Fin del camino:
—Hola otra vez.
No esperaba que esas fueran las últimas palabras que oyese.
A mi lado, la diosa Estigia flotaba sobre el vacío. Su vestido morado y negro podría haber sido una columna del propio Caos. El cabello le ondeaba como una nube negra alrededor de su rostro.
No me sorprendía que pudiese existir allí sin problemas, en un lugar al que los demás dioses temían ir. Aparte de ser la guardiana de los juramentos sagrados, Estigia era la encarnación del Río del Odio. Y como cualquiera podrá decirte, el odio es una de las emociones más duraderas qué hay, una de las últimas en desaparecer.
Me quedé viendo a Estigia, preguntándome que era lo que quería.
—Me sorprende que hayas logrado llegar hasta aquí—dijo ella—. Ese no era el destino escrito.
Yo no entendía como era que la diosa sabía eso, hasta donde sabía, ella no tenía ninguna clase de conexión con el destino o las profecías.
El dedo meñique me resbalo del saliente. Nueve más para caerme.
Los ojos oscuros de Estigia me estudiaron. Su expresión no era de curiosidad, como lo había sido durante nuestro último encuentro. Era más bien una de satisfacción, como si finalmente hubiera sucedido lo que había estado esperando por milenios.
—El río estigio es más poderoso de lo que incluso yo podría imaginar—me dijo—. Cuando alguien jura en nombre de mis aguas, yo lo sé, sin importar que tan lejos esté de mí. Y sin importar en qué realidad sea.
Respiré con dificultad.
—¿Realidad...?
Estigia asintió con la cabeza.
—Piensa que cada pequeño pensamiento, cada fantasía, cada posibilidad o elección desemboca en un mundo distinto a este. Algunos tan parecidos que jamás encontrarías la diferencia. Otros tan diferentes y llenos de pesadillas que ni siquiera la mente de los dioses sería capaz de procesarlos en su totalidad. Hay maravillas allá afuera, pero también terribles horrores.
—¿A... a qué quieres llegar?
—Es simple, en realidad—aseguró Estigia—. Tú no deberías haber caído a la tierra, esa era la carga de tu hermano. Annabeth Chase jamás debió lastimar a Perseus Jackson, ellos dos deberían haberse quedado juntos hasta el fin de sus días. Pero nada de eso pasó, este mundo no es más que uno de los infinitos reflejos de la realidad. Y aún así, a pesar de que tú no estabas destinada a superar las Pruebas de Apolo, lo hiciste.
Intenté procesarlo, aún con el agotamiento y terror que sentía, lo comprendí, más o menos.
—Y... ¿esto en qué es importante ahora?—pregunté.
Estigia emitió un sonido impropio del borde del Caos: rió entre dientes con verdadera diversión.
—Hiciste promesas que jamás harías en otros mundos, rompiste juramentos que jamás habrías roto en otras realidades—dijo la diosa—. En lo que a mí respecta, aprendiste algo en este viaje que jamás habrías descubierto por ti misma.
Y a continuación, se deshizo en humo que se elevó hacia los aireados climas del Érebo.
Ojalá yo hubiese podido volar así. Pero, por desgracia, incluso allí, en el precipicio de la inexistencia, estaba sometida a la gravedad.
Por lo menos había derrotado a Pitón.
La serpiente jamás resurgiría. Yo podría morir sabiendo que mis amigos estaban a salvo. Los oráculos se habían restablecido. El futuro seguía abierto.
Me quedé colgada del precipicio, pensando sobre que tanto necesitaba volver a subir. ¿Realmente importaría si era liquidada? Ya había cumplido mi misión, después de todo...
Pero me negaba a caer, me aferraba al borde con obstinada determinación. Mi meñique volvió a asirse. Le había dicho a Percy que volvería con él. No lo había formulado como un juramento, ni siquiera como una promesa, pero daba igual. Si dije que lo haría, tenía que cumplirlo.
Sin duda Estigia estaría de acuerdo con eso: lo importante no era lo alto que hacías un juramento, ni las palabras empleadas. Lo importante era si lo decías en serio o no. Y si valía la pena hacer la promesa.
Me dio la impresión de que mis brazos se volvían más sólidos. Mi cuerpo parecía más real. Las líneas de luz se entrelazaron hasta que mi figura fue una red de plata maciza.
¿Fue una última alucinación inducida por la esperanza o realmente subí del precipicio?
Mi primera sorpresa: me desperté.
La gente que se deshace en el Caos normalmente no hace eso.
Segunda sorpresa: mi hermano Apolo estaba inclinado junto a mi, con una sonrisa radiante como el sol de verano.
—Te tardaste mucho—dijo.
Me levanté sollozando y lo abracé fuerte. Todo mi dolor había desaparecido. Me sentía perfectamente. Me sentía... Casi pensé: "Como si volviese a ser yo", pero ya no sabía lo que eso significaba.
Volvía a ser una diosa. Durante mucho tiempo, mi principal deseo y objetivo había sido recuperar la divinidad. Pero en lugar de sentirme eufórica, lloré sobre el hombro de mi hermano. Sentía que si soltaba a Apolo, volvería a caer al Caos. Grandes partes de mi identidad se desprenderían, y no podría encontrar las piezas que faltaban.
—Tranquila—murmuró temblando, vi como definitivamente estaba tratando de contener el llanto, pero se mantuvo firme para evitar que yo me viniera más abajo—. Ya estás bien. Lo conseguiste.
Agradecí mucho el que se mantuviera sereno, su calma me ayudó a dejar de temblar.
Estábamos sentados en un sofá de estilo griego, en una cámara de mármol con una terraza con columnas que daba al paisaje del Olimpo: la extensa ciudad de los dioses en la cumbre de una montaña, muy por encima de Manhattan. De los jardines venía un aroma a jazmín y madreselva. Había vuelto de verdad.
Me examiné a mi misma. No llevaba más que una sábana para cubrirme. Tenía la piel blanca, casi como la nieve. Mis brazos esbeltos no lucían cicatrices ni líneas ardientes que brillasen bajo la superficie. Estaba perfectamente, cosa que me hizo sentir melancolía. Había trabajado duro para conseguir aquellas cicatrices y cardenales. Todo el sufrimiento que mis amigos y yo habíamos padecido...
De repente entendí las palabras de mi hermano: "Te tardaste mucho"
Me atraganté de desesperación.
—¿Cuánto tiempo?
Los ojos azules de Apolo escudriñaron mi rostro, como si tratase de determinar el daño que había producido mi periodo como humana en mi mente.
—¿A qué te refieres?
Se suponía que los inmortales no tenían ataques de pánico. Y sin embargo, notaba una opresión en el pecho. Mi corazón bombeaba icor muy rápido. No tenía idea de cuánto había tardado en volver a convertirme en una diosa. Me había perdido medio año desde que acepté el castigo de Apolo hasta el momento en que había caído en Manhattan transformada en mortal. Mi siesta reconstituyente podía haber durado años, décadas, siglos. Todos mis conocidos de la tierra podrían haber muerto.
No soportaba la idea.
—¿Cuánto he estado fuera de combate? ¿En qué siglo estamos?
Apolo procesó la pregunta. Conociéndolo como lo conocía, deduje que estuvo tentado a reír, pero al detectar el grado de dolor en mi voz, recapacitó y cambió de idea.
—No te preocupes, hermana—dijo—. Desde que luchaste con... con Pitón solo han pasado dos semanas.
Espiré aliviada.
Luego volví a entrar en pánico.
—¿Y mis amigos? ¡Pensarán que he muerto!
Apolo observó detenidamente el techo.
—Tus amigos...—murmuró—. Realmente cambiaste... No te preocupes. Les hemos... les he... enviado augurios claros de tu éxito. Saben que has vuelto a ascender al Olimpo.
Volví a dejarme caer en el sofá.
—Gracias...
—¿Lo preguntabas por cierto... hijo de Poseidón?
—Cállate.
—No puedo fingir que no ví lo que claramente sí vi.
—Pues finge que puedes fingirlo.
—Así no es como funciona.
Suspiré en derrota.
—¿Hablamos luego de "eso"?
—Está bien—aceptó Apolo—. Por ahora, deberías cubrirte, nadie tiene derecho a verte como el Caos te trajo al mundo.
En eso estábamos perfectamente de acuerdo.
—Claro—eché un vistazo a la estancia—. ¿Hay algún armario o....?
Apolo me miró frunciendo el ceño levemente, preocupado.
—Hermanita, solo tienes que desear la ropa que quieres.
—Yo... cierto...
Sabía que él tenía razón, pero había pasado demasiado tiempo sin echar mano de mi poder divino. Me sentía nerviosa y confundida. Tenía miedo de intentarlo y fracasar.
—Está bien—dijo Apolo—. Déjame.
Con un gesto de su mano, de repente mi vi ataviada con un vestido plateado hasta las rodillas—el que llevaban mis cazadoras— acompañado de unas sandalias con cordones hasta los muslos y una diadema en la cabeza.
—Gracias—dije.
Él asintió con la cabeza.
—Los demás están esperando en el salón del trono. ¿Estas lista?
Empecé a temblar, aunque no debería haber podido sentir frío.
"Los demas"
Me acordé del sueño del salón del trono: los demás dioses del Olimpo apostando por mi éxito o mi fracaso, me preguntaba cuanto dinero habían perdido.
¿Qué podía decirles? Ya no me sentía cómo una de ellos. Ya no era una de ellos.
—Enseguida—le dije a mi hermano—. ¿Te importa...?
Él pareció entenderlo.
—Claro. Les diré que ahora vienes—me besó suavemente la frente—. Estoy feliz de que hayas vuelo. Hermanita, aún no puedo creer que hayas echo esto por mí.
—Yo tampoco... pero creo que fue lo mejor, al menos para mí.
El se limpió una lagrima, destelló y desapareció.
Me levanté del sofá quitándome la sábana de encima y caminé hasta el borde del balcón.
Estudie mis brazos, tersos y claros, deseando otra vez haber conservado unas cuantas cicatrices. Me había ganado los cortes, los cardenales, las costillas rotas, los pies con ampollas.
Sabía que podría haberlos recreado solo con desearlo, y probablemente lo haría en un futuro cercano. Pero ese no era el momento.
No tenía deseos de estar allí, en el Olimpo, mi hogar que no era tal hogar.
Quería volver a ver a Percy. Quería sentarme junto a la fogata del Campamento Mestizo, o dar clases de tiro con arco en el Campamento Júpiter. Y más que nada, quería volver con mis cazadoras y disfrutar de la naturaleza.
Todo eso tendría que esperar, al menos un poco más.
Reajusté un poco mi apariencia: pasé de aparentar diecisiete años a tan solo doce, el amarillo plateado de mis ojos pasó a un gris plata, y mi cabello castaño rojizo se volvió negro.
Quería resaltar lo menos posible, recuperé la apariencia que usaba en la antigüedad, en las épocas en las que seguíamos en Grecia.
Respiré profundamente, me volví y salí de la habitación, esperando no llamar demasiado la atención.
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