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Último tren:


Artemisa:

¿Por qué?

Diana estuvo acaparando el cuerpo durante casi todo el maldito viaje, apenas me dejaba salir alguna que otra vez durante los fines de semana unos cinco o diez minutos. Y cuando por fin me deja el cuerpo para que lo utilice a placer, me deja con la espada de un germanus en el cuello.

Tuve suerte de no cortarme a mi misma la cabeza durante el intercambio.

El lado bueno, ahora que por fin habíamos llegado a la zona griega, yo era la dominante (¡Trágate esa, romana de mierda!)

¿En qué estábamos? Ah, sí.

El germanus, la gala y Meg.

El nombre GUNTHER estaba impreso en la chapa de la compañía de trenes que el bárbaro llevaba sobre la armadura: la única concesión de que había hecho a ir de incógnito.

—Meg...—murmuré—. ¿Por qué?

Ella adoptó una expresión seria, pero guiñó el ojo fugazmente.

—Créanme, es lo mejor para todos—dijo con un tono impropio de ella—. No queremos hacer enojar a la Bestia.

La gala, Luguselva seguía apuntando al pecho de Percy con la ballesta.

—Tomen sus cosas y vengan—ordenó mientras apartaba la espada de Gunther de mi cuello.

El sujeto masculló: "Grrr", que supuse que en germánico significaba "Nunca me dejan divertirme"

Meg nos miró fijamente, no sabía que tramaba, o si tan siquiera podía confiar en ella. Habían pasado meses desde la ultima vez que la habíamos visto. Yo quería creer que nuestra joven amiga había cumplido con lo que nos había dicho y que estaba de infiltrada en las filas de Nerón. Pero... ¿y si verdaderamente había vuelto al lado de su padrastro como éste tanta fe tenía de que pasaría)

Me levante lentamente y miré a Percy, el asintió con la cabeza derrotado, abrí el compartimiento de arriba y le pasé su mochila antes de tomar la mía.

Me eché a los hombros la mochila, el arco y el carcaj. A la gala y a Gunther no pararía preocuparles que ahora yo estuviese armada con flechas, claro que tampoco les estaba importando que Percy llevara una espada y escudo. Mientras ordenábamos nuestras cosas, los pasajeros mortales nos lanzaban miradas de fastidio, pero nadie nos hizo callar, probablemente porque no querían cabrear a los dos fornidos revisores que nos llevaban fuera.

—Por aquí—Luguselva señaló con la ballesta la salida situada detrás de ella—. Los demás están esperando.

"Los demás"

Yo no quería conocer a más galos ni más Gunthers, pero Meg nos miró fijamente y asintió disimuladamente con la cabeza, teníamos que confiar en ella. Seguimos a la gala y a la joven a través de la puerta de dos hojas de plexiglás. Yo iba detrás, y Gunther me seguía muy de cerca, contemplando seguramente lo fácil que sería separar mi cabeza de mi cuerpo.

Una pasarela conectaba nuestro vagón con el siguiente: un pasillo ruidoso y tambaleante con puertas de dos hojas automáticas en cada extremo, un servicio del tamaño de un armario en un rincón y puertas exteriores a babor y estribor. El exterior estaba totalmente oscuro. A juzgar por el retumbo de los paneles de acero corrugado que tenía debajo de los pies, deduje que el tren iba a más de ciento sesenta kilómetros por hora. Cosa que descartaba la opción de saltar por las puertas exteriores.

A través de las puertas de plexiglás del fondo, divisé un vagón cafetería: una barra deprimente, una hilera de mesas y media docena de hombres corpulentos apiñados: más germani. Nada bueno nos esperaba allí dentro. Si Percy y yo queríamos escapar, esa era nuestra oportunidad.

Miré a mi novio, el claramente había deducido lo mismo. Pero antes de que pudiésemos tomar alguna medida desesperada, Luguselva se detuvo repentinamente justo delante de las puertas del vagón cafetería. Se volvió para mirarnos.

—Gunther—le espetó—, ve a ver si hay infiltrados en el baño.

La orden pareció confundir a Gunther tanto como a mí y a Percy, o porque no le veía sentido o porque no tenía mi idea de qué era un infiltrado.

Me preguntaba por qué Luguselva se comportaba de forma tan paranoica. ¿Temía que tuviésemos a una legión de semidioses escondidos en el servicio, esperando para saltar a rescatarnos? O tal vez, como me había pasado a mí, había sorprendido una vez a un cíclope en el trono de porcelana y ya no se fiaba de los baños públicos.

Después de un breve cruce de miradas, Gunther murmuró: "Grrr" e hizo lo que ella le mandó.

En cuanto el germanus asomó la cabeza en el baño, la gala nos clavó una mirada intensa.

—Cuando crucemos el túnel de Nueva York—dijo—, los dos pediréis permiso para ir al servicio.

Había escuchado instrucciones extrañas antes, pero esa marcaba un nuevo récord.

Intenté no sonrojarme ante la idea de los sospechoso que sonaría que mi novio y yo pidiéramos ir al baño justo al mismo tiempo.

Percy levantó la mano tímidamente.

—En realidad, yo tengo que ir ahora.

—Aguántate—le espetó ella.

Percy y yo míranos a Meg en busca de respuestas, pero ella se limitó a asentir con la cabeza a las palabras de la gala.

Gunther se volvió de patrullar el inodoro.

—Nadie.

Pobre sujeto. Si te toca buscar infiltrados en los servicios de un tren, lo mínimo que podías esperar era matar a unos cuantos.

—Muy bien—dijo Luguselva—. Vamos.

Nos metió en el vagón cafetería. Seis germani se volvieron y nos miraron fijamente, con sus puños rollizos repletos de bollos recubiertos de azúcar y vasos de café. Los guerreros iban vestidos como Gunther, com armaduras de cuero y oro, hábilmente disfrazados tras chapas de la compañía de trenes. Uno de ellos, AEDELBEORT (el nombre germánico de niño más de moda en 162 a.C.), escupió una pregunta a Luguselva en un idioma que no reconocí. La gala contestó en la misma lengua. Su respuesta pareció satisfacer a los guerreros, que volvieron a sus cafés y sus bollos. Gunther se unió a ellos, mascullando sobre lo difícil que era encontrar buenos enemigos a los que decapitar.

—Sentaos ahí—nos dijo Luguselva, señalando una mesa de ventanilla.

Percy se deslizó en el asiento lentamente y con desconfianza. Yo me senté frente a él, apoyando el arco largo, el carcaj y la mochila a mi lado. La gala y Meg se quedaron de pie al alcance del oído, por si se nos ocurría tramar un plan de huida.

"¿Por qué una gala?", me pregunté. Los galos nunca habían abundado en la Roma de Nerón. Cuando él se convirtió en emperador, la mayoría habían sido vencidos y "civilizados" a la fuerza. Los que todavía llevaban tatuajes y torques y vivían de acuerdo con sus antiguas costumbres habían sido desplazados a los márgenes de Bretaña u obligados a trasladarse a las islas británicas. El nombre de Luguselva... Nunca había hablado galo con fluidez, pero creía que significaba "amada del dios Lug". Me estremecí. Las deidades celtas eran una panda de lo más rara y violenta.

—Arty...—murmuró Percy.

Me volví hacia él, Luguselva nos miró de reojo, pero no hizo nada, esperando a ver que hacíamos.

—¿Que sucede, Perce?—pregunté con desánimo, ese sin duda no era un buen lugar para mantener una conversación de pareja.

—Sé que éste no es el momento ni el lugar más adecuado—dijo—, pero estoy feliz de verte, ya hacia un rato que no estabas por aquí.

Me reí en voz baja.

—Sí... Diana es una acaparadora, pero al menos ya llegamos a la zona griega.

Su mirada se oscureció.

—La serpiente—dijo—. La anfisbena... no sé si tiene sentido, pero parecía estar poseída por un oráculo.

Fruncí el entrecejo.

—¿Te dijo algo útil?

Percy asintió con la cabeza y me recitó los versos que había escuchado, uniéndolos con los que habíamos conseguido en el Campamento Júpiter, la cosa sonaba tal que así:


Oh, hija de Zeus, enfréntate al último reto.

A la torre de Nerón solo dos ascienden.

Saca a la bestia que a tu hermano quitó el puesto.


Y sumando lo que Percy me acababa de contar seguía:


El hijo de Hades, amigo de los que cuevas hienden,

debe llevar al trono por un sendero arcano.

De los de Nerón vuestras vidas ahora dependen.


Conocía a un hijo de Hades: Nico di Angelo. Todavía debía de estar en el Campamento Mestizo en Long Island. Si él conocía algún sendero arcano al trono, no tendría ocasión de enseñárnoslo amenos que escapáramos de ese tren. De cómo Nico podía ser "amigo de los que cuevas hienden" no tenia ni idea.

El último verso de la nueva estrofa era terriblemente cruel. En ese momento estábamos rodeados de "los de Nerón", de modo que nuestra vida dependía de ellos. Quería creer que ese verso encerraba algo más, algo positivo... tal vez Luguselva fuera ese contacto que tenía Meg dentro de las filas de Nerón, tal vez ambas habían planeado algo para ayudarnos.

Pero considerando la expresión hostil de la gala, y la presencia de sus siete amigos germani puestos hasta las cejas de cafeína y azúcar, no me sentía muy optimista.

Miré a Percy, quien se retorcía en su acento. Pobre chico, solo podía compadecerlo y esperar que su vejiga aguantara lo suficiente.

Afuera, los carteles luminosos de New Jersey pasaban volando: anuncios de concesionarios de coches fondue podías comprar un coche de carreras poco manejable; abogados especializados en lesiones a los que podías contratar cuando tenías un accidente con ese coche de carreras; casinos donde podías jugarte el dinero que habías ganado con las demandas por lesiones. El gran círculo de la vida.

La parada de la estación del aeropuerto de Newark llegó y pasó a toda velocidad.

El túnel de Nueva York llegaría dentro de poco. Tal vez en lugar de pedir que nos dejasen ir al servicio, podríamos atacar a nuestros captores...

Luguselva pareció leerme el pensamiento, se limitó a levantar literalmente la ballesta mientras nos veía de reojo. Mensaje captado.

La gala se volvió hacia sus co pañeros.

—En cuatro lleguemos a Penn Station, entregaremos a nuestros presos al equipo de escolta. No quiero errores. Que nadie mate al chico ni a la diosa a menos que sea absolutamente necesario.

—¿Es necesario ahora?—preguntó Gunther.

—No—contestó Luguselva—. El princeos tiene planes para ellos. Los quiere vivos.

"El princeps". Noté en la boca un sabor más amargo que el café del tren. Llevada a la puerta principal de Nerón no era como yo había pensado enfrentarme a él.

Atravesamos con estruendo un páramo de almacenes y muelles de New Jersey, y un instante después nos sumimos en la oscuridad y entramos en el túnel que nos llevaría bajo el río Hudson. Por el sistema de megafonía sonó un confuso aviso que nos informó que la próxima parada era Penn Station.

Percy y yo nos miramos, pensando en si debíamos hacer caso a la gala, entonces nos volvimos hacia donde estaba esta. Ella parecía totalmente indiferente, pero a su lado, Meg nos miraba suplicante.

Decidimos confiar en ella.

—Tengo que ir al baño—anunció Percy.

En su caso, era una dolorosa verdad.

—Sí—añadí—. Yo también tengo que hacer del baño.

—Un momento—masculló Gunther.

—Por favor...—Percy apretó las piernas.

Luguselva dejó escapar un suspiro. Su irritación no parecía fingida.

—Está bien—se volvió hacia su pelotón—. Yo los llevaré. Meg, ven conmigo. El resto, quedaos aquí y preparaos para desembarcar.

Ninguno de los germani se opuso. Probablemente habían oído a Gunther quejarse de haber patrullado el inodoro. Empezaron a engullir los bollos de última hora y a reunir su equipo mientras Percy y to nos levantábamos de la mesa.

—Sus pertrechos—nos recordó la gala.

Parpadeé. Cierto. ¿A quién se le ocurría ir al servicio sin todo su equipaje y Armas? (Bueno, ademas de Cirene). Agarramos nuestras cosas.

Meg y Luguselva nos llevaron otra vez a la plataforma. En cuanto la puerta de dos hojas se cerró detrás de ellas, Meg murmuró:

—Percy, corre y lucha, confía en mí.

Percy y yo compartimos una mirada, solo duro una fracción de segundo, pero sabíamos que era nuestra única opción.

Él echó a correr al vagón silencioso.

—¡Eh!—Luguselva me apartó de un empujón, pero se detuvo el tiempo suficiente para susurrar—: Bloquea la puerta. Desengancha los vagones—y acto seguido corrió detrás de Percy.

¿Qué hacía yo ahora?

Dos cimitarras aparecieron destellando en las manos de Luguselva. Un momento. ¿Tenía las espadas de Meg? No. Justo detrás de ella, la niña empuñaba sus dos espadas doradas. ¿Eran ambas dimachaerae, la forma más rara de gladiador?

Percy desplegó sus armas y empezó un feroz combate de espadas, donde las hojas de ambas guerreras impactaban y echaban chispas contra la espada y escudo de Percy.

Era bastante sorprendente, pero sabía que Percy no tenía el espacio para maniobrar apropiadamente su escudo, además de estar siendo acosado por dos enemigos a la vez.

Detrás de mí, los germani gritaron y salieron en desbandada. En cualquier momento cruzarían la puerta.

La conclusión era obvia, Meg y Luguselva estaban intentando ayudarnos.

Planteé el pie contra la base de la puerta de dos hojas. No había manillas. Tuve que presionar los máneles con las palmas de las manos y juntarlos para mantenerlos cerrados.

Gunther embistió contra la puerta a toda velocidad, y el impacto por poco me dislocó la mandíbula. Los demás germani se apretujaron detrás de él. Las únicas ventajas con las que yo contaba eran el espacio angosto en el que estaban, que les dificultaba aunar esfuerzos, y la propia falta de juicio de los germani. En lugar de colaborar para separar las puertas haciendo palanca, simplemente empujaban y daban empellones unos contra otros, usando la cabeza de Gunther como ariete.

Detrás de mí, Percy activo el encantamiento de su escudo, el arma de cubrió de una leve aura azul y las espadas de la gala se quedaron pegadas a él durante unos segundos. Tiempo que Percy aprovecho para hacer retroceder a Luguselva de una patada mientras se cubría de una estocada de Meg.

Lamento decirlo, Perce... pero la mancha en tus pantalones me indicaba que habías perdido la guerra más importante.

Me imaginé lo que la escena debía de parecerles a los germani del otro lado del plexiglás: sus compañeras estaban combatiendo con un prisionero fugado, mientras yo intentaba contenerlos. Se me estaban durmiendo las manos. Me dolían los músculos del brazo y del pecho. Busque desesperadamente un cierre de emergencia. No había nada.

El tren seguía recorriendo el túnel ruidosamente. Calculé que solo disponíamos de unos minutos antes de llegar a Penn Station, donde el "equipo de escolta" de Nerón estaría esperando. No deseaba que ke escoltasen.

"Desengancha los vagones", me había dicho Luguselva.

¿Cómo se suponía que tenía que hacer eso, y encima manteniendo cerrada la puerta de la pasarela? ¡Era una cazadora, por los dioses! Los chu-chu eran cosa de Hefesto.

Lance una mirada por encima del hombro y eché un vistazo a la pasarela. Nada, no había ninguna palanca o botón que me permitiera desenganchar el vagón.

Entonces lo vi.

En el suelo, había una serie de lengüetas metálicas con bisagras superpuestas, que formaban una superficie segura para que los pasajeros pasaran cuando el tren se retorcía y giraba. Una de esas lengüetas había sido levantada de una patada, tal vez por Luguselva, y dejaba a la vista el enganche situado debajo.

Aunque pudiese alcanzarlo desde donde estaba, cosa que no podía hacer, dudaba que tuviese la fuerza y la destreza para meter el brazo allí, cortar los cables y abrir la abrazadera haciendo palanca. El hueco era demasiado estrecho, y el enganche estaba demasiado abajo. ¡Para llegar allí tendría que ser la mejor arquera del mundo!

Un momento...

La puerta se estaba arqueando contra mi pecho debido al peso de los siete barbaros. Una hoja de un hacha asomó a través del revestimiento de goma al lado de mi oreja. Darme la vuelta para poder disparar el arco sería una locura.

"Sí", pensé histéricamente. "Hagamos eso"

Gane un instante sacando una flecha y metiéndola por la rendija entre las puertas. Gunther gritó. La presión cedió mientras el grupo de germani se redistribuía. Me giré rápidamente para situarme de espaldas al plexiglás, poniendo un talón a modo de cuña en la base de las puertas. Manipulé torpemente el arco y logré colocar una flecha.

Mi nuevo arco era un arma de categoría divina procedente de las cámaras acorazadas del Campamento Júpiter. Mi destreza como arquera había mejorado espectacularmente durante los últimos seis meses. Aún así, se trataba de una idea terrible. Era imposible disparar como es debido con la espalda contra una superficie dura. Simplemente no podía tirar lo suficiente de la cuerda.

A pesar de todo disparé. La flecha desapareció en el hueco del suelo y no dio ni de lejos en el enganche.

—Próxima estación, Penn Station—dijo una voz por el sistema de megafonía—. Las puertas se abrirán por la izquierda.

—¡Se nos acaba el tiempo!—gritó Luguselva. Tiró un tajo a la cabeza de Percy. El se cubrió con el escudo y lanzó una estocada baja y estuvo apunto de ensartar el muslo de la gala.

—¡Lo siento!—gritó Percy, bloqueó un ataque de Meg y le dio un fuerte golpe en la cara con la cara del escudo. La niña cayó de sentón al suelo aturdida.

Disparé otra flecha. Esta vez la punta echó chispas contra la abrazadera, pero los vagones del tren se mantuvieron tercamente unidos.

Los germani aporreaban la puerta. Un panel de plexiglás se salió del marcos un puño lo atravesó y me agarró la camiseta.

—¡No me toques, cerdo asqueroso!—grité mientras me apartaba a trompicones de la puerta y disparaba por última vez trenzando la cuerda al máximo. La flecha cortó los cables y dio contra la abrazadera. Con una sacudida y un crujido, la abrazadera se rompió.

Los germani salieron en tromba a la pasarela al mismo tiempo que yo saltaba a través del hueco cada vez más grande entre los vagones. Estuve a punto de acabar atravesada entre las espadas de Percy y Luguselva, pero logré recobrar el equilibro.

Me volví mientras el resto del tren se sumía en la oscuridad a ciento veinte kilómetros por hora, y siete germani nos miraban com incredulidad gritando improperios que no pienso repetir.

A lo largo de otros quince metros, la sección desacoplada del tren en la que íbamos siguió avanzando por su propio impulso y luego redujo la marcha hasta detenerse. Meg y Luguselva bajaron las armas, Percy retrocedió y se paró a mi lado, aún en guardia.

Una valiente pasajera del vagón silencioso se atrevió a asomar la cabeza y preguntar qué pasaba.

Yo la hice callar.

Luguselva me fulminó con la mirada.

—Has tardado mucho, Artemisa. Vámonos antes de que mis hombres vuelvan. Acabáis de pasar de "capturados vivos" a "se acepta una prueba de su muerte"

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