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Prisión en la torre:


La celda de Nerón era el sitio más bonito en el que me habían encarcelado. Le habría puesto cinco estrellas "¡Un autentico lujo! ¡Volvería a morir aquí!"

Del alto techo colgaba una araña de luces... una araña de luces que quedaba demasiado lejos para que un prisionero la agarrase. Colgantes de cristal danzaban bajo las luces led y emitían reflejos en las paredes de color blanco semibrillante. Al fondo de la estancia había un lavabo con grifos de oro y un inodoro automatizado con bidé, todo resguardado tras un biombo para mayor intimidad: ¡qué lujo! El duelo estaba cubierto con una de las alfombras persas de Nerón. Dos lujosos sofás de estilo romano se hallaban dispuestos en forma de V a cada lado de una mesa baja rebosante de queso, galletas saladas y fruta, además de una jarra de plata con agua y dos copas, por si los prisioneros queríamos brindar por nuestra buena suerte. Solo la parte delantera tenía aspecto de cárcel, pues había una hilera de gruesos barrotes metálicos, pero incluso esos estaban recubiertos—o tal vez fabricados—de oro imperial.

Me pasé los primeros veinte o treinta minutos sola en la celda. Costaba calcular el tiempo. Me paseé de un lado a otro, grité, exigí ver a Percy o a Meg. Aporré los barrotes con una bandeja de plata y chillé al pasillo vacío. Finalmente, cuando el miedo y la sensación de mareo se apoderaron de mí, descubrí los placeres de vomitar en un excusado de lujo con asiento climatizado y múltiples opciones de autolimpieza.

Estaba empezando a pensar que Luguselva debía de haber muerto. ¿Por qué si no no estaba en la celda conmigo, como Nerón había prometido? ¿Cómo podía haber sobrevivido al shock de la doble amputación estando ya gravemente malherida?

Justo cuando me estaba convenciendo de que moriría allí sola, sin nadie que me ayudase a comer el queso y las galletas saldas, al fondo del pasillo sonó una puerta que se abría de golpe, seguida de unos pasos pesados y muchos gruñidos. Gunther y otro germanus aparecieron arrastrando a Luguselva entre los dos. Los tres barrotes centrales de la entrada de la celda descendieron abruptamente y se hundieron en el suelo raudas como espadas envainadas. Los guardias metieron a Lu de un empujón y los barrotes volvieron a cerrarse con brusquedad.

Corrí al lado de Lu. Ella se hizo un ovillo en la alfombra persa, con el cuerpo temblando y salpicado de sangre. Le habían quitado los aparatos ortopédicos de las piernas. Estaba más pálida que las paredes. Le habían vendado las muñecas, pero la tela ya se había empapado. La frente le ardía de la fiebre.

—¡Necesita un médico!—grité.

Gunther me lanzó una mirada maliciosa.

—Arréglatelas.

Su amigo bufó, y los dos regresaron pesadamente por el pasillo.

—Erggg—murmuró Lu.

—Aférrate—dije.

A continuación hice una mueca al percatarme de qué tal vez no fuese el cometario más delicado considerando su estado. Volví a toda prisa a mi cómodo sofá y me puse a rebuscar en mi mochila. Los guardias me habían quitado el arco y los carcajs, incluida la Flecha de Dodona, pero me habían dejado todo lo que no era aparentemente un arma, incluyendo algunos suministros médicos que Will me había dado como vendas, ungüentos, pastillas, néctar y ambrosía. ¿Podían tomar ambrosía las galas? ¿Podían tomar aspirinas? No tenía tiempo para esas preocupaciones.

Mojé unas servilletas de lino en la jarra con agua helada y le envolví a Lu la cabeza y el cuello con ellas para bajarle la temperatura. Machaqué unos analgésicos, los mezclé con ambrosía y néctar, y le di de comer un poco de la papilla, aunque apenas podía tragar. Tenía los ojos desenfócanos. Cada vez temblaba más.

—¿Meg...?—preguntó con voz ronca.

—Silencio—dije, procurando no entrar en pánico—. La salvaremos, te lo prometo. Pero primero tienes que curarte.

Ella gimió y luego hizo un ruido agudo como un grito sin energías. Tenía que estar sufriendo un dolor insoportable. Ya debería estar muerta, pero la gala era muy dura.

—Tienes que estar dormida para lo que viene ahora—le avisé—. Lo... lo siento, pero tengo que mirarte las muñecas. Tengo que limpiar las heridas y volver a vendarlas o morirás de septicemia.

No tenía ni idea de cómo lograrlo sin que muriese de la pérdida de sangre o del shock, pero tenía que intentarlo. Los guardias le habían atado las muñecas de cualquier manera. Dudaba que se hubiesen molestado en esterilizarlas. Habían reducido la hemorragia, pero Lu moriría amenos que yo interviniese.

Agarré otra servilleta y un frasco de cloroformo: uno de los artículos más peligrosos del botiquín de Will. Su uso suponía un gran riesgo, pero las circunstancias desesperadas en las que nos encontrábamos no me dejaban muchas opciones, a menos que quisiera darle a Lu un porrazo en la cabeza con una bandeja de queso.

Moví la servilleta mojada por encima de su cara.

—No—dijo ella débilmente—. No puedes...

—Es esto o desmayarte del dolor en cuanto te toque las muñecas.

Ella hizo una mueca y acto seguido asintió con la cabeza.

Le apreté la tela contra la nariz y la boca. Después de un momento, se le fueron las fuerzas del cuerpo. Recé para que siguiese inconsciente por su bien.

Trabajé lo más rápido posible. Tenía el pulso sorprendentemente firme. La bendición de mi hermano no me había abandonado en lo absoluto. No pensaba en las graves heridas que estaba viendo, ni en la cantidad de sangre... solo hacia lo que había que hacer. Torniquete. Esterilizar. Habría intentado reimplantarle las manos, a pesar de las escasas probabilidades de éxito, pero no se habían molestado en traerlas. Sí, dame una araña de luces y un surtido de fruta, pero ninguna mano.

—Cauterizar—murmuré para mis adentros.

Rebusque en el botiquín y extraje una botella de alcohol, luego junte sobre la mesa un pequeño montón de todos los objetos fácilmente inflamables que pude reunir: servilletas, bolitas de algodón, vendas, telas, etc. Tomé una cuerda que llevaba en la mochila por si la de mi arco se rompía y busqué a tientas algo con lo que hacer chispa. El pedazo de piedra que había tomado de la excavación de Grrr-Fred seguía en mi bolsillo, y me sirvió.

Estaba empezando a asustarme, me estaba tardando demasiado, pero no podía hacer más que seguir. Usando la piedra filosa corte un pedazo de la cuerda de repuesto para el arco. Y luego con ese pedazo até el trozo de piedra a un trozo de madera que tenía en la mochila, el astil roto de una flecha, no recordaba haberlo recogido antes, pero no fue lo suficientemente amenazante para que los guardias lo confiscaran.

Extendí el resto de la cuerda y la até a el extremo del palo opuesto a la piedra y empecé a hacer fricción a toda velocidad, tirando de la cuerda a ambos lados mientras estaba sujeta a la madera. Logré que la fricción creara una chispa, y en poco tiempo ya era una llama.

Todo el proceso habrá durado alrededor de un minuto, pero por el estrés lo sentí como horas.

Lo que hice a continuación fue algo estupido, pero no me importó realmente. Primero empapé mis manos en agua y luego tomé otras dos servilletas de lino, las llené de alcohol y las eché a mi pequeña fogata. En cuento encendieron, las tomé con mis manos mojadas y las envolví en los muñones de Lu. Sellando así las heridas de las muñecas de Lu, retiré las servilletas y las arrojé a un lado, asegurándome de que no cayeran sobre nada inflamable.

Unté los muñones de Lu abundantemente con ungüento curativo, los vendé como es debido y le dejé dos bastoncillos regordetes en lugar de manos.

—Lo siento mucho—dije.

La culpabilidad me pesaba como una armadura. Mientras todos confiaban en Lu yo seguí sin convencerme, cuando en su momento ella había arriesgado su vida tratando de ayudar. Su único delito había sido subestimar a Nerón, como habíamos hecho todos. Y el precio que había pagado...

Hay una razón por la que en la naturaleza no verás una manada de perros salvajes que cuente con miembros viejos, sordos, sin algún ojo o que les falte una extremidad. Ellos mismos matan a los débiles y diferentes, es la única forma de mantener fuerte a la manada.

Si bien, los humanos tienen la capacidad de ver más allá y no cometer esa clase de actos. Como cazadora podía entender la necesidad de estar completa. Si me faltaran las extremidades, tal vez me podría adaptar y encontraría una forma de cazar, pero no volver a disparar un arco o a empuñar un cuchillo era una idea que no me agradaba en lo más mínimo. Me imaginaba que Lu opinaba lo mismo de las técnicas de combate. Aunque se las arreglará para luchar y ser letal, jamás volvería a empuñar un arma. Nada sería lo mismo otra vez para ella.

La crueldad de Nerón era inconmensurable. Quería arrojarle servilletas en llamas en toda su cara de suficiencia.

"Atiende a tu paciente", me regañé a mi misma.

Agarré unos cojines del sofá y los coloqué alrededor de Lu, tratando de que estuviese lo más cómoda posible en la alfombra. Aunque hubiese querido arriesgarme a trasladarla al sofá, dudaba que hubiese tenido las fuerzas. La unté ligeramente la frente con más paños fríos. Le eché un chorlito de agua y néctar en la boca.

Ojalá Apolo hubiera estado allí, incluso con su bendición yo no era la mejor opción en medicina. Mi hermano, o Will, o incluso el primo nórdico de Annabeth Chase, Magnus, hubiera sido una mejor opción.

Pero había hecho lo que había podido. Me arrastré por el suelo y me subí al sofá, con la cabeza dándome vueltas de agotamiento.

¿Cuánto tiempo había pasado? No sabía si Nerón había decidido destruir Nueva York o esperar a que las fuerzas del Campamento Mestizo estuviesen a tiro. La ciudad podía estar ardiendo a mi alrededor ahora mismo y no vería ni rastro en esa celda sin ventanas dentro de la torre aislada de Nerón. El aire acondicionado seguiría soplando. La araña de luces seguiría brillando. El excusado seguiría funcionando.

Lo siguiente que pensé: Percy.

Nerón ya había dado la orden para que lo torturaran, además de querer hablar con él sobre algo.

Luego estaba Meg, ¿qué estaría haciendo Nerón para "rehabilitarla"?

No podía soportarlo. Tenía que levantarme. Tenía que salvar a mis amigos. Tenía que salvar a mi Buitre Místico. Pero mi cuerpo exhausto tenía otros planes.

Se me pusieron los ojos llorosos. Caí redonda de lado y mis pensamientos se sumieron en un charco de oscuridad.











—Hey.

La voz familiar parecía venir de la otra punta del mundo a través de una débil conexión por satélite.

A medida que la escena se aclaraba, me vi sentada en una mesa de picnic en la playa de Santa Monica. Cerca de allí estaba el puesto de tacos de pescado en el que Jason, Piper, Percy y yo habíamos comido por última vez antes de infiltrarnos en la flota de yates de lujo de Calígula. Al otro lado de la mesa estaba sentado Jason Grace, brillante e incorpóreo, como un vídeo proyectado contra una nube.

—Jason.—Mi voz fue un sollozo quebrado—. Estás aquí.

Su sonrisa parpadeó. Sus ojos no eran más que manchas de color turquesa. Aún así, podía notar a fuerza callada de su presciencia, y percibía la bondad en su voz.

—La verdad es que no, Artemisa. Estoy muerto. Estás soñando. Pero me alegro de verte.

Me empezó a arder la cabeza, ¿en serio? ¿Ahora?

Artemisa:

Eso fue raro, una cosa era cambiar de personalidad en medio de una conversación. ¿Pero en un sueño?

Bajé la cabeza sin atreverme a hablar. Ante mí había un plato de tacos de pescado que se habían convertido en oro, como por obra del rey Midas. No sabía lo que eso significaba. Tampoco me gustaba.

—Lo siento—logré decir al fin.

—No, no—repuso Jason—. Yo tomé una decisión. Tú no tienes la culpa. No me debes nada salvo recordar lo que te dije. Acuérdate de lo importante.

—Tú eres importante—dije—. ¡Tu vida!

Jason ladeó la cabeza.

—Pues... claro. Pero si un héroe no está dispuesto a perderlo todo por una causa más importante, ¿de verdad esa persona es un héroe?

Pronunció la palabra "persona" de la misma forma que lo hizo Percy hace seis meses en el laberinto mientras buscábamos a Austin y Kayla. Subrayando que podía referirse a un humano, una dríade, un grifo, un cíclope o incluso un dios.

—Pero...

Me esforcé por buscar un contraargumento. Deseaba con toda mi alma estirar los brazos a través de la mesa, agarrar a Jason por las muñecas y arrastrarlo otra vez al mundo de los vivos.

—Está bien—concedí. El nudo de dolor que había tenido en el pecho durante semanas comenzó a deshacerse—. Está bien, Jason. Pero te echamos de menos.

Su rostro formó ondas de humo de colores.

—Yo también los extraño. A todos. Hazme un favor, Artemisa. Ten cuidado con el ciervo de Mitra: el león enroscado por la serpiente. Ya sabes lo que es y de lo que es capaz.

—¿Que yo... qué? ¡No, no lo sé! ¡Dímelo, por favor!

Jason esbozó una última sonrisa forzada.

—Solo soy un sueño en tu cabeza, hermana. Ya tienes la información. Solo digo... que negociar con el guardián de las estrellas tiene un precio. A veces tú tienes que pagar ese precio. Y otras tienes que dejar que otra persona lo pague.

Eso no me aclaró absolutamente nada, pero no me dio tiempo a hacer más preguntas. Jason se disolvió. Mis tacos de pescado dorados se redujeron a Polvo. La costa de Santa Bárbara se deshizo, lo último que escuché de Jason fue:

—Y dile a mi bro que gracias por seguir mi consejo, ustedes dos hacen una muy linda pareja.

Desperté sobresaltada en mi cómodo sofá.

—¿Estás viva?—preguntó una voz ronca.

Lu estaba tumbada en el sofá de enfrente. No me imaginaba cómo había llegado allí desde el suelo. Tenía los pómulos y los ojos hundidos. Sus muñones vendados estaban moteados de lunares en las zonas donde se había filtrado sangre reciente. Pero estaba un poco menos pálida y tenía una mirada extraordinariamente clara. Solo podía concluir que mis habilidades curativas—gracias, Apolo. Que no se te suba a la cabeza— debían de haber servido de algo.

Estaba tan sorprendida que necesité un instante recuperar el habla.

—Soy... soy yo quien debería preguntarte eso. ¿Qué tal el dolor?

Ella levantó los muñones con cautela.

—¿Qué, estos? En peores plazas he toreado.

Me llevé la mano a la cabeza.

—Vaya... realmente eres indestructible.

Sus músculos faciales se tensaron: tal vez un intento de sonreír, o una simple reacción a su inmenso y continuo sufrimiento.

—Meg. ¿Qué ha sido de ella? ¿Cómo la encontramos?

No pude por menos admirar su firmeza. A pesar de su dolor y su injusto castigo, Lu seguía centrada en ayudar a nuestra joven amiga.

—No estoy segura—dije—. Los encontraremos a ella y a Percy, pero primero tienes que recuperar las fuerzas. Cuando salgamos de aquí, tendrás que moverte por tu propio pie. No creo que pueda cargar contigo.

—¿No?—preguntó Lu—. Estaba deseando que me llevases a caballito.

Vaya, supongo que los galos se ponen mordaces cuando sufren heridas mortales.

Naturalmente, la idea de que nos fugásemos de la celda era absurda. Aunque lo consiguiéramos, no estábamos en condiciones de rescatar a Meg o a Percy, ni mucho menos de luchar contra las fuerzas del emperador. Pero no podía perder la esperanza, sobre todo cuando mi compañera manca aún era capaz de gastar bromas.

Además, el sueño de Jason me había recordado que los fasces del emperador estaban escondidos en algún lugar de esa planta de la torre, vigilados por el león enroscado por la serpiente. El guardián de las estrellas, el siervo de Mitra, significara lo que significase, tenía que andar cerca. Y si exigía un precio por dejarnos pisotear el tótem de la inmortalidad de Nerón hasta hacerlo astillas, yo estaba dispuesta a pagarlo.

—Me queda un poco de ambrosía.—Me volví y busqué a tientas en mi botiquín—. Tienes que comer...

La puerta del final del pasillo se abrió de golpe. Gunther apareció al otro lado de la celda sosteniendo una bandeja de plata llena de sándwiches y diversas latas de refresco.

Sonrió mostrando sus tres dientes.

—La comida.

Los barrotes centrales de la celda bajaron a la velocidad de una guillotina. Gunther deslizó la bandeja a través del hueco, y los barrotes se cerraron de golpe antes de que pudiese plantearme siquiera intentar atacar a muestro captor.

Necesitaba comer urgentemente, pero con solo mirar los sándwiches se me revolvió el estómago. Por algún motivo, Nerón era incapaz de comer como una persona normal, así que los sándwiches estaban cortados en cuadrados en lugar de triángulos, y les habían quitado la corteza.

—¡Recuperad las fuerzas!—dijo Gunther con alegría—. ¡No muráis antes de la fiesta!

—¿Fiesta?—pregunté, sintiendo un levísimo atisbo de esperanza.

No porque me interesara la fiesta en sí, sino porque si Nerón había aplazado su gran celebración, quizá todavía no había pulsado el botón del fin del mundo.

—¡Sí!—dijo Gunther—. ¡Esta noche! Primero os torturaremos a las dos. ¡Y luego quemaremos la ciudad!

Y con ese pensamiento feliz, Gunther regreso sin prisa por el pasillo, riendo entre dientes para sí y dejándonos con la bandeja de sándwiches anormales.

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