Conduzco un tren verde.
He de decir, que huir en cámara lenta no era parte de mi plan.
Los tres nos subimos al asiento del maquinista, en el que apenas cabía una persona, y nos hicimos lugar a empujones mientras pisábamos pedales y girábamos palancas al azar.
A muy duras penas logré encontrar el interruptor de encendido. El tren se puso en movimiento dando tumbos. Sin embargo el tren avanzaba a unos impresionantes medio kilómetro por día.
—¿Esa es la velocidad máxima?— preguntó Percy—. ¡Denle a más palancas!
Detrás de nosotros, debajo de los restos del tejado, sonó un enorme ¡GRRR! La hiedra tembló mientras Litierses trataba de abrirse pasó.
Media docena de germani apareció al fondo del andén. Los guardaespaldas miraron la chillona masa de restos de tejado y luego nos miraron a nosotros, que nos alejábamos haciendo "chu-chu". En lugar de perseguirnos, empezaron a apartar las vigas y las enredaderas para liberar a su jefe. Considerando la velocidad a la que nosotros avanzábamos, debían de pensar que tendrían tiempo de sobra para venir a buscarnos.
Calipso observó los mandos apresuradamente.
—Prueba el pedal azul.
—¡El azul siempre es la solución!— dijo Percy decidido.
El lo pisó. Salimos disparados hacia delante al triple de la velocidad a la que íbamos, con lo que nuestros enemigos ahora tendrían que trotar a paso moderado para alcanzarnos.
La vía formó una curva mientras seguíamos acelerando, con las ruedas chirriando contra el riel exterior. La estación desapareció detrás de una hilera de árboles. A nuestra izquierda, el terreno se abrió y dejó ver los traseros de un Pat de elefantes africanos que hurgaban en un montón de heno. Su cuidador frunció el ceño cuando pasamos por delante.
—¡Ey!— gritó—¡Ey!
Percy lo saludó con la mano.
—¡Buenos días!
Acto seguido desaparecimos. Los vagones se sacudían de forma peligrosa a medida que acelerábamos. Me castañeteaban los dientes. Más adelante, casi oculto tras una pantalla de bambú, había un cruce en la vía señalando con un letrero en latín: BONUM EFFERCIO.
—¡Allí!— grité—. ¡"La buena materia"! ¡Tenemos que girar a la izquierda!
Calipso miró la consola entornando los ojos.
—¿Como?
—Debería haber un interruptor—dije—. Algo que controle el cruce.
Entonces lo vi, no en la consola, sino delante de nosotros a un lado de la vía: una anticuada palanca de mano. No había tiempo para parar el tren, adelantarse y activar manualmente el interruptor.
—¡Percy, atrapa!— le lancé los bocaditos y me descolgué el arco. Preparé una flecha.
En el pasado podría haber echo ese tiro con las manos atadas y ojos cerrados. Ahora me resultaba casi imposible: tenía que disparar desde un tren en movimiento e intentar dar en un punto donde el impacto concentrado de una flecha tuviera las máximas posibilidades de activar el interruptor.
Apunté, respiré profundamente y solté el aire.
Disparé. La flecha chocó contra la palanca y la empujó hacia atrás. Los espadines con las agujas se movieron. Entramos en la línea auxiliar de derivación dando sacudidas.
—¡Agáchense!— gritó Calipso.
Atravesamos el bambú y nos metimos a toda velocidad en un túnel con la anchura justa para el tren. Lamentablemente, íbamos demasiado deprisa. El chu-chu se ladeó y empezó a echar chispas contra la pared. Cuando salimod por la otra boca del túnel, estábamos totalmente desequilibrados,
El tren rechinó y se ladeó: una sensación que odiaba, la conocía perfectamente de tener que hacer virar el carro lunar para esquivar a algún dragón celestial chino. (Esas cosas eran una lata.)
—¡Salgan!— derribé a Percy y a Calipso y salté por el lado derecho del tren mientras la fila de vagones se volcaba hacia la izquierda y se descarrilaba emitiendo un sonido parecido al de un ejercito con armaduras de bronce al ser aplastado por un puño gigante. (Cualquier dios que no halla echo eso no tuvo infancia)
Cuando me di cuenta estaba a gatas, con la oreja pegada al suelo como si estuviera atenta por si oía una manada de búfalos.
—Artemisa— Calipso me ayudó a levantarme— ¿estas bien?
Asentí débilmente.
Sentía la cabeza a punto de explotar, como si fuera varias veces más grande de lo normal, pero parecía que no tenía ningún hueso roto. A Calipso se le había soltado el pelo sobre los hombros. Su chamarra plateada estaba manchada de polvo, arena y grava. Por lo demás, parecía intacta. Quizá nuestras antiguas constituciones divinas nos habían salvado de los daños.
Percy estaba echado cerca de mi agarrándose la cabeza, el tomó una concha fosilizada de su bandolera e hizo brotar un pequeño chorro de agua de ella, con el que se empapó la cara para recuperar un poco las energías.
Nos habíamos estrellado en medio de un ruedo. El tren yacía enroscado sobre la grava como una oruga muerta, a escasos metros de donde terminaba la vía. El perímetro estaba rodeado de recintos de animales: muros de acrílico enmarcados en piedra. Encima de ellos había tres gradas de asientos de estadio. Sobre la parte superior del anfiteatro se extendía un manto de redes de camuflaje, puestas allí para evitar que las criaturas aladas se fueran volando.
Por el suelo del ruedo había cadenas con grilletes sujetas a postes clavados en la tierra. Cerca había un bastidor con instrumentos de aspecto siniestro: picanas eléctricas, pértigas con lazo, látigos y arpones.
Se me hizo un nudo en la garganta, incluso como mortal, podía sentir como mis dominios eran pisoteados en ese lugar.
—Es un complejo de adiestramiento—dije—. Odio estos sitios. Están preparando a esos animales para los juegos.
—¿"Preparando"?— Calipso miró los bastidores de armas con el ceño fruncido—. ¿Como, exactamente?
—Los enfurecen— dije—. Los acosan. Les hacen pasar hambre. Los adiestran para matar cualquier cosa que se mueva.
Percy soltó un gruñido. Se volvió hacia el redil más próximo.
—¿Qué les hicieron a esas avestruces?
A través del acrílico, cuatro aves de esa especie nos miraban finamente sacudiendo las cabezas de lado, acometidas por una serie de ataques. Habían sido equipados con collares con tachuelas de hierro en el pescuezo, cascos de guerra con espinas y ala,ver de púas enrollado como luces de Navidad alrededor de las patas. El ave más cercana intentó morderme y mostró unos puntiagudos dientes de acero que habían sido introducidos en su pico.
—Supongo que estas son las avestruces de combate...
Me sentía como si dentro de mi pecho se desplomara un tejado. La situación de esos animales... sentía yo misma su dolor, al menos por empatía.
—Los Romanos siempre disfrutaron de esos espectáculos, masacrar animales salvajes solo por espectáculo, y se atrevían en llamar salvajes a los griegos.
Esa era una de las cosas en las que siempre estaba de acuerdo ya sea como Diana o como Artemisa.
La cara de Calipso se tiñó de amarillo.
—¿Van a matar a todos estos animales?
No contesté. Pasamos al siguiente recinto. Un gran toro rojo se paseaba inquieto; sus cuernos y pezuñas emitían un brillo metálico.
—Un toro etíope—dije—. Su piel es inmune a cualquier metal. Similar al León de Nemea, sólo que más grande y... rojo.
Pasamos frente a varias celdas más: un grupo de serpientes aladas árabes, un caballo carnívoro escupe fuego. Percy se quedó parado frente al equino.
—Este es mucho más violento que el resto de su especie, y eso es mucho decir, pero su tono... es como si todo fuera fingido, esta tan asustado como cualquiera en su posición.
Yo no sabía hablar equino de manera natural, así que no podía notar ninguna cosa en su tono de voz, pero supuse que Percy sabría de caballos.
Calipso se quedó inmóvil frente a una ventana.
—Aquí.
Detrás del cristal estaban los grifos. Un par de especímenes magníficos.
A lo largo de los siglos, con la desaparición de sus hábitats naturales, los grifos salvajes se habían convertido en criaturas escuálidas, más pequeñas y más combativas que en la antigüedad. Hubo pocos grifos lo bastante grandes como para soportar el peso de un jinete humano.
Sin embargo, el macho y la hembra situados delante de nosotros eran del tamaño de leones. Su pelaje café claro brillaba como una cota de malla de cobre. Sus alas de color rojizo se plegaban majestuosamente sobre sus lomos. Sus cabezas aguileñas estaban erizadas de plumaje dorado y blanco. Definitivamente, especímenes de primera.
Afortunadamente, no vi rastro de que los animales hubieran sido maltratados. No obstante, los dos estaban encadenados por las patas traseras. Los grifos se ponen muy violentos cuando se les encierra o restringe de alguna manera. En cuanto al macho, Abelard, nos vio, se puso a chasquear y graznar batiendo las alas. Clavó las garras en la arena e hizo esfuerzos para soltarse de sus grilletes, tratando de alcanzarnos.
La hembra retrocedió a las sombras emitiendo un grave sonido de borboteo, como el gruñido de un perro amenazado. Se balanceaba de un lado a otro, con la barriga muy cerca del suelo como si...
—Dioses— temí que mi corazón de mortal estallara—. Con razón Britomartis tenía tantas prisas por recuperarlos.
Calipso parecía embelesada con los animales. Con cierta dificultad, se centró en mi.
—¿Qué quieres decir?
—La hembra lleva un huevo dentro. Necesita anidar inmediatamente. Si no la llevamos a la Estación de Paso...
Las expresiones de mis acompañantes eran agudas, agresivas, decididas y sombrías.
—¿Heloise podrá salir de aquí volando?
—Sin duda, le será extremadamente fatigoso, no lo recomiendo en lo absoluto, pero podrá llegar de aquí a la estación incluso con uno o dos jinetes, es bastante fuerte.—señalé las redes que había encima del ruedo—. Ésa es la vía de salida más rápida, suponiendo que podamos desatar a los grifos y quitar la red. Pero primero, tenemos que ganarnos su confianza, en este momento están encadenados, encerrados, y esperando una cría, estarán muy inquietos y agresivos.
Percy le pasó los bocaditos a Calipso.
—Si yo fuera un emperador malvado con problemas con la naturaleza, tendría los controles de las celdas junto a mi trono, y ese sería la silla más acolchada y con mejor vista del lugar— señaló al asiento que seguramente estaba destinado para el emperador— ya vuelvo.
Después de unos segundos Percy llego donde el aviento y analizó lo que parecía un tablero de botones.
—Aquí doce "GRIFOS", ¿están listas?
Calipso se colocó junto a mi frente a la jaula de los grifos.
—¿Que se considera "estar lista" en una situación cómo está?
Percy presionó el interruptor. La pantalla de acrílico de los grifos cayó con un sonoro "ca-chanc" y desapareció en una ranura a través del umbral.
Percy se reunió con nosotros mientras los grifos nos veían indecisos, alterados por mi aura natural como ex-diosa de los animales salvajes.
Tomé los bocaditos de papa de las manos de calipso y me acerqué a los grifos lentamente, encargándome de no actuar como una amenaza. Intenté establecer la conexión que había logrado en el pasado con la reina de los mirmekes, sin embargo no dio resultado. Al menos no con Abelard, pero con Heloise resultó mejor, probablemente por que como antigua diosa del parto podía conectar mejor con esa criatura embarazada.
Me acerqué procurando mantener su atención en mi, a mi mente llegó toda la información sobre los grifos y su comportamiento, me las arreglé para que mis gestos y lenguaje corporal les transmitiera el mensaje de que yo era una aliada no un peligro.
Mientras distraía a los grifos, calmándolos lentamente, Calipso se acercó lentamente y con su pasador empezó a trabajar en los grilletes de los grifos, logrando liberarlos.
Percy se quedó atrás intentando parecer lo menos amenazante posible hacia los animales.
Luego, vacíe la mitad del paquete de bocaditos de papa en las manos de Calipso.
Ofrecí la otra mitad de bocaditos de papa dorados a Abelard, el se aseguraría de que era totalmente seguro antes de que Heloise se arriesgara. El grifo avanzó y los olfateó. Cuando abrió el pico, metí la mano y pegue los bocaditos a su lengua cálida. La criatura se esperó a que yo sacara la mano antes de tragar el aperitivo.
El grifo erizó las plumas de su pescuezo y se volvió para graznar a Heloise, invitándola a probar.
Calipso dio de comer sus bocaditos a Heloise. El grifo hembra rozó a la hechicera con la cabeza en una clara señal de afecto.
Percy dio un paso al frente con cuidado. Sin embargo, Abelard se puso en guardia instantáneamente.
Tomé a Percy por la manga y lo acerqué a mi, en un gesto que indicaba a los grifos que el era parte de nuestro grupo.
Abelard se relajó y permitió que Percy le sobara la cabeza.
Por un momento sentí alivio. Lo habíamos conseguido.
Entonces, detrás de nosotros, alguien aplaudió.
En el umbral, ensangrentado y maltrecho, pero vivo estaba Litierses, totalmente solo.
—Bien echo—dijo el espadachín—. Encontraron un sitio perfecto para morir.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro