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Viajamos a Malibu y conseguimos malas noticias.


Bien, antes que nada les tengo un pequeño regalo. Algunos lo pidieron, otros no. Pero acabo de subir en mi perfil un enlace para un PDF del primer libro de las pruebas de la luna corregido en su gran mayoría.

Obviamente se me escaparon algunos errores pero arreglé casi todo.

El que hagan con el ya es asunto suyo: si quieren traducirlo, hacer un leyendo o simplemente tenerlo guardado está bien.

Como muchos lo han preguntado, les recuerdo que cualquiera que quiera hacer un leyendo de la historia puede hacerlo con total confianza, solamente les pido que me avisen para ir a leerlos. 

Disfruten.

...

Viajar en coche de Palm Springs a Malibú fue difícil. Evitar zonas de evacuación por incendio y a la hora pico de la mañana lo empeoró.

El entrenador Hedge nos estaba esperando junto con su coche.

—Este coche es un clásico. Perteneció a mi abuelo—estaba diciendo—. Lo he mantenido en muy buen estado, así que no se les ocurra destrozarlo.

Percy y Grover intercambiaron una mirada nerviosa, no supe exactamente por qué.

Percy:

El camaro y el Minotauro, el autobús y las furias, el carro solar y Thalia, y esos eran sólo algunos en los que estuve con Grover, la lista se alargaría demasiado si tomamos los que destrocé solo o con alguien más.

Artemisa:

—Cuidaremos bien de él—prometí.

El entrenador Hedge consultó con Grover para asegurarse de que sabía cómo encontrar la casa de los McLean en Malibú.

—Los McLean deberían seguir allí—meditó Hedge—. Al menos, eso espero.

—¿Qué quieres decir?—preguntó Percy—. ¿Por qué no iban a estar allí?

Hedge tosió.

—¡En fin, buena suerte! Saluden a Piper si la ven. Pobrecilla...

Se volvió y regresó trotando colina arriba.

El interior del Pinto olía a poliéster caliente y a pachuli, no muy agradable que digamos.

Grover se puso al volante ya que Gleeson sólo le confió las llaves a él.

Tanto Percy como yo nos ofrecimos mutuamente el asiento del pasajero, por lo que después de un rato de debate Grover nos mandó a los dos a los asientos traseros.

Nos dirigimos hacia el oeste por la Interestatal 10. Cuando pasábamos por Moreno Valley, tardé un rato en darme cuenta de lo que ocurría: en lugar de teñirse poco a poco de verde, el paisaje seguía siendo café; el calor agobiante, y el aire seco y ácido, como si el desierto de Mojave se hubiera olvidado de sus límites y se hubiera extendido hasta Riverside. Hacia el norte, el cielo era una bruma espesa, como si el bosque de San Bernardino se hubiera incendiado.

Cuando llegamos a Pomona y nos metimos en un embotellamiento, el Pinto temblaba y resollaba como un jabalí insolado.

Grover miró por el retrovisor un BMW que iba detrás de nosotros.

—¿Los Pinto no explotan si les dan por detrás?

Percy suspiró.

—Por supuesto que el entrenador tendría un coche potencialmente explosivo.

Después de que Grover sacara el asunto a colación, estuve mirando todo el rato detrás de mí, deseando que el BMW retrocediera.

Lo único bueno del viaje es que tuvimos tiempo para conversar, por lo que Percy y Grover procedieron a contarme sobre sus aventuras desde el día en que Percy se enfrentó a una furia en un museo.

Íbamos llegando a la parte en la que yo aparecía, ese día en Westover Hall, cuando me sorprendí teniendo visiones. Maldita sea, quería seguir con la historia.

La información del pasado empezó a llegar a mi cabeza. El oráculo que estábamos buscando era la sibila eritrea.

Su nombre era Herófila, "amiga de héroes". Vi su tierra natal, la bahía de Eritras, en la costa de lo que algún día sería Turquía. Una media luna de montañas doradas azotadas por el viento y salpicadas de coníferas se ondulaba hasta las frías aguas azules del mar Egeo. En una pequeña cañada cerca de la boca de una cueva, un pastor vestido de lana hilada a mano se hallaba arrodillado junto a una mujer, la náyade de un manantial cercano, mientras ésta daba a luz a su hija. Si bien podría explicarles todo el proceso les ahorraré todos los detalles menos uno: mientras la mujer gritaba y daba el último empujón, la niña salió de su vientre cantando en lugar de llorando; su preciosa voz llenó el aire del sonido de las profecías.

Y eso desde luego llamó la atención de Apolo. La bendijo convirtiéndola en uno de sus oráculos.

Herófila deambulaba por el Mediterráneo compartimentó su sabiduría. Cantaba para todo el que la quisiera escuchar: reyes, héroes, sacerdotes de los templos de mi hermano. Todos se esforzaban por transcribir sus letras poéticas.

Herófila simplemente tenía demasiados buenos consejos que compartir. Su voz era tan cautivadora que a sus oyentes les resultaba imposible captar todos los detalles. Ella no podía controlar lo que cantaba ni cuando lo cantaba. Nunca se repetía. Había que estar atento.

Predijo la caída de Troya, vaticinó el ascenso de Alejandro Magno y aconsejó a Eneas dónde debía establecer la colonia de lo que un día se convertiría en Roma. Pero ¿hicieron caso los romanos de sus consejos como, "Cuidado con los emperadores", "No se vuelvan locos con los gladiadores" o "Las togas son peligrosas"? No. No lo hicieron.

Durante novecientos años, Herófila vagó por la Tierra. Hacia lo posible por ayudar, pero a pesar de sus bendiciones se fue desanimando. Todos sus conocidos de la juventud habían muerto. Había visto civilizaciones surgir y caer.

Volvió a la ladra de su madre en Eritras, y aunque el manantial se había secado siglos antes, y con él el espíritu materno, Herófila se instaló en la cueva cercana. Ayuda a los suplicantes que acudían buscando su consejo, pero su voz nunca volvió a ser la misma.

Eventualmente se desvaneció como muchos otros oráculos antiguos. O eso se creía porque allí estaba ahora, en el sur de California, a merced de Calígula.

Empecé a abrir los ojos lentamente mientras regresaba a la realidad.

Percy:

Íbamos por la parte en la que el Doctor Espino se había llevado a los di Angelo cuando Artemis calló inconsciente sobre mi.

No sabía exactamente qué hacer, me limité a revisar su pulso y a asegurarme que respirara con normalidad.

—Creo que está tiendo visiones—le dije a Grover.

—Entonces estará bien, no estes tan preocupado.

Malditos superpoderes de cabra, uno es incapaz de esconderle nada a un sátiro.

—Pero qué hago, ¿la dejo en su lugar o...?

—Tocar sin su consentimiento a una diosa doncella, adelante—dijo sarcásticamente.

—¿Entonces, sólo la dejó allí?

—Es tu amiga, como dices, no debería de molestarse contigo.

No podía discutir a eso, Artemis y yo hemos estado en toda clase de situaciones, esa misma noche casi se duerme sobre mi hombro. Pero nada de eso ayudaba a probar mi punto a Grover.

—Te estas burlando de mi—le dije.

—Tal vez.

—Mira, es imposible que me guste ella, ¿okey?. Artemis es una diosa doncella, y yo sé de primera mano lo destructivo y peligroso que es el amor. ¿Entendido?

—Aja—dijo Grover, claramente no se lo tragaba.

—¿Mínimo podrías hacer como si no lo disfrutaras?—le pedí.

Vi como Grover sonreía por el espejo.

—Como quieras.

Conversamos durante un rato sobre cualquier otra cosa hasta que vi cómo Artemis empezaba a abrir lentamente los ojos.

Artemisa:

—Artemis, ¿Artemis estas allí?—me llamó Percy.

—Sí, lo siento, visiones del pasado y esas cosas, ¿me perdí de algo?

—No, solo te quedaste inconsciente de un segundo para otro, pero como tus signos eran normales no nos preocupamos demasiado.

Entonces caí en cuenta de mi posición.

Me encontraba recostada sobre el regazo de Percy, lo cual no era en sí el problema. Más bien era el chico cabra en el asiento del conductor que le lanzaba miradas burlonas a Percy.

Si bien no me molestaba la cercanía con Percy, se me hacía incómodo el hacerlo frente a más gente, por suerte nadie mencionó nada del asunto.

Me reincorporé en el asiento.

—Bueno, ejem, ¿hay algún problema del que tengamos que estar al tanto?—pregunté.

Grover tamborileó con los dedos sobre el volante.

—Bueno..., han estado sometidos a mucho estrés. Primero, fueron a buscar a Leo Valdez. Luego cumplieron otras misiones. Después al señor McLean las cosas empezaron a irle mal...

—¿Al padre de Piper?—preguntó Percy.

El sátiro asintió con la cabeza.

—¿En que sentido le fueron mal las cosas?—pregunté.

—Eso es que no leen las noticias de famosos—dedujo Grover.

—No, no me interesan esas cosas—respondí—¿Famoso de que manera?

—Es actor de cine—respondió el sátiro—. Tristan McLean, ya sabe de Rey de Esparta o la saga de Jake Steel. ¿De verdad no le suena?

—No.

—¿Una ruptura desagradable?—especuló Percy—. ¿Un litigio de paternidad? ¿Encontraron que dijo algo ofensivo en Twitter en 2015?

—No exactamente—contestó Grover—. A ver... qué tal van las cosas cuando lleguemos. A lo mejor no es tan grave.

Lo dijo con el mismo tono que usa la gente cuando espera que la situación sea exactamente así de grave.

Cuando llegamos a Malibú, era prácticamente la hora de comer. Tenía el estómago casi al revés debido al hambre y el mareo del viaje en coche.

Claro que murándolo por el lado positivo, el Pinto no había explotado y encontramos la cada de McLean sin problemas.

Apartada de la sinuosa carretera, la mansión del número 12 de Oro del Mar abrazaba los acantilados rocosos que dominaban el Pacífico. Desde la callé, las únicas partes que se veían eran los muros de seguridad de estuco blanco, la reja de hierro forjado y una serie de techos de tejas de barro rojas.

El lugar habría irradiado una sensación de privacidad y de tranquilidad zen de no ser por los camiones de mudanzas estacionados enfrente. La reja estaba abierta de par en par y cuadrillas de hombres corpulentos transportaban sofás, mesas y grandes obras de arte. Paseándose de acá para allá al final del camino de entrada con aspecto desaliñado y aturdido, como si acabara de de salir de un accidente de tráfico, se hallaba quien supuse era Tristan McLean.

Tenía el cabello bastante largo. Algo pasado de peso. Sus jeans blancos estaban manchados de hollín. Su camiseta negra tenía un agujero en el cuello. Sus mocasines parecían un par de papas demasiado horneadas.

—¿Qué le pasa?—pregunté.

Percy hizo una mueca.

—No se ve nada bien.

Grover apagó el motor.

—Vamos a saludar.

El señor McLean dejó de pasearse cuando nos vio. Sus ojos café oscuro parecían desenfocados.

—¿Son amigos de Piper?

—Sí, señor—dijo Percy—. ¿Está en casa?

—Casa...—Tristan McLean paladeó la palabra. Pareció resultarle amarga y carente de significado—. Entren—señaló vagamente al fondo del camino de acceso—. Creo que esta...—su voz se fue apagando al ver a dos empleados de la empresa de mudanzas que se llevaban una gran estatua de mármol de un siluro—. Adelante. No importa.

No estaba segura de si se dirigía a nosotros o a los de la empresa de mudanzas, pero su tono de derrota era inquietante.

Atravesamos unos jardines con setos esculpidos y fuentes chispeantes, cruzamos una entrada de ancho doble con puertas de roble pulidas y accedimos a la casa.

El suelo era de baldosas de Saltillo rojas relucían y las paredes blancas conservaban las marcas de los cuadros que habían estado colgados hasta hacía poco. A nuestra derecha se extendía una cocina gourmet que hasta Edesia, la diosa Romana de los banquetes, habría adorado. Ante nosotros se hallaba un gran salón con el techo de vigas de cedro de casi diez metros de altura, una enorme chimenea y una pared con puertas se cristal corredizas que daban a una terraza con vista al mar.

Sin embargo la estancia era una cáscara hueca: ni muebles, ni alfombras, no obras de arte; sólo unos cuantos cables que caían de la pared y una escoba y un recogedor apoyados en el rincón.

Sentada en el borde de la chimenea examinando un montón de papeles, había una joven de piel bronceada y pelo oscuro cortado en capas. Su camiseta de manga corta del Campamento Mestizo me hizo suponer que estaba mirando a Piper McLean, hija de Afrodita.

Nuestros pasos resonaron en el inmenso espacio, pero Piper no levantó la vista cuando nos acercamos. Tal vez estaba demasiado absorta en sus papeles o daba por echo que éramos de la empresa de mudanzas.

—¿Quieren que vuelva a levantarme?—murmuró—. Yo diría que la chimenea se queda aquí.

—La verdad, no nos interesa tu chimenea Piper—dijo Percy.

Alzó la vista rápidamente.

—¡Percy!

Ambos se dieron un rápido abrazo.

Luego fijó la vista en Grover.

—Yo... yo te conozco—dijo—. De las fotos de Annabeth. Eres Grover.

Percy y el sátiro hicieron una mueca ante la mención de la semidiosa.

—¿Dónde está Annabeth? ¿Esta todo bien o...?

—Artemis—Percy se arrodilló. Recogió un papel del suelo con expresión seria.

Mi estómago acabó de ponerse al revés. ¿Por qué ni me había fijado antes en el color de todos los documentos? Todos los papeles—sobres, informes, cartas comerciales—eran de color amarillo diente de león.

—Son como los de los recuerdos de Meg—dijo Percy—. "Finanzas N.H". Sección Terrenos Triunvirato.

—¡Ey!—Piper le arrebató el papel de la mano—. ¡Percy, eso es privado!—a continuación se volvió hacha mí como si estuviera rebobinando mentalmente—. Un momento. ¿Te llamó Artemisa?

—Eso me temo—le indiqué—. Phoebe Artemisa, diosa de la luna, la caza, las doncellas, los partos y varias cosas más.

Ella parpadeó.

—¿Qué?

—Es una larga historia—dijo Percy—. Pero sucede que ya habíamos visto papeles como estos antes.

La mirada de Piper pasó de mí a Percy y a Grover. El sátiro se encogió de hombros como diciendo: "Bienvenida a mi pesadilla"

—Van a tener que ponerme al día—decidió.

Le hicimos un breve resumen lo mejor que pudimos: mi caída a la tierra, mi servidumbre/colaboración con Percy, nuestras dos anteriores misiones para liberar los oráculos de Dodona y Trofonio, nuestros viajes con Calipso y Leo Valdez...

—¡¡¿Leo?!!—Piper agarró tan fuerte el brazo de Percy que temí que se lo arrancara—. ¿Está vivo?

—Me lastimas—gimoteó Percy.

—Perdón—lo soltó—. Tengo que saberlo todo de Leo. Ya.

Resumimos también la historia que Leo nos había contado sobre sus viajes con Calipso.

—Es un si vergüenza—masculló—. Lo buscamos durante meses, ¿y aparece en el Campamento como si nada?

—Sí—convine—. Hay una lista de espera de gente para pegarle. Podemos darte un turno para el otoño que viene. Pero ahora mismo necesitamos tu ayuda. Tenemos que liberar la sibila del emperador Calígula.

La expresión de Piper me recordó la de un malabarista que trata de seguir quince objetos distintos en el aire al mismo tiempo.

—Lo sabía—murmuró—. Sabía que Jason no me decía...

De repente, media docena de empleados de la empresa de mudanzas cruzaron la puerta principal hablando en ruso.

Piper frunció el entrecejo.

—Hablemos en la terraza—dijo—. Intercambiemos malas noticias.

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