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La Estación de Paso destruida.


Recuerdo muy poco del viaje de vuelta.

De algún modo Blackjack se las ingenió para subirnos a Percy y a mi sobre su lomo, salir galopando de la caverna y volar hasta Indianápolis mientras Percy murmuraba y tiritaba y yo gemía en el lomo del caballo. Todo sin que nos cayéramos.

Cuando recobre más o menos el conocimiento, sobrevolábamos el perímetro urbano.

El antebrazo aún me dolía como el infierno, me arriesgué a tomar un poco más de la cuenta de agua de luna, noté el brazo mejor; todavía me dolía, pero ya no era insoportable.

Decidí que lo mejor era aterrizar a cierta distancia de la estación en caso de que los enemigos nos vieran llegar y nos derribaran en pleno vuelo.

Aterrizamos en Capital Street. Delante de nosotros, la carretera estaba bloqueada por patrullas. Grandes letreros rojos en caballetes anunciaban: EMERGENCIA POR FUGA DE GAS. GRACIAS POR SU PACIENCIA.

Una fuga de gas. Leo Valdez había acertado. Suponiendo que aún siguiera vivo, no habría quien lo aguantara durante semanas.

Unas manzanas más allá de las barricadas, una columna de humo negro se elevaba desde la ubicación aproximada de la Estación de Paso. Revisé la posición del sol. Habíamos estado fuera alrededor de cuatro horas. Parecía que hubiera pasado una vida entera: una vida divina entera.

Escudriñé el cielo. No vi ningún tranquilizante dragón de bronce que volara en lo alto, ni grifos servíciales que defendieran su nido. Si la Estación de Paso había caído... No, tenía que pensar de forma positiva. No quería atraer más enjambres de abejas fantasma por hoy.

—Blackjack—dije—. Necesito que te quedes con Percy, por favor. Protégelo cueste lo que cueste.

El relincho de acuerdo.

—Tengo que ir a ver cómo están todos en la Estación de Paso—seguí—si no vuelvo...—no podía pronunciar las palabras—, tendrás que buscar el Trono de la Memoria. La única forma de curar la mente de Percy es llevarlo hasta esa silla.

Pero si la batalla había terminado y el Trono de la Memoria había sido arrebatado o destruido... No. ¡Esa forma de pensar era polen para las abejas oscuras!

—Tu... cuida de él—rogué.

Desmonte y vomité valientemente en la banqueta. Luces danzaron frente a mis ojos. Enfile la calle cojeado, con el brazo medio roto, y la ropa húmeda que olía a guano de murciélago y excrementos de serpiente. No era la entrada más gloriosa de mi vida.

Nadie me detuvo en las barricadas. Los agentes de servicio (mortales corrientes, supuse) parecían más interesados en las pantallas de sus dispositivos que en el humo que se elevaba detrás de ellos. Tal vez la Niebla ocultaba la verdadera situación. Tal vez pensaban que si una vagabunda andrajosa quería acercarse a un edificio que había sufrido una fuga de gas, ellos no iban a impedírselo. O tal vez estaban enfrascados en una épica batalla de incursión de Pokémon Go.

Una vez que hube recorrido una manzana dentro de la zona acordonada, vi la primera excavadora incendiada. Sospechaba que había pasado por encima de una mina terrestre modificada por Leo Valdez, ya que además de estar medio demolida y en llamas, también estaba salpicada de calcomanías de caritas sonrientes y pegotes de crema batida.

Apreté El Paso renqueando. Vi más excavadoras inutilizadas, escombros desperdigados, coches destruidos y montones de polvo de monstruo, pero ningún cadáver, eso me animó un poco. A la vuelta de la esquina de la rotonda de Unión Station, oí unas espadas entrechocando más adelante... luego un disparo y algo que sonó como un trueno.

Nunca me había alegrado tanto de oír una batalla empezada. Eso significaba que no todo el mundo había muerto.

Corrí. Mis piernas cansadas protestaron. Cada vez que mis tenis tocaban el suelo, un molesto dolor me subía por el antebrazo.

Doblé la esquina y me encontré en pleno combate. Hacia mí corría un semidiós guerrero con una mirada asesina: un adolescente que no había visto en mi vida, vestido con una armadura de estilo romano sobre su ropa de calle. Afortunadamente, ya había recibido una buena tunda. Tenía los ojos tan hinchados que casi estaban cerrados. Su peto de bronce estaba abollado como un techo de lámina después de una granizada. Apenas podía sostener su espada. Yo no me encontraba en mucho mejor estado, pero la ira y la desesperación me impulsaban. Conseguí agacharme para esquivar un ataque, tomé un pedazo grande de cemento que se había desprendido del piso por la batalla y le asesté un golpe al semidiós en la cara.

Se desplomó a mis pies.

Me sentí bastante orgullosa de mi misma, ni siquiera estando medio muerta y con un brazo roto podían conmigo.

En medio de la rotonda, encima de la fuente y rodeado de cíclopes, Olujime blandía una espada de bronce que parecía un palo de hockey el doble de ancho de lo normal. Con cada golpe, lanzaba rayos de electricidad chisporroteantes que recorrían a sus enemigos. Cada espadazo desintegraba a un cíclope.

Sin embargo me llamó la atención que esa electricidad era distinta a la de Zeus: tenía un aroma a ozono más húmedo, y los destellos eran de un tono más bien rojo oscuro. Lamentablemente no recordaba la magia o deidad de donde salían esos poderes.

Al otro lado de la rotonda protegían batallas más pequeñas aquí y allá. Los defensores de la Estación de Paso parecían haberse impuesto. Cazadora saltaba de enemigo en enemigo, abatiendo sin problemas blemias, guerreros con cabeza de lobo y centauros salvajes. Tenía la capacidad asombrosa de disparar en movimiento, evitar contraataques y apuntar a las rótulas de sus víctimas. Después de todo, incluso antes de que le diera mi bendición para hacerla cazadora, ella ya era una increíble arquera.

En el autoservicio del hotel, Sssssarah, la dracaena, se hallaba sentada apoyada contra un buzón, con las colas enroscadas a su alrededor y el cuello hinchado como un balón de basquetbol. Corrí en su auxilio, temiendo que estuviera herida. Entonces me di cuenta de que el bulto de su garganta tenía forma de casco de guerra galo. Su pecho y barriga también estaban bastante hinchados.

Me sonrió perezosamente.

—¿Qué passsssa?

—Sssssarah—dije—, ¿te tragaste a un germanus entero?

—No—la dracaena eructó. Olía decididamente a bárbaro—. Bueno, esssss posssssible.

—¿Donde están los demás?—me agaché cuando una flecha de plata pasó volando por encima de mi cabeza e hizo añicos el parabrisas de un Subaru cercano—. ¿Dónde está Cómodo?

Sssssarah señaló a la Estación de Paso.

—Allí adentro, creo. Ssssse abrió camino en el edificio matando.

No parecía demasiado preocupada, probablemente porque estaba saciada y adormilada. La columna de humo oscuro que había visto antes salía de un agujero en el tejado de la Estación de Paso. Y lo más inquietante, sobre las rejas se hallaba tirada el ala de bronce arrancada de un dragón como una parte de un insecto pegada en una tira matamoscas.

Habían volado las puertas principales del edificio. Entré corriendo y pasé por delante de montones de Polvo de monstruo y ladrillos, trozos de muebles en llamas y un centauro colgado boca abajo que daba patadas y relincha a en una red.

En una escalera, una de mis cazadoras estaba herida y gemía de dolor mientras una de sus hermanas la vendaba la pierna ensangrentada. Pocos metros más adelante, un semidiós que no reconocí yacía inmóvil en el suelo: un chico de dieciséis años, muerto.

Corrí por más pasillos, confiando en que la Estación de Paso me llevara en la dirección correcta. Irrumpí en la biblioteca donde había estado la noche anterior. La escena que encontré dentro me impactó como la explosión de mil bombas armadas por blemias.

Tumbado sobre la mesa reposaba el cuerpo de un grifo. Corrí a su lado sollozando de horror. Heloise tenía el ala izquierda plegada sobre el cuerpo como un sudario. Su cabeza estaba torcida en un ángulo antinatural. En el suelo, a su alrededor, había montones de armas rotas, armaduras abolladas y polvo de monstruos. Había muerto luchando contra un ejército de enemigos... pero había muerto.

Me ardían los ojos. Sostuve su cabeza contra mi pecho, aspirando el olor puro a heno y plumas de muda.

¿Donde se encontraba Abelard?¿Estaba a salvo su huevo? No sabía qué idea era más terrible: que la familia de grifos entera hubiera muerto o que el padre y el pollito de grifo se vieran obligados a vivir con la pérdida de Heloise.

Le acaricié el pico. El duelo tendría que esperar. Otros amigos podrían necesitar su ayuda.

Ascendí por una escalera con renovadas energías subiendo los escalones de dos en dos.

Crucé una serie de puertas como un vendaval y entré en el salón principal.

En el lugar se respiraba una inquietante serenidad. Por el agujero del techo salían nubes de humo procedentes del desván, donde se hallaba, inexplicablemente, el chasis quemado de una excavadora alojado con el hocico hacia abajo. El nido de Heloise y Abelard parecía intacto, pero no había rastro del grifo macho ni del huevo. Tirados en el suelo en el taller de Josephine, se encontraban la cabeza y el cuello cortado de Festo, con sus ojos rubíes apagados y sin vida. El resto de su cuerpo no se veía por ninguna parte.

Los sofás estaban destrozados y volcados. Los utensilios de cocina habían sido acribíllalos a balazos. El alcance de los daños era desolador.

Pero el problema más grave era el enfrentamiento que estaba teniendo lugar alrededor de la mesa del comedor.

En el lado más próximo a mí se hallaban Josephine, Calipso, Litierses y Thalia. Esta última tenía el arco en ríete. Litierses blandía su espada. Calipso levantaba las manos desnudas, y Josephine sostenía su metralleta, la Pequeña Bertha.

En el otro lado de la mesa se encontraba el mismísimo Cómodo, que sonreía a pesar del corte diagonal que le sangraba en la cara. Una armadura de oro imperial brillaba sobre su túnica morada. Sujetaba su arma, una spatha de oro, de forma despreocupada a un lado.

A cada lado del emperador había un guardaespaldas germanus. El bárbaro de su derecha inmovilizaba con un brazo el cuello de Emmie y con la otra mano presionaba una pistola ballesta contra su cabeza. Georgina estaba con su madre, y Emmie abrazaba fuertemente a la niña contra su pecho. Por desgracia parecía que la niña se había recuperado del todo sólo para enfrentarse a un nuevo horror.

A la izquierda de Cómodo, un segundo germanus tenía a Leo Valdez como rehén en una postura parecida.

Apreté los puños.

—¡Suéltalos, Cómodo!

—¡Hola, Diana!—Cómodo sonrió—. ¡Llegas justo a tiempo para la diversión!

...

Sí, subí un capítulo doble, sucede que dentro de una semana (a partir del jueves siguiente) estaré bastante ocupado y no podré subir capítulos por un par de días, así que estoy adelantando un poco todo para acabar con el libro antes de eso (más o menos el miércoles) y regresar ya sea el domingo 18 o el lunes 19 con el siguiente libro.

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