¡Ahhh San Francisco! Mar, Romanos, malos recuerdos y... ¡¡¡Demonios!!!
Soy partidaria de devolver los cadáveres.
Es un simple acto de cortesía, ¿no? Cuando un guerrero muere, debes hacer todo lo que esté en tus manos para que su cuerpo vuelva con su familia y puedan hacerle los ritos funerarios. A lo mejor suena como algo muy a la antigua. Pero tengo más de cuatro mil años. Me parece de mala educación no deshacerse de los cadáveres como es debido.
Por ejemplo, Aquiles durante la guerra de Troya. Maldito cerdo. Arrastró el cuerpo del héroe troyano Héctor atado a su carro alrededor de la muralla de la ciudad durante días. Al final mi hermano convenció a Zeus para que obligara a ese pedazo de matón a devolver el cuerpo de Héctor a sus padres y que recibiera un funeral en condiciones. Oh, vamos. Un poco de respeto por la gente que matas.
Así que cuando le llegó la hora a Jason Grace, mi medio hermano caído, no pensaba dejar nada al azar. Yo acompañaría personalmente su ataúd al Campamento Júpiter y lo despediría con todos los honores.
Resultó ser una decisión acertada, entre los demonios que nos atacaron y todo lo demás.
La puesta de sol convertía la bahía de San Francisco en un caldero de cobre fundido cuando nuestro avión privado aterrizó en el aeropuerto de Oakland. He dicho "nuestro". El vuelo chárter era en realidad un regalo de despedida de nuestra amiga Piper McLean y de su padre, la estrella de cine.
Junto a la pista de aterrizaje nos esperaba otra sorpresa que debían de haber preparado los McLean: un reluciente coche fúnebre negro.
Percy Jackson y yo estiramos las piernas en la pista mientras el personal de tierra sacaba seriamente el ataúd de Jason de la bodega. Parecía que la caja de caoba pulida brillara a la luz del crepúsculo. Sus detalles de latón emitían destellos rojos. Detestaba lo bonito que era. La muerte no debería ser bonita.
El personal lo subió al coche fúnebre y luego trasladó nuestro equipaje a los asientos traseros. No teníamos gran cosa: la mochila de Percy y la mía (cortesía del Desmadre Militar de Macrón), mi arco y carcaj mágicos, y un par de cuadernos de bocetos y una maqueta de cartulina que habíamos heredado de Jason.
Percy firmó unos papeles, aceptó el pésame de la tripulación de vuelo y le estrechó la mano a un empleado se la funeraria que le dio las llaves del coche y se marchó.
Se quedó mirando las llaves y luego me miró. Sentí de nuevo esa extraña sensación en el estomago.
"No seas ridícula", me dije, "eres inmune a la magia del amor"
"Inmune a la magia, sí", respondió otra parte de mí. "Pero no al amor propiamente dicho"
—Cállate—dije.
Percy alzó la mirada.
—¿Eh?
—No. Nada, solo hablaba conmigo misma.
El me sonrió comprensivamente.
—¿Las voces del Oráculo resuenan en tu cabeza? También me pasa a veces.
—Sí... eso...
Subí al lado del pasajero y él subió al lado del conductor. Se puso al volante. Pronto habíamos salido del aeropuerto y nos dirigíamos al norte por la I-880 en nuestro automóvil negro rentado.
Ah, el Área se la Bahía de San Francisco... la odiaba.
No tenía nada en contra del lugar en si. Era más bien los recuerdos que me despertaba, no muy lejos de allí había sido apresada en monte Tamalpais, u Otris para los dioses, obligada a sostener el peso del cielo sobre mis hombros. Al final tuve que ver morir a quien había sido mi única amiga por siglos, aunque por el otro lado, podría considerarlo mi primer acercamiento real con Percy.
Otra cosa que me molestaba era que me sentía "frágil" por así decirlo, sabía que el primer impulso romano, por mínimo que fuera, me haría dejar mi forma griega y pasarle el volante a Diana, por así decirlo. Era un poco más complicado que eso.
Hice todo lo posible por ignorarlo. Teníamos otros problemas de los cuales ocuparnos. Además, íbamos camino al Campamento Júpiter, lo quisiera o no iba a pasar a mi forma romana más pronto que tarde. Por el lado bueno, iríamos a un territorio amistoso a este lado de la bahía. Contaba con Percy como refuerzos e íbamos a buen ritmo. ¿Qué podía salir mal?
La autopista Nimitz serpenteaba a través de las llanuras del Este de la Bahía y dejaba atrás zonas portuarias, centros comerciales e hileras de bungalós ruinosos. A nuestra derecha se alzaba el centro de Oakland, cuyo pequeño grupo de rascacielos plantaba cara a San Francisco, su sofisticado vecino al otro lado de la bahía, como proclamando: "¡Somos Oakland! ¡Nosotros también existimos!"
Percy dejó escapar un suspiro.
—Se siente bien, la humedad en el aire. No es como... ya sabes.
Lo entendía. Nuestra estancia en el sur de California había estado marcada por las temperaturas elevadísimas, la sequía extrema y los incendios descontrolados; todo gracias al Laberinto en Llamas mágico controlado por Calígula y su amiguita la hechicera llena de odio Medea. El Área se la bahía no padecía ninguno de esos problemas. Al menos, de momento.
Habíamos matado a Medea. Habíamos apagado en Laberinto en Llamas. Habíamos liberado a la sibila eritrea y habíamos socorrido a los mortales y los ajados espíritus de la naturaleza del sur de California.
Pero Calígula todavía estaba vivito y coleando. Él y sus coemperadores del triunvirato seguían empeñados en controlar todo medio profético, conquistar el mundo y escribir el futuro a su sádica imagen. En ese preciso instante, la flota de yates de lujo maléficos de Calígula se dirigía a San Francisco para atacar el Campamento Júpiter. No quería ni imaginarme la destrucción infernal que el emperador desataría en Oakland.
Y aunque lográramos vencer al triunvirato, el Oráculo más importante, el de Delfos, seguía controlado por la vieja enemiga de mi hermano, Pitón. No tenía ni idea de cómo podría derrotarla con mi forma actual de adolecerte de entre quince y dieciséis años.
Pero, bueno, por lo demás, todo iba bien. Los eucaliptos de la carretera olían de maravilla.
El tráfico redujo la marcha en el paso elevado de la I-580. Al parecer, los conductores de California no tenían por costumbre ceder el paso a los coches fúnebres en señal de respeto. Quizá pensaban que, como uno de nosotros ya estaba muerto, no teníamos prisa.
—¿Sabes llegar al Campamento Júpiter?—pregunté.
—Sí—Percy señaló las colinas de Oakland—. Hay un pasadizo secreto en el túnel Caldecott.
Yo nunca había ido en coche al campamento, acostumbraba a descender del cielo o aparecer allí simplemente sin más. Pero tenía entendido que en efecto ese era el camino.
Dimos la vuelta hacia el oeste por la autopista 24. La congestión disminuyó a medida que se acercaban las colinas. Los carriles elevados pasaban por colinas de calles serpenteantes, altas coníferas y casas de estuco blancas pegadas a los lados de desfiladeros cubiertos de hierba.
Una señal de tráfico anunciaba ENTRADA DEL TÚNEL DE CALDECOTT, 3 KM. Eso debería haberme tranquilizado. Pronto cruzaríamos los límites del Campamento Júpiter y entraríamos a un valle muy bien vigilado y camuflado con magia conde una legión romana entera estaba al tanto de posibles peligros.
¿Por qué, entonces, me temblaba el cuerpo y sentía que algo estaba a punto de salir terriblemente mal?
Algo no iba bien. Comprendí que el desasosiego que había sentido desde que habíamos aterrizado podía no responder a la lejana amenaza de Calígula, ni a la antigua base de los titanes en el monte Tamalpais, ni al problema que no es problema porque en realidad no es nada con Percy, sino a algo más inmediato..., algo malévolo, y cada vez más próximo.
Miré por el espejo retrovisor. A través de las cortinas vaporosas de la ventana trasera, no veía más que tráfico. Pero entonces, en la superficie pulida de la tapa del ataúd de Jason, vi el reflejo de una figura oscura situada en el exterior, como si un objeto de tamaño humano acabara de pasar volando al lado del coche fúnebre.
—¿Qué fue eso?—me volví hacia la parte trasera e intenté encontrar de nuevo esa figura.
—¿Qué cosa?—preguntó Percy.
"PAM"
El coche fúnebre empezó a dar sacudidas como si nos hubieran enganchado a un remolque lleno de chatarra. Por encima de mi cabeza, dos marcas con forma de pie aparecieron en el techo tapizado.
—¿Qué rayos...?—Percy devolvió los ojos al camino para evitar salir de la pista.
CRIC. CRIC. Las marcas de pisadas se volvieron más hondas a medida que la cosa ajustaba su peso como un surfista en una tabla. Debía de ser enormemente pesada para hundirse en el techo de metal.
Un quejido brotó de mi garganta. Pensé en invocar mi arco, pero no tenía espacio suficiente como para usarlo.
—¡Artemis!—dijo Percy—. ¿Crees pode quitárnoslo de encima?
Antes de poder hacer nada, oí un sonido como el de una anilla de una lata al abrirse: el nítido susurro neumático de aire a través de metal. Una garra perforó el techo; una sucia zarpa blanca del tamaño de una barrena. Luego otra. Y otra. Y otra, hasta que la tapicería estuvo atravesada por diez puntiagudos pinchos blancos, el número exacto de dos manazas.
—¿Arty?—gritó Percy—. ¿Podrías...?
No sé como hubiera terminado esa frase.
La criatura lo interrumpió rasgando el techo como su fuéramos un regalo de cumpleaños.
A través del agujero irregular me miraba un macabro humanoide reseco, con el pellejo negro azulado como la piel de una mosca, dos esferas blancas lechosas por ojos y los dientes goteando saliva. Alrededor se su rostro se agitaba un taparrabos de plumas negras grasientas. Desprendía un olor más pestilente que cualquier contenedor de basura, y créeme, había caído en unos cuantos.
—¡COMIDA!—gritó.
La criatura metió una garra por el agujero y jaló el volante a tientas.
El coche fúnebre respondió de inmediato. Cruzó a toda velocidad tres carriles de tráfico, atravesó disparado la barrera de contención y cayó en picada al cañón.
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