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Odio los taxis:


Llámame supersticiosa, pero si vas a llamar un carro, por lo menos deberías intentar conseguir uno que no tenga la palabra "condenación" en el nombre.

La moneda de Percy cayó a la calzada y desapareció en un abrir y cerrar de ojos. Enseguida una sección de asfalto del tamaño de un coche se licuó hasta convertirse en un charco burbujeante de sangre y alquitrán. (Al menos eso es lo que parecía. No probé los ingredientes)

Un taxi emergió de la sustancia viscosa como un submarino al salir a la superficie. Parecía un taxi normal de Nueva York, solo que gris en lugar de amarillo: el color del polvo, o de las tumbas. En la puerta tenía pintadas las palabras HERMANAS GRISES. Dentro, sentadas hombro con hombro en la parte delantera, estaban las tres viejas brujas en persona.

La ventanilla del lado del conductor se bajó. La hermana que iba de copiloto asomó la cabeza y dijo con voz ronca:

—¿Pasaje? ¿Pasaje?

Era tan horrible como yo la recordaba: un rostro como una máscara de Halloween de goma, unos cráteres hundidos donde deberían haber estado los ojos y un mantón de telarañas y lino sobre el cabello blanco erizado.

—Em, hola—dije.

Ella ladeó la cabeza.

—¿Quién habla? No reconozco tu voz. ¿Pasaje o no? ¡Tenemos más clientes!

—Soy la diosa Artemisa—dije simplemente—. Ahora déjenme subir.

La bruja olfateó el aire. Se lamió los labios y pasó la lengua por su solitario diente amarillo.

—No hueles como Artemisa. Deja que te muerda.

—No te me acerques—dije—. Pagamos el pasaje, y soy yo, Artemisa, ¿podemos subir?

Tal vez se preguntarán ¿por qué empeñarse en que reconocieran quién era? El caso es que las Hermanas Grises no aceptaban a mortales normales y corrientes en su taxi.

—Bueno, ciertamente suena como Artemisa. Pero no hueles como una diosa—gritó la hermana sentada a la izquierda—: Avispa, echa un vistazo. ¿Quién es esta tipa?

La hermana de en medio se acercó a la ventanilla abriéndose paso a empujones. Aré prácticamente idéntica a la otra, solamente que hoy ella llevaba el ojo común del trío: una esfera viscosa y blanquecina que miraba desde las profundidades de su cuenca izquierda.

—Parece... la verdad si se parece bastante, pero es solo una chica normal con un pañuelo amparado en sangre en la cabeza—declaró después de mirarme fijamente—. No es interesante. No es una diosa.

Percy suspiró con cansancio, ya habiendo terminado de prepararse mentalmente para el viaje.

—Escuchen, ya pasamos por esto—dijo él—. ¿No podemos....?

—¡Jackson!—gritó avispa.

Las otras dos hermanas empezaron a mirar hacia todos lados, olvidándose así de que no tenían ojos.

—¿Jackson? ¿Dónde?

Percy suspiró con cansancio.

—Ejem, aquí...

Las tres hermanas se quedaron mirando fijamente a Percy con sus cuencas vacías.

—¿Los dejamos subir o no?

—¿Recuerdan lo del ojo?

—Pero siempre que él está involucrado pasa algo interesante.

Empezaron a debatir entre sí, finalmente se volvieron hacia nosotros,

—Suban, rápido.

El seguro de la puerta trasera saltó. Percy me abrió la puerta. Una vez dentro, me abroché el cinturón de seguridad de cadenas negras. Percy se quedó viendo sus cadenas con indecisión.

—Solo póntelo—le dije.

Él hizo una mueca mientras se encadenaba al auto de la condenación.

El asiento era prácticamente tan cómodo como un puf relleno de cubiertos.

Tras el volante, la tercera hermana, Ira, masculló:

—¿Adónde?

—Al Campamento...—dije.

Ira aceleró. Me di con la cabeza contra el respaldo, y Manhattan se desdibujó a la velocidad de la luz. Confiaba en que Ira hubiese entendido que me refería al Campamento Mestizo o podríamos acabar en el Campamento Júpiter, el Campamento MasterChef o el Campamento Cretácico, aunque sospechaba que esos estaban fuera del área de servicio de las Hermanas Grises.

La pantalla de televisión del taxi se encendió. Por el altavoz sonaron una orquesta y unas risas enlatadas.

—¡Cada noche a las once!—dijo un locutor—. ¡Tienes una cita con... La noche con Talía!

Le di al botón de OFF lo más rápido que pude, lo único que podía empeorar un viaje con las hermanas grises era tener que escuchar ese estupido programa.

Prácticamente sólo se trataba de Talía, la musa de la comedia, hablando con diversos invitados y jugando juegos como "¡Aniquila esa ciudad!" O la "Profecía de la broma telefónica".

Era vergonzoso pensar en las cosas que los dioses consideraban importantes. Índices de audiencia. Devotos. El auge y la caída de civilizaciones. ¿Qué eran esas cosas comparadas con mantener a salvo a mis amigos? Nueva York no podía incendiarse. La pequeña Estelle Blofis tenía que crecer con libertad para troncharse de risa y dominar el planeta. Nerón tenía que pagar. No era posible que hubiera estado apunto de ser decapitada esa mañana, hubiese noqueado a Meg y lanzado a Luguselva encima de un coche aparcado a dos manzanas de distancia para nada.

Percy se sujetó el estómago y observó el paisaje borroso por la ventanilla: el East River y luego Queens pasaban volando a una velocidad que los viajeros diarios mortales sólo podían soñar... que, en honor a la verdad, era cualquiera por encima de quince kilómetros por hora. Ira conducía, totalmente a ciegas, mientras Avispa le gritaba de vez en cuando correcciones de rumbo.

—Izquierda. Frena. Izquierda. ¡No, la otra izquierda!

—Odio este taxi—murmuró Percy.

Tomé su mano y lo miré con compasión, aunque la verdad era que yo no me sentía mucho mejor.

—¡Tonterías!—gritó Avispa—. ¡Somos la mejor forma de viajar por Nueva York! ¡No te fíes de esos servicios para compartir coche! ¡La mayoría los llevan arpías sin licencia!

—¡Arpías!—gritó Tempestad.

—¡Nos roban el negocio!—convino Ira.

Visualicé por un momento a nuestra amiga Ella al volante de un coche. Casi me alegré de estar en ese taxi. Casi.

—¡Además, hemos modernizado el servicio!—alardeó Tempestad.

Me obligué a centrarme en sus cuencas oculares.

—¿Cómo?

Ella señaló un letrero que había en la mampara de plexiglás. Al parecer, ahora podía conectar mi arma mágica favorita a su taxi y pagar en dracmas virtuales usando algo llamado GRISECAR.

Me estremecí al pensar lo que podría hacer la Flecha de Dodona si le dejaba hacer compras online. Si alguna vez volvía al Olimpo, me encontraría mis cuentas congeladas y mi palacio embargado porque la flecha había comprado todas las copias conocidas del primer volumen recopilatorio de las obras de Shakespeare.

—Em efectivo está bien—dije.

—Tú y tus predicciones—masculló Avispa a Ira—. Te dije que la aplicación era una idea tonta.

—Parar a recoger a Artemisa ha sido más tonto—murmuró ella—. Se supone que sería Apolo no ella. Y eso lo has predicho tú.

—¡Las dos sois tontas!—les espetó Tempestad—. Eso lo he predicho yo.

Cierto... me había olvidado de ese detalle.

Las Hermanas Grises también predecían el futuro, no eran parte de la red de profecías de Apolo, trabajaban de forma independiente y misteriosa. Y normalmente muy inútiles e inexactas, ósea, aún más que una profecía normal.

Sus predicciones... un momento. Rebobiné mentalmente.

—¿Dijeron que predijeron que me recogerían?

—¡Ja!—dijo Tempestad—. ¡A que te gustaría saberlo!

Ira se carcajeó.

—Como si fuésemos a compartir contigo esos ripios que tenemos para ti...

—¡Cállate, Ira!—Avispa le dio un guantazo a su hermana—. ¡Todavía no lo ha pedido!

Percy suspiró con cansancio.

—Genial, ya llegamos a "esa" parte.

Murmuré un juramento. Vi adónde querían llegar con esa conversación. A las Tres Hermanas les encantaba hacerse de rogar con sus augurios. Les gustaba obligar a sus pasajeros a suplicar e implorar para enterrarse sobre lo que ellas sabían del futuro. Pero en realidad, esos vejestorios se morían de ganas de cantarlo.

No sabía con que estupidez saldrían, pero no les daría la satisfacción de pedírselo. Ya tenía bastantes versos proféticos de los que preocuparme.

—¡Nunca te los diremos!—amenazo Avispa.

—¡Jamás sabrás que valiosa información guardamos!—convino Ira.

—Tampoco es que me interese—repuse sin entusiasmo.

—Esto, ¿Arty?—dijo Percy—. La última vez que estuve aquí tenían información importante.

—¡Exacto!—gritaron las Tres Hermanas a la vez—. ¡Hazle caso al chico!

En el exterior, Queens se difuminó y se transformó en los barrios residenciales de Long Island. En el asiento delantero, las Hermanas Grises prácticamente temblaban de ganas de largar lo que sabían.

—¡Son unas palabras muy importantes!—dijo Avispa—. ¡Pero nunca las sabrás!

—De acuerdo—asentí.

—¡No puedes obligarnos!—dijo Tempestad—. ¡Aunque tu destino dependa de ello!

Un asomo de duda se infiltró en mi cráneo. ¿Era posible...? No, no lo era.

—No me lo trago—dije.

—¡Y nosotras no lo escupimos!—gritó Avispa—. ¡Qué importantes son los versos! ¡Sólo te lo diríamos si nos amenazaras con cosas terribles!

—No pienso recurrir a amenazas...

—¡Nos está amenazando!

Tempestad se sacudió. Golpeó tan fuerte a Avispa en la espada que el ojo común le saltó de la cuenca. Avispa lo atrapó... y con un terrible alarde de sorpresa, lo lanzó a propósito por encima del hombro directamente a mi regazo.

—¡No otra vez!—se quejó Percy.

Las hermanas gritaron. Ira, desprovista de orientación, se puso a virar bruscamente por toda la carretera y el estómago me subió al esófago.

—¡Nos ha robado el ojo!—chilló Tempestad—. ¡No podemos ver!

—¡No les he robado nada!—grité ya bastante molesta.

Percy parecía estar a punto de vomitar.

El maldito ojo se quedó pegado a mi regazo, contemplándome con la mirada acusadora de un siluro muerto.

—¡Aplastará el ojo si no recitamos los versos!—gritó Ira.

—¿Están bromeando...?—empezó Percy.

—No voy a aplastarlo—gruñí.

—¡Moriremos todos!—tercio Avispa—. ¡Está loca!

—Ustedes tres son muy molestas.

—¡Muy bien, tú ganas!—bramó Tempestad. Se enderezó y recitó como si actuase para el público—: "¡La del desafío revela un camino ignorado!"

—"¡Y lleva la destrucción; el león enroscado por la serpiente!"

—"¡De lo contrario, el princeps no será derrocado!"

Percy se quedó mirando con los ojos entrecerrados a las hermanas, luego los abrió mucho con enojo y retorció los manos como si quisiera ahorcarlas.

—¡¿ME ESTÁN JODIENDO?! Ustedes... ¡¿USTEDES SÓLO ACABAN DE DARNOS LA SIGUIENTE FRASE DE LA PROFECÍA ASÍ?! ¡¿ASÍ?!

Claramente estaba molesto por su experiencia en el taxi cuando tenía trece años.

—¡Pues no tenemos nada más para vosotros!—dijo Ira—. Y ahora dame el ojo, rapidito. ¡Ya casi hemos llegado al campamento!

Suspiré con cansancio, agarre el ojo baboso sin ceremonias y se los lancé de vuelta.

Ira se introdujo el ojo en la cuenca. Miró la carretera parpadeando, gritó "¡OSTRAS!" Y dio tal frenazo que la barbilla me golpeó el esternón.

Cuando el humo se hubo despejado, vi que había derrapado en el viejo camino rural situado justo enfrente del campamento. A nuestra izquierda apareció la Colina Mestiza, con un gran pino solitario alzándose en su cima y el Vellocino de Oro reluciendo en su rama inferior. Enrollado al pie del árbol estaba el dragón Peleo. Y de pie al lado del dragón, rascándole las orejas con aire despreocupado, se encontraba uno de los últimos dioses que hubiera querido ver: Dioniso, el dios del vino.

...

Uf, acabó de escribir esto a toda velocidad justo antes de salir a carretera.

Nos vemos el lunes o el martes.

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