Vida salvaje y especies en peligro de extinción con Artemisa.
Ya volví de vacunarme, aparte de dolor de cabeza, molestias en el brazo y un inexplicable deseo de servir a la Madre Rusia, creo que estoy bien.
Bueno, ya enserio. Todo está en orden, me duelo bastante el brazo en donde me inyectaron y me palpita la cabeza, pero eso es relativamente normal cuando te inyectan.
En un rato subo el capituló extra que les prometí.
La señal del emperador era bastante fácil de ver:
ADOPTE UNA CARRETERA
LOS SIGUIENTES OCHO KILÓMETROS ESTÁN PATROCINADOS POR TERRENOS TRIUNVIRATO.
Puede que Cómodo y sus amigos fueran unos asesinos sedientos de poder que estaban empeñados en dominar el mundo, pero por lo menos se preocupaban por limpiar la basura.
Una cerca de alambre de púas recorría la orilla. Detrás de ella había más campo sin nada de particular: unas cuantas hileras de árboles y matorrales, pero sobre todo praderas onduladas. A la luz previa al amanecer, el rocío despedía un manto de vapor sobre la hierba. A lo lejos, detrás de un grupo de almacenes, pastaban dos grandes animales. No podía distinguir su forma exacta. Parecían vacas, pero dudaba que lo fueran. No vi a ningún guardián, eliminable o no, cosa que no me tranquilizó en lo más mínimo.
—Bueno—le dije a Percy—. ¿Vamos?
Nos echamos las provisiones a los hombros y bajamos del Mercedes.
Percy se quitó la chamarra y la colocó sobre el alambre de púas. Aunque la flecha me había indicado que saltáramos, solo conseguimos dar un tambaleante paso de gigante. Nos sujetamos el alambre de púas de arriba mutuamente y pasamos el obstáculo.
Cruzamos sigilosamente el campo en dirección a los dos animales que pastaban.
Yo sudaba excesivamente. El aire frío de la mañana se condensaba en mi piel y me hacía sentir como si me estuvieran bañando en sopa fría.
Nos agachamos detrás de los almacenes, a menos de diez metros de los animales. El alba teñía el horizonte de rojo.
No sabía de cuánto margen de tiempo disponíamos para entrar en la caverna. Cuando el espíritu de Trofonio dijo "amanecer" no fue muy especifico. ¿Cuando sale el sol? ¿Mientras está saliendo? En cualquier caso, teníamos que darnos prisa.
Percy empezó a moverse lentamente de lado buscando una vista despejada alrededor de los arbustos cuando una de las criaturas levantó la cabeza lo justo para que yo viera fugazmente sus cuernos.
Contuve un grito. Agarré a Percy de la muñeca y lo puse otra vez a cubierto detrás de los almacenes.
—Quédate muy quieto—susurré—. Esos son yales.
El miró en dirección a los animales.
—¿No es una universidad?
—Si—murmuré—. Y uno de los símbolos de la Universidad se Yale's es el yale, pero eso no importa. Los romanos los conocían como cantícoras. Son extremadamente letales. Les atraen los movimientos bruscos y los ruidos fuertes.
Hacia tantos años que no estaba tan cerca de ellos, no podía permitir que esos animales tuvieran ningún tipo de interacción con nadie. Era demasiado peligroso para los propios yales, estaba bastante preocupada en ese momento.
Parecían yaks gigantes más que vacas. Su cuerpo estaba cubierto de un pelo café enmarañado con manchas amarillas, mientras que el pelo de su cabeza era totalmente amarillo. Una crin de caballo les caía por el pescuezo. Su cola peluda era más larga que mi brazo, y sus grandes ojos color ámbar... Oh, dioses. Eran adorables. (Aunque según Apolo todos los animales se me hacen adorables, yo creo que el es puto)
Los rasgos más destacables de los yales eran sus cuernos: dos brillantes lanzas blancas de hueso estirado, absurdamente largas para la cabeza de la criatura. Había visto esos cuernos en acción, hace miles de años. Todavía me acordaba de los gritos de esos guerreros... unos animales asombrosos sin duda.
—¿Que hacemos?—susurró Percy—. ¿Matarlos o...
—No, no podemos matar yales.
—Entiendo—una pequeña pausa—. Solo para saber ¿por qué no?
—Los yales están en la lista de monstruos en peligro de extinción.
—¿Eso existe?
—Sí, es muy real. Pongo mucho cuidado en controlar la situación ¿sabes? Cuando los monstruos empiezan a desaparecer de la memoria colectiva de los mortales, se regeneran con cada vez menos frecuencia en el Tártaro. ¡Tenemos que dejar que se reproduzcan y repueblen!
Claramente Percy ya había entendido, pero ¿que puedo decir? A veces me pierdo mientras hablo de la naturaleza.
—Es como cuando en Sicilia se propuso construir un templo a tu padre, al final tuvo que ser trasladado porque se descubrió que el terreno estaba cerca de la zona de nidificación de una hidra de vientre rojo.
Percy estiro una mano hacia mi y luego la retrajo como pensando en que decir.
—Esto... Artemisa. Solo tengo diecisiete.
Cierto, había olvidado que este chico se había perdido prácticamente todos los eventos importantes de la historia de la humanidad, exceptuando el regreso de los titanes y Gaia, claro está.
—De todas formas—proseguí—, los yales son mucho más raros que las hidras de vientre rojo. No sé dónde encontró Cómodo a éstos, pero créeme que si alguien llegara a matar a uno... no tienes idea de la cantidad de maldiciones y torturas que tengo única y especialmente para esos casos.
Percy volvió a contemplar a los animales peludos que pastaban tranquilamente en el prado.
—Arty, ya entendí, ahora ¿qué hacemos?
El viento cambió de dirección. Eso era un problema. Los yales tenían un magnífico sentido del olfato.
La pareja levantó su cabeza a la vez y volvió sus bonitos ojos dolor ámbar en dirección a nosotros. El yale macho bramó; un sonido como el de una sirena de niebla haciendo gárgaras con elixir bucal.
A continuación los dos monstruos nos embistieron.
Había tantos datos interesantes más que comentar sobre los yales. (Si no hubiera estado apunto de morir, podría haber hecho de narradora de un documental.) Para tratarse de unos animales tan grandes y pesados, tenían una velocidad impresionante de sesenta y cinco kilómetros por hora.
¡Y qué cuernos! Cuando los yales atacan, sus cuernos giraban como las lanzas de unos caballeros medievales, que eran aficionados a poner esas criaturas en sus escudos heráldicos. Los cuernos también daban vueltas, y sus estrías afiladas se movían en espiral para perforar mejor los cuerpos de sus víctimas.
Ojalá hubiera podido grabar un video con esos majestuosos animales. Pero si alguna vez te han atacado dos yaks peludos y moteados con lanzas dobles eh la cabeza, sabrás que manejar la cámara en esas circunstancias es difícil.
Percy me empujó y me apartó de la trayectoria de los yales mientras corrían entre los almacenes. El cuerno izquierdo del macho me rozó el muslo y me hizo sangrar.
—¡A los árboles!—gritó Percy.
Me tomó de la mano y tiró de mi hacia la hilera de robles más próxima. Afortunadamente, los yales no eran rápidos girando como si lo eran embistiendo. Las criaturas describieron un amplio arco al galope mientras Percy y yo nos cubríamos.
—Artemisa, ¡reacciona, por favor!
Me sacudí la cabeza.
—Lo siento, es que esos animales... son increíbles.
—Ya lo veo—contestó Percy—. Pero esos increíbles animales nos están intentando matar, tiene que haber alguna manera de detenerlos sin hacerles daño.
No quería ni siquiera intentar atacarlos, pero Percy tenía razón en que teníamos que hacer algo.
Los animales redujeron el paso a medida que se acercaban. Probablemente no sabían cómo matarnos estando nosotros entre los árboles. Los yales eran agresivos, pero no eran cazadores. No empleaban maniobras sofisticadas para arrinconar y vencer a sus víctimas. Si alguien entraba en su territorio, simplemente lo atacaban. Los intrusos morían o escapaban. Problema resuelto. No estaban acostumbrados a los invasores que se hacían los escurridizos.
Rodeamos poco a poco los robles, procurando mantenernos enfrente de los animales.
Conforme cambiábamos de perspectiva, vi algo a unos treinta metros de los animales: un grupo de rocas entre la alta hierba. No eran nada del otro mundo, pero mi fino oído captó el sonido de un chorro de agua.
Percy señaló en esa misma dirección.
—Siento agua por allí—dijo—pero... no lo sé, se siente diferente.
Asentí.
—La entrada de la cueva debe de estar allí, ¿tienes alguna idea de cómo llegar?
Percy observó a los animales.
—¿Cuánto pesan esos harvards?
Estaba apunto de corregirlo cuando entendí el chiste.
—En promedio pueden llegar a pesar hasta dos toneladas.
Percy hizo una mueca.
—Okey, esto será duro. Prepárate.
—¿Para qué?
—En realidad, un poco de todo.
Percy tomó todas las conchas marinas fosilizadas que le quedaban en su bandolera, alargó las manos. Un enorme torrente se formó frente a mí. Con una maestría que jamás había visto, el agua se extendió en cables envolviendo las patas de los animales y sosteniendo sus cuerpos, luego con dificultad alcanzó su bandolera y se la arrancó del cuerpo.
—Lanz...lánzala, congela el agua—me pidió.
Entendí lo que quería hacer, tomé la bandolera y la arrojé hacia el agua. El mecanismo de congelación mágico entró en funcionamiento, tal vez demasiado bien. La bandolera explotó en un cubo de hielo que se extendió por toda el agua, convirtiendo los chorros de agua en una fuerte jaula de barras de hielo. Las criaturas se retorcían y bramaban como sirenas de niebla haciendo gárgaras, pero el hielo resistía.
Percy:
Adiós bandolera, que la fuerza te acompañe.
Artemisa:
—Vamos...—dijo Percy con esfuerzo.
Ayude a Percy a moverse. El daba traspiés, con la cara reluciente de sudor. Estaba consumiendo todas sus fuerzas para detener a los yales. Los animales forcejeaban y hacían girar sus cuernos, destrozando el hielo allí donde impactaban.
—¿Cómo lo...?
—Puedo mantener el agua junta y el la misma temperatura, aunque aún no logró descubrir cómo calentarla o enfriarla a voluntad.
Llegamos al montón de rocas.
Como había sospechado, dos manantiales borboteaban de unas fisuras situadas una al lado de la otra en la cara de una roca, como si Poseidón hubiera pasado y hubiera agrietado la piedra con su tridente: "Quiero agua caliente aquí, y agua fría aquí". En un manantial burbujeaba agua blanca diluida del color de la leche desnatada. El otro era negro como tinta de calamar. Los dos manantiales se juntaban en un riachuelo musgoso antes de salpicar contra el suelo enlodado.
Más allá de los manantiales, una grieta zigzagueaba entre las rocas más grandes: un corte en el suelo de tres metros de ancho que no dejaba lugar a dudas sobre la presencia del sistema de cavernas que se ocultaba debajo. En el borde de la sima había un rollo de cuerda atado a un tubo de hierro.
Percy se quedó plantado débilmente cerca de mí.
—Deprisa—dijo con voz entrecortada—. ¿Qué teníamos que hacer
Detrás de él, los yales destripaban poco a poco sus ataduras de hielo.
—Tenemos que beber—le dije—. Mnemósine, la Fuente de la Memoria, es negra. Lete, la Fuente del Olvido, es blanca. Si bebemos de las dos al mismo tiempo, supongo que se contrarrestarán una a la otra y nos prepararán mentalmente.
—Solo hazlo—la cara de Percy estaba ahora blanca como las aguas de Lete—. Tú bebe, luego te alcanzó.
Ahuequé la mano en el agua de Mnemósine y la otra en el agua de Lete. Bebí de un trago de las dos aguas al mismo tiempo. No tenían sabor, sólo un frío intenso y entumecedor, de ese que hace tanto daño que no notas el dolor hasta mucho más tarde.
El cerebro me empezó a dar vueltas y a girar en espiral como un cuerno de yale. Mis pies parecían globos de helio. Percy se peleaba con la cuerda, tratando de rodearme la cintura con ella. Por algún motivo, me resultaba graciosísimo.
—Te toca—dije riendo tontamente—. ¡Hasta el fondo!
Percy frunció el ceño.
—Artemisa, ¿estas bien?
—¡Tontorrón! Si no te preparas para el Oráculo... no lo sé, pero creo que será malo.
En el prado, los yales se liberaron y lanzaron trozos de hielo en todas direcciones.
—¡No hay tiempo! Lo siento—Percy rodeo mi cuerpo protectoramente y saltamos juntos al vacío.
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