Sacrificios:
Lu tenía razón.
No me gusto ni un pelo su plan, pero como teníamos poco tiempo y Gunther podría presentarse en cualquier momento con nuestros gorros de fiesta y varios instrumentos de tortura, accedí a hacer mi parte.
Para ser totalmente sincera, tampoco estaba muy segura sobre mi plan. Le expliqué a Lu lo que exigiría el leontocéfalo a cambio de las fasces.
Lu me lanzó una mirada fulminante como un búfalo de agua cabreado.
—¿Estás segura?
—Sí. Custodia la inmortalidad, de modo que...
—Espera un sacrificio de inmortalidad.
Las palabras quedaron flotando en el aire como humo de un puro: empalagosas y asfixiantes. Todas mis pruebas habían conducido a ese punto: esa decisión. Era el motivo por el que Pitón había estado riéndose de mí en sueños durante meses. Nerón había decidido que el coste de su destrucción fuese algo irremplazable. Para acabar con él, tendría que perder mi divinidad para siempre.
Lu se rascó el mentón con la mano del tenedor.
—Tenemos que ayudar a Meg, cueste lo que cueste.
Suspiré.
—Estoy de acuerdo.
Ella asintió con la cabeza seriamente.
—Bien, entonces esto es lo que haremos.
Me tragué el sabor a cobre de la boca. Estaba dispuesta a pagar el precio. Si eso implicaba liberar a Meg de la Bestia, liberar el mundo, liberar Delfos y al destino... lo pagaría. Incluso, podía verle una luz positiva al final del oscuro túnel. Nunca me lo había planteado, y nunca lo habría hecho si no hubiera llegado a ese momento, pero la idea de crecer, de envejecer, formar una familia, todo eso al lado de Percy, el chico al que amaba, bueno, no sonaba para nada mal.
Aún así, me preguntaba si se me había escapado algo. No sabía si Lu y yo pensábamos realmente lo mismo. Ella tenía una mirada distante, como si estuviese calculando bajas en un campo de batalla.
Tal vez lo que detectaba era la preocupación de la gala por Meg.
Las dos sabíamos que, en la mayoría de las circunstancias, Meg no necesitaba que nadie la rescatase. Pero en el caso de Nerón... Sospechaba que Lu, como yo, deseaba que Meg tuviese la fuerza para salvarse a sí misma. Nosotras no podíamos tomar las decisiones difíciles por ella. Y sin embargo, era insoportablemente mantenerse al margen mientras el sentido de independencia de Meg podría estar siendo puesto a prueba en ese mismo instante.
Lu me miró a los ojos por última vez. Me la imaginé guardando sus dudas y miedos en sus alforjas mentales para más delante, cuando tuviese tiempo para ellas, y para los sándwiches de pepino y queso para untar.
—Vamos al tajo—me dijo.
No tárdanos mucho en oír el portazo de la puerta del pasillo al abrirse y los pasos pesados que se acercaban a la celda.
—Haz como si nada—me ordenó Lu, recostándose en su sofá.
Me apoyé en la pared y esperé. Gunther apareció con una serie de bridas amarillo fosforescente en la mano.
Lo fulminé con la mirada e hice un gesto muy poco halagador con el dedo medio.
Él frunció el entrecejo. Luego miró a Lu con sus nuevos accesorios de cubertería, y una sonrisa se dibujó en su rostro.
—¿Qué se supone que es eso? ¡JA, JA, JA, JA, JA, JA!
Lu levantó su cuchillo y tenedor.
—He pensado en trincharte como el pavo que eres.
A Gunther le dio la risa tonta, cosa que resultaba perturbadora en un hombre de su tamaño.
—Qué estupida, Lu. Tienes un cuchillo y un tenedor en lugar de manos... ¡JA, JA, JA, JA, JA, JA!—Lanzó las bridas a través de los barrotes de la celda—. Tú, niña, átale los brazos a la espalda. Y luego átate tú.
—No recibo órdenes de cerdos como tú—repuse.
Su alegría se disipó como la espuma de la sopa de escinco.
—¿Qué has dicho?
—Si quieres atarnos—dije muy despacio—, tendrás que hacerlo tú mismo.
Él frunció el ceño, tratando de asimilar que una adolescente le estuviese diciendo lo que tenía que hacer.
—Llamaré a otros guardias.
Lu bufó.
—Hazlo. Tú solo no puedes con nosotras. Yo soy demasiado peligrosa.—Levantó la mano del cuchillo en lo que se podría haber interpretado como un gesto grosero.
La cara de Gunther se tiñó de rojo.
—Ya no eres mi jefa, Luguselva.
—"Ya no eres mi jefa"—lo imitó Lu—. Adelante, ve a pedir ayuda. Diles que no eres capaz de atar a una chica debilucha y una mujer manca tú solito. O entra, y seré yo quien te ate a ti.
El plan de Lu dependía de que Gunther picase el anzuelo. Tenía que entrar en la celda. Con su frágil hombría de bárbaro puesta en duda y su honor ultrajado por un dedo medio y un cubierto grosero, no nos decepcionó. Los barrotes centrales de la celda se retiraron al suelo. Gunther entró resueltamente. No sé fijo en el bálsamo que yo había juntado en el umbral, y te lo aseguro: el ungüento para quemaduras de Will resbala que no veas.
Había estado preguntándome en qué dirección caería Gunther. Resultó que cayó hacia atrás. El talón le salió disparado, las piernas le fallaron y se dio un cabezazo contra el suelo de mármol, de modo que quedó tumbado boca arriba gimiendo con medio cuerpo dentro de la celda.
—¡Ahora!—gritó Lu.
Corrí hacia la puerta.
Lu me había dicho que los barrotes de la celda eran sensibles al movimiento. Los travesaños subieron de golpe, decididos a impedir que escapase, pero no estaban diseñados para compensar el peso de un germanus tumbado a través del umbral.
Los barrotes estamparon a Gunther contra el techo como una carretilla elevadora hiperactiva y luego lo bajaron, mientras su mecanismo oculto protestaba chirriando y rechinando. Gunther balbuceo de dolor. Le bizqueaban los ojos. Su armadora estaba totalmente aplastada. Probablemente sus costillas no se encontraban en mi no mejor estado, pero por suerte para él, los barrotes no lo habían atravesado.
—Quítale la espada—ordenó Lu.
Hice lo que me pidió. A continuación, utilizando el cuerpo de Gunther como puente a través del bálsamo resbaladizo, escapamos al pasillo, mientras el ojo de la cámara de seguridad observaba cómo huíamos.
—Aquí.—Lu señaló algo que parecía la puerta de un armario.
La eché abajo de una patada y ni me di cuenta hasta depuestas de que 1) no tenía idea de por qué lo hice, y 2) confiaba lo suficiente en Lu como para no preguntarle nada.
Dentro había estanterías llenas de objetos personales: mochilas, ropa, armas, escudos... Me pregunté a qué pobres prisioneros habían pertenecido. Apoyados contra un rincón del fondo estaba mi arco y mis carcajs.
—¡Ajá!—Los agarré. Asombrada, saqué la Flecha de Dodona de mis carcajs vacíos—. Gracias a los dioses. ¿Cómo es que sigues aquí?
OS ALEGRÁIS DE VERME, observó la flecha.
—Bueno, pensaba que el emperador se habría quedado contigo. ¡O que te habría convertido en leña!
NERÓN NO VALE UN COMINO, dijo la flecha. ÉL NO VE MI BRILLANTEZ.
Al fondo del pasillo empezó a sonar una alarma. La iluminación del techo pasó del color blanco al rojo.
—¿Puedes hablar con tu proyectil más tarde?—prepuso Lu—. Tenemos que largarnos.
—Claro—dije—. ¿Por dónde se va a los fasces?
—Por la izquierda—contestó Lu—. Así que vete por la derecha.
—Un momento, ¿qué? Has dicho que están a la izquierda.
—A la derecha.
—¿A la derecha?
¡POR EL CUERPO SAGRADO DE LOS DIOSES! La flecha vibró en mi mano. ¡HACED CASO A LA GALA!
—Yo iré por los fasces—explicó Lu—. Tú ve a buscar a Meg.
—Pero...—Me daba vueltas la cabeza. ¿Era una broma? ¿No nos habíamos puesto de acuerdo? Yo estaba lista para hacer mi sacrificio, para iniciar una nueva vida, corta, pero buena—. El leontocéfalo exige inmortalidad a cambio de inmortalidad. Tengo que...
—Yo me ocupo de eso—dijo Lu—. No te preocupes. Además, los celtas perdimos a la mayoría de nuestros dioses hace mucho. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras muere otra deidad.
—Pero tu no eres...
Me interrumpí. Estaba a punto de decir "inmortal". Entonces consideré cuántos siglos había estado viva Lu. ¿Aceptaría el leontocéfalo su vida como pago?
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—No—dije—. Meg no puede perderte.
Lu resopló.
—No me dejaré matar si puedo evitarlo. Tengo un plan, pero tienes que ponerte en marcha. Meg está en peligro. Su habitación esta seis pisos más arriba. En la esquina sudeste. Sigue la escalera al final del pasillo.
Empecé a protestar, pero la Flecha de Dodona zumbó en señal de advertencia. Tenía que confiar en Lu. Tenía que ceder la batalla a la mejor guerrera.
—Está bien—transigí—. ¿Puedo al menos pegarte una espada al brazo?
—No hay tiempo—dijo ella—. Demasiado poco manejable. Un momento, espera. Esa daga de ahí. Desenvainarla y ponme la hoja entre los dientes.
—¿De qué te servirá?
—Probablemente de nada—reconoció ella—. Pero quedará muy chulo.
Hice lo que me pidió.
Ahora tenía ante mi a BarbaLu la Pirata, el terror cubertero de los Siete Mares.
—Fuena zuete—masculló mordiendo la hoja de la daga. Acto seguido se volvió y se fue corriendo.
—¿Qué acaba de pasar?—pregunté.
HABÉIS HECHO UNA AMIGA, dijo la flecha. AHORA RELLENAD VUESTROS CARCAJS PARA NO TENER QUE DISPARARME.
—De acuerdo.
Con las manos temblorosas, recogí tantas flechas intactas como encontré en el almacén de los prisioneros y las incorporé a mi arsenal. Las alarmas seguían sonando. La luz roja sangre no contribuía a aliviar mi grado de ansiedad.
Entre los estantes, encontré una cosa más, un reloj de muñeca.
—Es de Percy...—murmuré mientras lo tomaba entre mis manos.
Observé en busca de Contracorriente en su forma de bolígrafo, pero no estaba en ninguna parte. Eso solo podía significar que Percy la había recuperado a través de sus bolsillos.
Me puse el reloj, prometiéndome devolvérselo a Percy en cuento lo viera.
Enfilé en el pasillo. Apenas había llegado a la mitad cuando la Flecha de Dodona me advirtió zumbando: ¡CUIDADO!
Un guardia de seguridad mortal ataviado con un equipo antidisturbios dobló la esquina corriendo hacia mí con una pistola levantada. Como me tomó por sorpresa, mi primer instinto fue arrojarle la espada de Gunther. La hoja de oro imperial atravesó el cuerpo del mortal sin hacerle daño, pero la empuñadura por su lado le dio en la cara y lo derribó.
ASÍ NO ES COMO NORMALMENTE SE USA UNA ESPADA, dijo la flecha.
—Siempre criticando—me quejé.
MEG ESTÁ EN PELIGRO.
—Cierto, salvemos a la niña de Lu—asentí. Pasé por encima del guardia mortal, que estaba acurrucado en el suelo gimiendo—. Lo siento mucho.—Le propiné una patada en la cara. Dejó de moverse y empezó a roncar. Seguí corriendo.
En realidad, no lo sentía.
Llegué abruptamente a la escalera y subí los escalones de hormigón de dos en dos. Mantenía la Flecha de Dodona aferrada en la mano. Probablemente debería haberla guardado y haber preparado el arco con proyectiles normales, pero para mi sorpresa, sus pomposos comentarios levantaban mi moral.
Dos germani que venían del piso de arriba llegaron corriendo a la escalera y me atacaron apuntándome con unas lanzas.
Active el mecanismo del reloj de Percy, detuve ambas lanzas con el escudo de bronce. Me escabullí entre las piernas de los bárbaros y golpeé a ambos en la cabeza con el borde del escudo.
Juro que escuché sus cráneos quebrarse antes de que sus cerebros fueran atravesados. Ambos guerreros se deshicieron en polvo dorado.
Algo de fuerza divina en el momento correcto siempre es bienvenida.
DEBERÍAS HACER ESO MÁS ASIDUAMENTE, recomendó la flecha.
La idea no me cayó muy bien. Hace tiempo habría estado encantada de volarle los sesos a mis enemigos. Pero ahora, después de conocer a Lu, me preguntaba cuántos de esos germani deseabam realmente servir a Nerón, y cuantos habían sido reclutados a la fuerza. Ya Había muerto bastante gente. Mi rencor iba dirigido a una sola persona, Nerón, y un reptil, Pitón.
DEPRISA, dijo la flecha con nueva urgencia. PERCIBO... SÍ. NERÓN HA ENVIADO GUARDIAS A BUSCAR A MEG.
No estaba segura de cómo había obtenido esa información—si estaba controlando el sistema de seguridad del edificio o escuchaba a escondidas la línea de atención psíquica de Nerón—, pero la noticia me hizo apretar los dientes.
—La única que irá a buscar a Meg seré yo.
Tenía que ser sincera, claro que quería a Meg, la veía como a una amiga y estaba más que dispuesta a arriesgarme de esa forma para buscarla. Pero la verdad era que si estaba siendo tan implacable era porque sentía que iba en busca de la hija de Lu, más que de mi amiga.
Ya le había fallado a muchos niños maltratados en mi vida, como señora protectora de los niños, me prometí que Meg no sufriría más de ese día en delante.
Introduje la Flecha de Dodona en uno de los carcajs y saqué un proyectil carente de verbo florido.
Subí las escaleras dando saltos.
Me preocupaba Luguselva, que a esas alturas debía de haberse enfrentado al leontocéfalo. Me preocupaban Nico, Will y Rachel, de quienes no había visto ni rastro en mis sueños. Me preocupaban las fuerzas del Campamento Mestizo, que podían estar lanzándose a una misión de rescate suicida en ese mismo momento. Me preocupaba Percy, y el mal estado, tanto físico como mental, en el que lo había visto por última vez. Y me preocupaba Meg, y lo que Nerón pudiera haber hecho con ella mientras estaba encerrada.
Si para acabar con esa locura tenía que luchar contra toda la torre entera, lo haría con gusto.
Llegué al siguiente rellano. ¿Había dicho Lu cinco pisos más arriba? ¿Seis? ¿Cuántos había subido ya? ¡Odio los números!
Me abrí paso hasta otro anodino pasillo blanco y corrí en la dirección que me pareció el sudeste.
Abrí una puerta de una patada y descubrí que me había equivocado por completo de sitio. Montones de monitores brillaban en una gran sala de control. En muchos aparecían imágenes en directo de enormes depósitos metálicos: los tanques de fuego griego del emperador. Unos técnicos mortales se volvieron y me miraron boquiabiertos. Unos germani alzaron la vista y fruncieron el entrecejo. Un germanus que debía de ser el comandante, a juzgar por la calidad de su armadura y la cantidad de cuentas brillantes en su barba, me miró desdeñosamente.
—Ya habéis oído la orden del emperador—gruñó a los técnicos—. Encended esos fuegos YA. Y, guardias, matad a esa idiota.
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