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Muerte a los enemigos:


Si le hubiesen puesto ganas, yo habría muerto.

Una turba real de dríades sedientas de sangre atacando era algo a lo que no sobrevive cualquier mortal. Pero a esos espíritus de los árboles parecía interesarles representar el papel. Se dirigieron a mí tambaleándose y gruñendo, sin dejar de asegurarse de que los semidioses que portaban las antorchas no habían prendido fuego a sus espíritus vitales.

Esquivé a los dos primeros espíritus de la palmera que arremetieron contra mí.

—Sé que no quieren hacer esto—les murmuré—. Es por eso que lo siento.

Me abalancé sobre uno de los espíritus, logré aplicarle una llave y derribarla contra el alfombrado suelo. Su cabeza rebotó violentamente contra el suelo cuando la tumbé. Desearía poder decir que a mí me dolió más que a ella, pero la verdad creo que ella sí lo sufrió más.

Una higuera de hojas de violín se quedó atrás, tal vez a la espera de su turno para venir a por mí, o simplemente esperando que no se fijasen en ella. Sin embargo, su guardián semidivino reparó en ella. Bajó su antorcha y la higuera ardió en llamas como si la hubiesen empapado en gasolina. La dríade gritó y se quemó y acto seguido se desplomó sobre un montón de ceniza.

—¡Ya basta!—gritó Meg, pero su tono de voz era tan frágil que apenas se oyó.

Las demás dríades atacaron con ahínco. Se les estiraron las uñas hasta convertirse en garras. Aún así logré evadir un siguiente ataque y responder con una patada en el abdomen.

—Lo siento—volví a murmurar.

A un limonero le salieron espinas por todo el cuerpo y me dio un doloroso abrazo, atrapándome mientras yo estaba desprevenida.

—¡Ya basta!—repitió Meg, esta ves más alto.

—Deja que lo intenten me tesoro—dijo Nerón, mientras los árboles se abalanzaban sobre mi espalda—. Se merecen vengarse por la irresponsabilidad de su antigua guardiana.

El ficus me agarró del cuello. Se me doblaron las rodillas bajo el peso de seis dríades. Espinas y garras me arañaron cada centímetro de piel descubierta.

Tal ves si se tratara de algún tipo de animal podría haberlas neutralizado más fácilmente sin dañarlas, pero la verdad es que no sabía exactamente cómo derribar a un árbol sin demasiado esfuerzo, ¿siquiera tienen nervios que pueda golpear?

—¡Meg!—dije con voz ronca.

Se me saltaron los ojos. Se me nubló la vista.

—¡BASTA!—ordenó Meg.

Las dríades se detuvieron. El ficus lloró de alivio y me soltó el cuello. Las demás retrocedieron y me dejaron a cuatro patas, jadeando, magullada y sangrando.

Meg se me acercó corriendo. Se arrodilló y me puso la mano en el hombro, estudiando con expresión de angustia los arañazos y cortes de mi maltrecha nariz vendada.

La primera pregunta que susurró no fue la que yo esperaba, pero no por eso menos predecible:

—¿Está viva Lu?

Asentí con la cabeza, parpadeando para reprimir las lágrimas de dolor.

—La última vez que la vi—susurré—. Seguía luchando.

Meg frunció el entrecejo. De momento, su antiguo espíritu parecía haberse reavivado, pero era difícil visualizarla como era antes. Tuve que concentrarme en sus ojos, enmarcados en sus gafas con montura de ojos de gato, y no prestar atención al nuevo peinado ralo, el olor a perfume de lilas, el vestido morado y las sandalias de oro y—¡OH, DIOSES!— la pedicura que alguien le había hecho.

Traté de contener el horror.

—Meg—dije—. Solo hay una persona a la que tienes que escuchar: a ti. Confía en ti.

Lo decía en serio, no había convivido con ella demasiado, solamente en el periodo entre que nos la encontramos en el zoológico de Indianápolis hasta que nos separamos en Palm Springs. Pero la había visto crecer, la había visto ser una guerrera, y la había visto ser una niña normal. No podía dejar que nada de eso se echara a perder.

Saqué sus anillos de oro del bolsillo. Ella se echó atrás al verlos, pero se los metí en las manos.

—Tú eres más fuerte que él.

Pero Nerón no podía permitir que habláramos por más tiempo.

—Oh, tesoro.—Suspiró—. Agradezco tu buen corazón. ¡De verdad! Pero no podemos interferir en la justicia.

Meg se levantó y se volvió hacia él.

—Esto no es justicia.

La sonrisa de él se volvió más débil. Me miró con una mezcla de humor y lástima, como diciendo: "Mira lo que has hecho"

—Puede que tengas razón, Meg—concedió—. Estas dríades no tienen el valor ni el temple para hacer lo que hace falta.

Meg se puso tensa; parecía que se había dado cuenta de lo que Nerón pretendía hacer.

—No.

—Tendremos que probar otra cosa.—Señaló a los semidioses, que bajaron las antorchas hasta las plantas.

—¡NO!—gritó Meg.

La sala se tiñó de verde. Una tormenta de alértenos estalló del cuerpo de Meg. Como si hubiese soltado una estación entera de polen de roble en una sola ráfaga. El salón del trono se cubrió de polvo verde: Nerón, su canapé, sus guardias, sus alfombras, sus ventanas y sus hijos. Las llamas de las antorchas de los semidioses chisporrotearon y se apagaron.

Los árboles de las dríades empezaron a crecer, las raíces se abrieron paso a través de los tiestos y se afianzaron al suelo, nuevas hojas se desplegaron para sustituir a las quemadas, las ramas engordaron y se estiraron hasta amenazar con enredar a sus escoltas semidivinos. Los hijos de Nerón, que no eran tontos del todo, se alejaron a toda prisa de sus agresivas plantas de interior.

Meg se volvió hacia las dríades, estaban acurrucadas unas contra otras, temblando, con quemaduras en los brazos que echaban humo.

—Vayan a curarse—les dijo—. Yo las protegeré.

Y con un sollozo de agradecimiento, las dríades se esfumaron.

Nerón se quitó tranquilamente el polen de la cara y la ropa. Sus germani parecían impertérritos, como si esas cosas les pasasen a menudo. Uno de los cinocéfalos estornudó. Su compañero con cabeza de lobo le ofreció un pañuelo de papel.

—Mi querida Meg—dijo Nerón sin alterar la voz—, ya hemos hablado de esto antes. Debes controlarte.

Meg apretó los puños.

—No tenías derecho. No ha sido justo...

—Vamos, Meg.—La voz de Nerón se endureció, un detalle que hizo saber a la niña que su paciencia se estaba agotando—. Diana todavía puede vivir, si es lo que realmente deseas. No tenemos por qué entregársela a Pitón. Pero si vamos a correr ese riesgo, te necesitaré a mi lado con tus maravillosos poderes. Vuelve a ser mi hija. Deja que la salve por ti.

El,a no dijo nada. Su pose irradiaba obstinación. Me la imaginé a ella también hechando raíces, anclándose al sitio.

Nerón suspiró.

—Todo se vuelve mucho mucho más difícil cuando despiertas a la Bestia. No querrás volver a tomar la decisión equivocada, ¿verdad? Y perder a otra persona como perdiste a tu padre.—Señaló a su docena de germani cubiertos de polen, su pareja de cinocéfalos y sus siete hijos adoptivos semidivinos; todos nos lanzaban miradas asesinas como si, a diferencia de las dríades, estuviesen encantados de hacernos pedazos.

No sabía cuánto tardaría en recuperar mi arco, pero no estaba en condiciones de combatir. No sabía a cuántos oponentes podría enfrentarse Meg. A pesar de su destreza, dudaba que pudiera defenderse de veintiún enemigos. Y luego estaba el propio Nerón, que tenía la constitución de un dios menor. A pesar de su ira, Meg parecía incapaz de mirarlo a la cara.

Me imaginaba a Meg haciendo esos mismos cálculos, decidiendo tal vez que no había esperanza.

—Yo no maté a mi padre—dijo con un hilo duro de voz—. Yo no le corté a Lu las manos ni esclavicé a esas dríades ni nos trastoqué a todos por dentro.—Señaló a los demás semidioses de la casa con un movimiento de la mano—. Lo hiciste tú, Nerón. Te odio.

La expresión del emperador se tornó triste y cansada.

—Entiendo. Bueno... si te sientes así...

—No se trata de sentimientos—le espetó Meg—. Se trata de la verdad. No pienso hacerte caso. Y no pienso volver a utilizar tus armas para pelear.

Tiró sus anillos.

Dejé escapar un pequeño gritó desesperado.

Nerón rio entre dientes.

—Eso, corazón, ha sido una tontería.

Por una vez, estuve tentada de coincidir con el emperador. Por muy bien que a mí joven amiga se le diesen las calabazas y el polen, por mucho que me alegrase tenerla a mi lado, no nos imaginaba saliendo vivas de esa sala desarmadas.

Los germani levantaron sus lanzas. Los semidioses imperiales desenvainaron sus espadas. Los guerreros con cabeza de lobo gruñeron.

Nerón alzó la mano, dispuesto a dar la orden de matar, cuando detrás de mí un potente ¡BUM! sacudió la cámara. La mitad de nuestros enemigos cayeron derribados. En las ventanas y columnas de mármol salieron grietas. Los azulejos del techo se rompieron y cayó polvo de alto como sacos de harina abiertos.

Me volví y vi que las impenetrables puertas blindadas estaban torcidas y rotas, en la rendija había un toro rojo extrañamente demacrado. Detrás de él se hallaban con las armas alzadas Nico di Angelo y Percy Jackson.








Se pude decir que yo no esperaba un par de aguafiestas como ese.

Estaba claro que Nerón y sus seguidores tampoco. Se quedaron mirando asombrados cómo el taurus silvestris cruzaba pesadamente el umbral. Donde el toro debería haber tenido los ojos azules, solo había unos agujeros oscuros. El greñudo pelo rojo le colgaba flácido sobre el esqueleto reanimado como un manto. Era un ser no muerto sin carne ni alma; sólo la voluntad de su amo.

Nico escudriñó la sala. Lucía peor aspecto que la última vez que lo había visto. Tenía la cara cubierta de hollín y el ojo izquierdo cerrado de la hinchazón. Su camiseta estaba hecha jirones y de su espada negra goteaba sangre de algún tipo de monstruo. Y lo peor de todo, alguien (supongo que un troglo) le había obligado a ponerse un sombrero de vaquero. Casi esperaba que dijera "Yi-ja" en el tono más desapasionado del lindo.

Percy, por su lado, tenía un mejor aspecto, después de lo que supuse había sido un gran pedazo de ambrosía, ya no le sangraban los cortes y no hacía tantas muecas al moverse, aún así se veía mal, estaba cubierto de pies a cabeza con polvo de monstruo sangre. Tenía un corte desagradable en la cara y su escudo estaba ligeramente abollado.

Nico señaló con el dedo a Nerón y le dijo a su toro esquelético:

—Mata a ese.

El toro embistió. Los seguidores de Nerón se volvieron locos. Los germani se abalanzaron sobre el animal como defensas de fútbol americano persiguiendo a un receptor, desesperados por detenerlo antes de que llegase al estrado. Los cinocéfalos aullaron y vinieron dando saltos en dirección a nosotros. Los semidioses imperiales titubearon, mirándose unos a otros como diciendo: "¿A quién atacamos? ¿Al toro? ¿Al chico emo? ¿A papá? ¿Nos atacamos entre nosotros?". (Ese es el problema cuando educas a tus hijos para que sean unos asesinos paranoicos.

—¡Vercorix!—chilló Nerón, con una voz media octava más aguda de lo habitual. Se subió al sillón de un salto pulsando botones del control remoto del gas sasánida a tontas y a locas, y al parecer decidió que ese no era el control correcto—. ¡Tráeme los otros controles! ¡Deprisa!

Cuando estaba a medio camino del toro, Vercorix dio un traspié y cambió de rumbo hacia la mesa de centro, preguntándose quizá por qué había aceptado ese acenso y por qué Nerón no podía ir a buscar sus puñeteros controles remotos el solito.

Meg me tiró del brazo y me arrancó del estado de sopor.

—¡Levanta!

Me sacó a rastras de la trayectoria del cinocéfalo, que cayó a gatas a nuestro lado gruñendo y babeando. Antes de que yo pudiese siquiera pensar en plantarle cara, Percy golpeó al monstruo de lleno con el escudo y luego lo redujo a polvo con un espadazo.

Nico se reunió con nosotros.

—Hola.—El homo hinchado del hijo de Hades hacia qué pareciese más temible aún de lo habitual—. Deberían buscar armas.

Traté de recordar cómo se hablaba.

—¿Cómo han...? Esperan, a ver si lo adivino. Los manda Rachel.

Percy asintió.

—De hecho, sí. D.

Se había vuelto bueno para reconocer cuál de mis dos yo era con una simple mirada, eso me hacía feliz.

Nuestro reencuentro fue interrumpido por el segundo guerrero con cabeza de lobo, que se dirigió a nosotros a grandes zancadas con más cautela que su compañero abatido, avanzando poco a poco de lado y buscando un hueco. Nico lo repelió com su espada y su sombrero de vaquero, pero me daba la impresión de que dentro de poco tendríamos más compañía.

Nerón seguía gritando en su sofá mientras Vercorix trasteaba con la bandeja de controles remotos. A escasa distancia de nosotros, los germani se amontonaban encima del toro esquelético. Algunos de los semidioses imperiales corrieron en su auxilio, pero tres de los miembros más perversos de la familia se quedaron atrás, observándonos, considerando sin duda la mejor forma de matarnos para que papá les pusiese una estrellita en su tabla de tareas semanal.

—¿Y el gas sasánida?—pregunté.

—Los troglos siguen en ello—respondió Nico.

Murmuré una maldición que no habría sido pata para los oídos de una niña como Meg, de no ser porque Meg nos enseñó esa maldición en concreto a Percy y a mí.

—¿Ha evacuado la zona el Campamento Mestizo?—preguntó Meg. Me alivio oír que participaba en la conversación. Me hizo sentir que todavía era uno de nosotros.

Percy negó con la cabeza.

—No. Siguen luchando con las fuerzas de Nerón en todos los pisos. Ya están avisados del gas, pero no se irán si nosotros no lo hacemos.

Sentí una oleada de gratitud y exasperación. Esos tontos y encantadores semidioses griegos, esos valientes y maravillosos insensatos. Me dieron ganas de mandarles a todos un puñetazo y luego un fuerte abrazo.

—¡Váyanse!—nos gritó Nico.

Corrí hacia la entrada en la que había dejado mis cosas, con Meg a mi lado y Percy cubriéndonos las espaldas.

Un germanus nos pasó volando por encima coceado por el toro. El monstruo zombi se encontraba ahora a unos seis metros del estrado del emperador, luchando por llegar a la línea de meta, pero estaba perdiendo impulso debido al peso de la docena de cuerpos que tenía encima. Los tres semidioses perversos venían ahora en dirección a nosotros, siguiendo en paralelo nuestra trayectoria hacia la parte delantera del salón.

Cuando llegué hasta mis posesiones, estaba jadeando y sudando como si hubiese corrido un maratón. Coloqué una flecha en el arco y apunté a los semidioses que se acercaban, pero dos de ellos habían desaparecido. ¿Es posible que se hubiesen puesto a cubierto detrás de las columnas? Disparé al único semidiós que seguía visible—¿Emilia, se llamaba?—, pero o yo estaba débil y lenta, o ella estaba extraordinariamente bien adiestrada. La chica esquivó el tiro y siguió acercándose.

—¿Qué tal si buscas armas?—pregunté a Meg colocando otra flecha en el arco.

Había perdido a Percy de vista.

Meg señaló con la barbilla a su hermana adoptiva.

—Me quedaré con las suyas. Tü concéntrate en Nerón.

Se fue corriendo con su vestido de seda y sus sandalias doradas como si se dispusiese a arrasar un arco de gala.

Nico seguía batiéndose en duelo con el tío lubuno. Al final el toro zombi se desplomó abrumado por el peso del Equipo Nerón, y eso significaba que los germani no tardarían en bisagras nuevas objetivos a los que placar, o lo harían si Percy no los hubiera placado a ellos primero con el escudo en alto.

Vercorix tropezó y se cayó al llegar al sofá del emperador, y volcó la bandeja entera de mandos a distancia entre los cojines.

—¡Ese! ¡Ese!—gritó Nerón sin ayudar, señalándolos todos.

Apunté al pecho de Nerón. Estaba pensando en lo bien que me sentaría hacer ese tiro cuando de repente alguien salió de la nada y me apuñaló en las costillas.

¡Qué increíble cazadora que eres, Diana! ¡Encontraste a uno de los semidioses desaparecidos!

Era uno de los hijos mayores de Nerón: ¿Lucio, quizá? Me habría disculpado por no acordarme de su nombre, pero como me acababa de clavar una daga en el costado y ahora me estaba dando un abrazo letal, decidí que podíamos sáltanos las formalidades. Se me nubló la vista. Los pulmones no se me llenaban de aire.

Al otro lado de la sala, Meg luchaba sin más armas que las manos contra Emilia y el tercer semidiós desaparecido, que al parecer había estado escondido esperando para atacar.

Lucio clavó el puñal más hondo. Yo forcejé, detectando con un objetivo interés que las costillas habían cumplido con su función. Habían desviado la hoja de mis órganos vitales, cosa que era fabulosa salvo por el dolor insoportable de tener un puñal incrustado entre la piel y la caja torácica, y la enorme cantidad de sangre que ahora empapaba mi camiseta.

No podía sacudirme a Lucio de encima. Era demasiado fuerte y lo tenía demasiado cerca. Así que en un impulso de adrenalina, lancé el puño hacia atrás y le di de lleno en el ojo con el pulgar levantado en un gesto de aprobación.

El chico gritó y se apartó tambaleándose, solo para recibir una patada de lleno en la entrepierna que lo dejó en el suelo.

No tenía fuerzas para colocar otra flecha en el arco. Di un traspié, tratando de seguir consciente mientras resbalaba con mi propia sangre.

En medio del aturdimiento del dolor, vi a Nerón sonriendo triunfante y sosteniendo en alto un control remoto.

—¡Por fin!

"No", supliqué. "Júpiter, Apolo, Leto, quien sea. ¡NO!"

No podía detener al emperador. Meg estaba demasiado lejos, defendiéndose a duras penas de sus dos hermanos. El toro había quedado reducido a un montón de huesos. Nico había despachado al hombre lobo, pero ahora se enfrentaba junto a Percy a una hilera de germani furioso que se interponían entre ellos y el trono.

—¡Se acabó!—dijo Nerón regodeándose—. ¡Muerte a mis enemigos!

Y pulsó el botón.

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