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El botón del fin del mundo:


Después de inspeccionar la sala en un milisegundo, localicé a diez enemigos en distintos grados de preparación. En el rincón del fondo, cuatro germani se hallaban apretujados en un sofá deteriorado devorando comida china en recipientes para llevar. Tres técnicos estaban sentados en sillas giratorias manejando consolas de mando. Eran vigilantes de seguridad humanos, pero estaban demasiado concentrados en su trabajo como para suponer una amenaza inmediata. Un guardia mortal se encontraba Justo a mi lado, sorprendido de que yo acabase de cruzar la puerta que él estaba vigilando. Un segundo guardia se hallaba al otro lado de la sala, bloqueando la otra salida. Solo faltaba el jefe germanus, que estaba levantándose de su silla y desenvainando su espada.

Muchas preguntas me cruzaron la mente como relámpagos.

¿Qué veían los técnicos a través de la Niebla?

¿Cómo saldría de allí con vida?

¿Cómo podía sentarse cómodamente el Jefazo en esa silla giratoria llevando una espada?

¿Era pollo con limón lo que olía, y había suficiente para mí?

Tuve la ligera tentación de decir: "Habitación equivocada", cerrar la puerta y largarme por el pasillo. Pero como los técnicos acababan de recibir la orden de incendiar la ciudad, no era una opción.

—¡ALTO!—grité.

Los siguientes segundos fueron un caos absoluto.

Asesté un puñetazo con el arco en la cara del sujeto que tenía al lado. Si nunca te han pegado con un puño que sostiene un arco, no te lo recomiendo. La experiencia es similar a que te golpeen con un puño americano, solo que duele mucho más al arquero en los dedos. El Sujeto de la Puerta nº1 cayó redondo.

Al otro lado de la sala, Sujeto de la Puerta nº2 levantó su pistola y disparó. La bala echó chispas en la puerta junto a mi cabeza.

El sonido del disparo retumbó por toda la pequeña y cerrada habitación. Los técnicos se estremecieron y se taparon los oídos. Los envases de comida china para llevar de los germani volaron por los aires. Incluso el Jefazo se tambaleó mientras se levantaba de la silla.

Con los oídos zumbando, tensé el arco y disparé dos flechas a la vez: la primera arrebató la pistola de la mano al Sujeto de la Puerta nº2, y la segunda le inmovilizó la manga contra la pared.

Los técnicos volvieron a centrar su atención en los mandos. El contingente de devoradores de comida china trató de desencajarse del sofá. El Jefazo cargó contra mí empuñando la espada con las dos manos y apuntando directamente a mi bajo vientre.

—¡Ja, ja!

Intenté deslizarme por el suelo de espaldas, cual jugador de beisbol que s e lanza a una base. No contaba conque el suelo de la sala estaba enmoquetado.

Caí de espaldas y el Jefazo tropezó conmigo y se dio de bruces contra la pared.

Conseguí disparar un tiro: una flecha qué pasó rozando sobre el tablero de mandos del técnico más cercano y lo derribó de su silla por sorpresa. Me aparté rodando por el suelo cuando el Jefazo se volvió e intentó darme un espadazo. Como no tenía tiempo para colocar otra flecha en el arco, saqué una y se la clavé en la espinilla.

El Jefazo chilló. Me levanté con dificultad y me subí de un salto a la hilera de consolas de control.

—¡Atrás!—grité a los técnicos, haciendo todo lo posible por apuntar a los tres con una sola flecha.

Mientras tanto, los Cuatro de la Comida China manejaban torpemente sus espadas. El Sujeto de la Puerta nº2 se había soltado la manga de la pared y buscaba su pistola por todas partes.

Uno de los técnicos estiró el brazo para agarrar su arma.

—¡NO!

Disparé una flecha de advertencia y atravesé el asiento de su silla a un milímetro de su entrepierna. No quería hacer daño a infelices mortales (okey, tal vez sí un poco, pero solo un poquito), pero tenía que mantener a esos tipos alejados de los botones malos que destruirían Nueva York.

Coloqué tres flechas a la vez en el arco e hice lo que pude por mostrarme amenazante.

—¡Largo de aquí! ¡Vamos!

Los técnicos parecían tentados—después de todo, era una oferta muy justa—, pero por lo visto el miedo que yo les inspiraba no era tan Grande como el que les inspiraban los germani.

Chillando aún de dolor a causa de la flecha que le había clavado en la pierna, el Jefazo gritó:

—¡Haced vuestro trabajo!

Los técnicos se lanzaron hacia sus botones malos. Los cuatro germani cargaron contra mí.

—Lo siento, chicos... bueno, en realidad no.

Repartí las flechas y disparé a cada técnico en... "el pie", con lo que esperaba tenerlos distraídos suficiente tiempo para enfrentarme a los germani.

Reduje a polvo al bárbaro más próximo lanzándole una flecha al pecho, pero los otros tres seguían acercándose. Me situé en medio de ellos de un salto, desplegando el escudo de Percy de paso. Empecé a dar puñetazos con el arco, propiné golpes con el borde del escudo y di codazos como loca. Devolviendo el escudo a su forma de reloj y haciendo otro tiro de suerte, derribé a un segundo devorador de comida china, y a continuación logré alejarme el tiempo suficiente para lanzar una silla al Sujeto de la Puerta nº2, que acababa de localizar su pistola. Una de las patas metálicas lo dejó fuera de combate.

Quedaban dos germani manchados de pollo al limón. Mientras arremetían contra mí, corrí en medio de ellos con el arco en horizontal, al nivel de la cara, y le di un trompazo a cada uno en la nariz. Los germani retrocedieron tambaleándose mientras disparaba dos tiros más a bocajarro. No fue muy deportivo, pero fue efectivo. Los germani se desplomaron en montones de polvo y arroz pegajoso.

Me sentía victoriosa... hasta que alguien me golpeó en la coronilla. La sala se volvió de color rojo y morado. Caí a cuatro patas, rodé por el suelo para defenderme, y me encontré al Jefazo de pie junto a mí con la punta de su espada en mi cara.

—Basta—gruñó. Tenía la pierna empapada en sangre, y me flecha seguía atravesándole la espinilla como un accesorio de Halloween. Gritó a los técnicos—: ¡ENCENDED ESAS BOMBAS!

Intenté gritar, pero el Jefazo presionó con la punta de su espada contra mí cuello.

—Como digas una sola palabra, te cortaré las curdas vocales.

Pensé desesperadamente en más trucos a los que pudiera recurrir. Me había ido bien. No podía rendirme ahora. Pero tumbada en el suelo, exhausta, magullada y bullendo de adrenalina, me empezó a dar vueltas la cabeza. Comencé a ver doble. Dos Jefazos flotaban por encima de mí. Seis técnicos borrosos con flechas en los zapatos volvieron cojeando a sus tableros de mandos.

—¿A qué viene el retraso?—gritó el Jefazo.

—Lo-lo estamos intentando, señor—dijo uno de los técnicos—. Los mandos no... No recibo ninguna lectura.

Las dos caras borrosas del Jefazo me miraron con furia.

—Me alegro de que todavía no estés muerta. Porque pienso matarte despacio.

Curiosamente, me sentí eufórica. Es posible que incluso sonriese. ¿Había conseguido cortocircuitar los tableros de mandos cuando los había pisoteado? ¡Genial! ¡Puede que la palmase, pero había salvado Nueva York!

—Prueba apagarlo—dijo el segundo técnico—. Y luego volver a encenderlo.

Estaba claro que él era el experto en detección de problemas de la línea de asistencia para malotes.

El Técnico nº3 se arrastró por debajo de la mesa y hurgó entre los cables.

—¡No funcionará!—dije con voz ronca—. ¡Su plan malvado ha fracasado!

—No, ya está operativo— anunció el Técnico nº1—. Las lecturas son normales.—Se volvió hacia el Jefazo—. ¿Lo activo...?

—¿HACE FALTA QUE LO PREGUNTES?—rugió el Jefazo—. ¡HAZLO!

—No...—protesté.

El Jefazo presionó un poco más la punta de su espada contra mi garganta, pero no lo bastante para matarme. Por lo visto, hablaba en serio cuando decir que quería matarme despacio.

Los técnicos pulsaron sus botones malos. Se quedaron mirando expectantes los monitores de vídeo. Pronuncie una oración silenciosa esperando que el área metropolitana de Nueva York perdonase mi último y más estrepitoso fracaso.

Los técnicos siguieron toqueteando botones.

—Todo parece normal—dijo el Técnico nº1 en un tono de desconcierto que indicaba que no todo parecía normal.

—No veo que pase nada—repuso el Jefazo, hechando un vistazo a los monitores—. ¿Por qué no hay llamas? ¿Ni explosiones?

—No... no lo entiendo.—El Técnico nº2 aporreó su minutos—. El combustible no... No va a ninguna parte.

No pude evitarlo. Me dio la risa tonta.

El Jefazo me dio una patada en la cara. Me dolió tanto que no pude hacer nada que no fuera que reír más.

—¿Qué les has hecho a mis tanques de fuego?—preguntó—. ¿Qué has hecho?

—¿Yo?—dije carcajeándome. Notaba la nariz rota. Me borboteaba la sangre y los mocos—. ¡Nada!

Me reí de él. Era perfecto. La idea de morir allí, rodeada de comida china y bárbaros, me parecía absolutamente perfecta. O las máquinas del fin del mundo de Nerón habían funcionado mal por sí solas, o yo les había causado más desperfectos de lo que era consciente, o en algún lugar muy por debajo del edificio, algo había salido bien para variar y le debía a cada troglodita un sombrero nuevo.

La idea hizo que me echara a reír histérica, cosa que me dolió un montón.

El Jefazo escupió.

—Se acabó, te voy a matar.

Levantó la espada... y se quedó inmóvil. Palideció. Se le empezó a arrugar la piel. Se le cayó la barba pelo a pelo como agujas de pino muertas. Por último, la piel se le cayó a pedazos, junto con la ropa y la carne, hasta que no quedó más del Jefazo que un esqueleto blanqueado empuñando una espada entre sus manos huesudas.

Detrás de él, con la mano en el hombro del esqueleto, se hallaba Nico di Angelo.

—Eso está mejor—dijo Nico—. Y ahora retírate.

El esqueleto obedeció bajando la espada y apartándose de mí.

Los técnicos gimotearon aterrorizados. Eran mortales, de modo que no estoy segura de lo que creían haber visto, pero no era nada bueno.

Nico los miró.

—Huyan.

Se pegaron por obedecer. No podían correr muy bien con flechas clavadas en... "los pies", pero salieron por la puerta a toda prisa.

Nico me miró frunciendo el ceño.

—Te vez terrible.

Reí débilmente.

—¿Verdad que sí?

Mi sentido del humor no pareció tranquilizarle.

—Voy a llevarte con Percy—dijo.

—¿El chico sexy? ¡Hurra!

Nico me miró extremadamente confundido.

—Emmm, supongo—decidió—. El edificio entero es una zona de guerra, y todavía no hemos terminado nuestro trabajo... y, ¿qué te sucede?

Empecé a llorar.

Lo miré a los ojos.

—Te pido perdón, Nico di Angelo.

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