares que ascendieron por la piedra bifurcándose. Bajo los pies del demonio, brotó una columna dentada de cuarzo blanco que ensartó al monstruo contra el techo y lo redujo a una nube de confeti de plumas de buitre.
Hazel se volvió hacia nosotros como si no hubiera pasado nada del otro mundo.
—Don, Lavinia, saquen esto...—miró inquieta el ataúd—. Saquen esto de aquí. Percy, ayuda a tu amiga, por favor. En el campamento tenemos curanderos que pueden ocuparse de un arañazo de demonio.
—Un momento—tercié—. ¿Qué acaba de pasar? Su voz...
—Lo he visto en otros demonios—dijo Hazel seriamente—. Te lo explicaré luego. Ahora tienen que ponerse en marcha. Yo los seguiré enseguida.
Quise protestar, pero Hazel me detuvo meneando la cabeza.
—Voy a recoger su espada y a asegurarme de que no puedan seguirnos más cosas de esas. ¡Vamos!
De las nuevas grietas del techo empezaron a caer escombros. Tal vez marcharnos no fuera tan mala idea.
Apoyada en Percy, conseguí avanzar tambaleándome por el túnel. Lavinia y Don arrastraban el ataúd de Jason.
—Gracias..., Percy—susurré al ex-pretor.
Habíamos recorrido unos quince metros cuando el túnel retumbó detrás de nosotros todavía más fuerte que antes. Miré hacia atrás justo a tiempo para recibir en la cara una nube de escombros.
—¿Hazel?—gritó Lavinia al torbellino de polvo.
Un instante más tarde, Hazel Levesque apareció cubierta de reluciente polvo blanco de la cabeza a los pies. Su espada brillaba en su mano.
—Estoy bien—anunció—. Pero ta nadie escapará por allí. A ver—señaló el ataúd—, ¿quiere alguien decirme quién está ahí dentro?
La verdad es que yo no quería.
Aún así, se lo debía a Jason. Hazel había sido su amiga.
Templé los nervios, abrí la boca para hablar, pero se me adelantó la propia Hazel.
—Es Jason—dijo, como si le hubieran susurrado al oído la información—. Oh, dioses.
Corrió junto al ataúd. Cayó de rodillas y arrojó los brazos sobre la tapa. Dejó escapar un sollozo de desolación. Acto seguido agachó la cabeza y tembló en silencio. Mechones de su cabello surcaron el polvo de cuarzo de la superficie de madera pulida y dejaron unas líneas serpenteantes como las lecturas de un sismógrafo.
Percy se aseguró de que yo estuviera bien apoyada en una pared y luego fue hacia Hazel y la abrazó protectoramente,
—Lo sé... todo pasó muy rápido.
Sin alzar la vista, Hazel murmuró:
—He tenido pesadillas. Un barco. Un hombre a caballo. Una... una lanza. ¿Cómo ocurrió?
Se lo expliqué lo mejor que pude. Le conté mi caída al mundo de los mortales, mis viajes con Percy, nuestra pelea a bordo del yate de Calígula y cómo Jason había muerto salvándonos. Al relatar la historia me vino a la memoria todo el dolor y el terror. Me acordé del fuerte olor a ozono de los espíritus del viento que daban vueltas en torno a Percy y Jason, el roce de las bridas alrededor de mis muñecas, la alborozada e implacable amenazas de Calígula: "¡No escaparas con vida!"
Era todo tan espantoso que olvidé por un momento el atroz corte del abdomen.
Lavinia se quedó mirando al suelo. Percy se volvió hacia mí e hizo todo lo posible por detener mi hemorragia con una camisa de sobra que tenía en la mochila, sus ojos se cubrieron con lágrimas. Don observaba el techo, donde una nueva grieta zigzagueaba sobre nuestras cabezas.
—Lamento interrumpir—dijo el fauno—, pero tal vez deberíamos continuar esta conversación afuera.
Hazel presionó la tapa del ataúd con los dedos.
—Estoy muy enfadada contigo. Mira que hacerle esto a Piper. A nosotros. No dejarnos estar allí cuando nos necesitabas. ¿En que estabas pensando?
Tarde un instante en darme cuenta de que se dirigía a Jason.
Se levantó poco a poco. Le temblaba la boca. Se enderezó como si invocara unas columnas de cuarzo internas para apuntalar su sistema óseo.
—Déjenme cargar con un lado—dijo—. Llevémoslo a casa.
Avanzamos penosamente en silencio; los portadores de un féretro más patéticos de la historia. Todos estábamos cubiertos de polvo y ceniza de monstruo. En la parte delantera del ataúd, Lavinia se retorcía bajo su armadura y miraba de vez en cuando a Hazel, que caminaba con la vista al frente. Ni siquiera parecía percatarse de las plumas de buitre que caían balanceándose de vez en cuando de la manga de su playera.
Percy y Don llevaban la parte trasera del féretro. Percy se había limpiado la sangre de la frente, dejando al descubierto una herida de aspecto muy desagradable que necesitaría atención médica pronto. Don no paraba de moverse nerviosamente, ladeando la cabeza a la izquierda como si quisiera oír lo que decía su hombro.
Yo iba detrás de ellos dando traspiés, presionando la camisa de sobra de Percy contra el abdomen. La hemorragia parecía haberse detenido, pero el corte todavía me escocía y me fastidiaba. Esperaba que Hazel tuviera razón con respecto a la capacidad de sanación de sus curanderos. No me hacía gracia la idea de convertirme en extra de The Walking Dead.
La tranquilidad de Hazel me ponía nerviosa. Casi habría preferido que hubiera gritado y me hubiera tirado cosas. Su tristeza era como la cruda gravedad de una montaña. Podías estar al lado de una montaña y cerrar los ojos, y aunque no la vieras ni la oyeras, sabías que estaba allí: insoportablemente pesada y poderosa, una fuerza geológica tan antigua que incluso a los dioses inmortales los hacía sentirse como mosquitos. Temía lo que pasaría si las emociones de Hazel se activaban como un volcán.
Por fin salimos al aire libre. Estábamos en un promontorio rocoso a media ladera, con el valle de la Nueva Roma extendido debajo. A media luz, las colinas se veían violetas. La brisa fresca olía a humo de madera y lilas.
—Extrañaba este sitio—dijo Percy, contemplando la vista.
Tal como yo recordaba, el Pequeño Tíber surcaba el suelo del valle y formaba una floritura reluciente que desembocaba en un lago azul donde podría haber estado el ombligo del campamento. En la orilla norte del lago se alzaba la Nueva Roma, una versión más pequeña de la ciudad imperial original.
Por lo que Leo había dicho sobre la reciente batalla, esperaba ver el lugar arrasado. Sin embargo, a esa distancia, y a la luz menguante, todo lucía un aspecto normal: los resplandecientes edificios blancos con tejados de tejas rojas, el Senado con cúpula, el Circo Máximo y el Coliseo.
En la orilla sur del lago estaba situada la Colina de los Templos, con su caótica colección de templos y monumentos. En la cima, eclipsando todo lo demás, se hallaba el terriblemente egocéntrico santuario de mi padre: el Templo de Júpiter Óptimo Máximo. Su encarnación romana Júpiter era, si cabe, todavía más insufrible que su personalidad griega original de Zeus.
Ver la Colina de los Templos me molestaba. Sólo podía pensar en la maqueta que llevaba conmigo y en los cuadernos en mi mochila: los diseños para la Colina de los Templos como la había re imaginado Jason Grace. Comparada con el modelo con el núcleo de espuma de Jason, con las notas escritas a mano y las fichas de Monopoly pegadas, la auténtica Colina de los Templos parecía un homenaje indigno a los dioses. Nunca significaría tanto como la generosidad de Jason, su ferviente deseo de honrar a todos los dioses y no excluir a ninguno.
Me obligué a apartar la vista.
Justo debajo, a casi un kilómetro del saliente en el que estábamos, se encontraba el propio Campamento Júpiter. Con su muralla de estacas, sus atalayas y sus trincheras, sus pulcras hileras de barracones bordeando dos calles principales, podría haber sido cualquier campamento de la legión romana, en cualquier parte del antiguo imperio, en cualquier momento de los muchos siglos de dominio de Roma. Los romanos eran tan consecuentes con el modo en que construían sus fortalezas—tanto si pensaban quedarse una noche como una década—, que sí conocías un campamento pm los conocías todos. Podías despertarte en plena noche, vagar por ahí en la más absoluta oscuridad y saber exactamente dónde estaba todo. Muy similar a los campamentos de mis cazadoras, era algo que me agradaba del imperio, me recordaban a mi familia con las cazadoras.
—Está bien—la voz de Hazel me arrancó de mi ensoñación—. Cuando lleguemos al campamento, ésta es la versión que contaremos. Lavinia, tu fuiste a Temescal obedeciendo mis órdenes porque viste que el coche fúnebre atravesaba la valla. Yo me quedé de guardia hasta que llegó el siguiente turno y luego fui corriendo a ayudarte porque pensé que podías estar en peligro. Luchamos contra los demonios, nos encontramos con estos chicos, etc. ¿Entendido?
—Bueno, respecto a eso...—la interrumpió Don—, seguro que se las pueden arreglar de aquí en adelante, ¿verdad? En vista de que pueden meterse en problemas o lo que sea, yo me voy...
Lavinia le lanzó una mirada fulminante.
—O puedo quedarme—dijo apresuradamente—. Encantado de ayudar, ya sabes.
Hazel cambió la mano con la que agarraba el mango del ataúd.
—Recuerden, somos una guardia de honor. Por muy sucios que estemos, tenemos un deber. Llevamos a casa a un compañero caído. ¿Entiendo?
—Sí, centuriona—dijo Lavinia tímidamente—. Y gracias, Hazel.
Hazel hizo una mueca, como si se arrepintiera de tener el corazón sensible.
—Cuando lleguemos al principia...—sus ojos se posaron en mí—. Nuestra diosa aquí presente explicará a los jefes lo qué le pasó a Jason Grace.
...
Cómo ya les he dicho, este es el libro que tengo más planeado de entre los cinco. Pero no es como si tuviera toda la historia ya lista en mi cabeza. Si bien, les puedo decir cosas como "atentos a los capítulos 6 y 20", si tienen alguna idea sobre lo que les gustaría o separan ver pueden decirla y buscaré alguna manera de agregarla.
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