Recordatorio: agradecer a la flecha o romperla según me parezca.
AY, NO. NO LO HARÁS, zumbó una voz en mi cabeza.
Mi noble gesto se fue al garete cuando me di cuenta de que, una vez más, había sacado sin querer la Flecha de Dodona. El proyectil se sacudió violentamente en mi mano y seguro que me hizo parecer más asustada de lo que ya estaba. Aun así, la agarré bien.
Calígula entrecerró los ojos.
—Jamás lo harías. ¡Lo olímpicos no tienen espíritu de sacrificio!
—Suéltalos—presioné la flecha contra m piel, lo bastante fuerte para sacarme sangre—. O nunca serás el dios de los astros.
El barco dejó de sacudirse por completo.
MÁTATE CON OTRO PROYECTIL; BELLACA, zumbó airadamente la flecha. ¡YO NO SOY NINGÚN ARMA HOMICIDA COMÚN!
—Medea—gritó Calígula por encima del hombro—, si se mata de esa manera, ¿podrás hacer tu magia igualmente?
—Sabes que no—se quejó ella—. ¡Es un ritual complicado! No podemos dejar que se mate de forma inepta antes de que yo esté lista.
—Vaya, me da un poco de rabia—el emperador suspiró—. Mira, Diana, no puedes esperar que esto tenga un final feliz. Yo no soy Cómodo. No estoy jugando. Pórtate bien y deja que Medea te mate como es debido. Luego les daré a los demás una muerte indolora. Es la mejor oferta que puedo hacerte.
Me pareció que Calígula sería un terrible vendedor de coches.
A mi lado, Piper temblaba en el suelo, probablemente con los circuitos neuronales sobrecargados a causa del traumatismo. Jason seguía meditando en su cono de metralla giratoria, aunque no creía que pudiera alcanzar el nirvana en esas circunstancias.
Percy se quedó paralizado en su tornado, me miraba con genuino terror, esbozó "Artemis" débilmente con los labios mientras negaba lentamente co la cabeza, haciéndose más enérgico a cada segundo.
Los guardias del emperador se quedaron donde estaban con sus lanzas en las manos. Incitatus masticaba ruidosamente su avena como si estuviera en el cine.
—Última oportunidad—dijo Calígula.
Detrás de mi, en lo alto de la rampa, una voz gritó:
—¡Milord!
El emperador miró.
—¿Qué pasa, Flange? Estoy algo ocupado.
—No-noticias, milord.
—Luego.
—Es sobre el ataque en el norte, señor.
Sentí una oleada de esperanza. El ataque a la Nueva Roma estaba teniendo lugar esa noche. Yo no tenía el buen oído de un pandos, pero el tono de urgencia histérica de Flange era inconfundible. No tenía buenas noticias al emperador.
La expresión de Calígula se avinagró.
—Ven aquí, entonces. Y no toques a la idiota de la flecha.
El pandos, Flange pasó junto a mí y susurró algo al oído del emperador, quien, a pesar de considerarse un actor consumado, no supo ocultar su disgusto.
—Qué decepción. Tu espada, por favor, Flange.
—Yo...—el guardia buscó con las manos su khanda—. S-sí, señor.
Calígula examinó la hoja serrada roma y se la devolvió a su dueño con na fuerza feroz clavándosela en la barriga. El pobre pandos gritó mientras se deshacía en polvo.
El emperador se volvió hacia mí.
—A ver, ¿por dónde íbamos?
—¿Tu ataque en el norte no salió muy bien?—pregunté.
Fue una tontería de mi parte provocarlo, pero no pude evitarlo.
En ese momento no era muy racional un digamos; sólo quería hacer daño a Calígula, reducir a polvo todo lo que tenía.
Él descartó mi pregunta con un gesto de a mano.
—Hay cosas que tengo que hacer yo mismo. No pasa nada. Pensaba que un campamento de semidioses romanos obedecería las órdenes de un emperador romano, pero por desgracia no fue así.
—La Duodécima Legión tiene un largo historial de apoyo los emperadores buenos—dije—. Y de destitución de los malos.
A Calígula le empezó a temblar el ojo izquierdo.
—Boost, ¿dónde estas?
En el lado de babor, uno de los pandai que almohazaban al caballo soltó su cepillo alarmado.
—¿Sí, señor?
—Reúne a tus hombres—dijo Calígula—. Haz correr la voz. Romperemos la formación de inmediato y zarparemos al norte. Tenemos un asunto pendiente en él Área de la Bahía.
—Pero, señor...—Boost me miró como si estuviera decidiendo s yo suponía suficiente peligro para dejar al emperador sin los guardias que le quedaban—. Sí, señor
El resto de los pandai se fueron y dejaron a Incitatus sin nadie que sujetara su cubo de avena.
—Oye, C—dijo e corcel—. ¿No estás empezando la casa or el tejado? Antes de partir a la guerra, tienes que terminar el asunto con Diana.
—Ah, ya lo terminaré—prometió Calígula—. A ver, Diana, los dos sabemos que no vas a...
Se abalanzó sobre mi a una velocidad vertiginosa. Yo contaba con eso. Antes de que pudiera detenerme, me clavé ingeniosamente la flecha en el pecho.
Percy:
—¡¡¡Artemis!!!
¿Por qué hizo eso?
Golpeé con todas mis fuerzas el tornado, no sirvió de nada y por poco me arranca los puños. Para ese punto, el dolor de la metralla no era importante.
Use toda mi energía para detener por completo el movimiento del océano bajo nuestros pies. Ni una pequeña ola, ni la mas suave corriente, nada. No podía permitir que ningún movimiento imprevisto sacudiera ni un poco a Artemis y pudiera hacer que la flecha causara aun mas daño en su interior.
Eso... suponiendo que siguiera viva...
Tenía que estarlo ¿verdad?
Ella era lista, evitaría causarse un daño real. O, cómo Calígula la necesitaba viva la salvaría, seguramente tenía algún tipo de servicio medico de tecnología súpermoderna, o Medea haría su magia o algo...
Ella no podía morir...
No se lo merecía.
Y yo no lo resistiría...
Artemisa:
Se requiere mucha fuerza de voluntad para hacerse daño a uno mismo a propósito. Y no de una fuerza de voluntad positiva, sino de una estúpida e imprudente de la que nunca debes echar mano.
Al clavarme la flecha, me sorprendió la cantidad de dolor que experimenté. ¿Por qué matarme tenia que doler tanto?
Mi médula ósea se convirtió en lava. Mis pulmones se llenaron de arena húmeda caliente. La sangre me empapó la camisa, y caí de rodillas jadeando y mareada. El mundo daba vueltas a mi alrededor como s todo el salón del trono se hubiera transformado en una gigantesca cárcel formada por un ventus.
¡QUÉ VILLANÍA! La voz de la Flecha de Dodona zumbó en mi mente. ¡NO ME DEJEN AQUÍ CLAVADA! ¡OH; CARNE VIL Y MONSTRUOSA!
Una arte remota de mi cerebro pensó que que era injusto que la saeta se quejara, pues yo era la que se estaba muriendo, pero no podía haber hablado, aunque hubiera querido.
Calígula se adelantó a toda prisa y agarró el astil de la flecha, pero Medea gritó:
—¡Alto!
Atravesó el salón del trono corriendo y se arrodilló a mi lado.
—¡Sacar la flecha podría empeorar las cosas!—susurró.
—Se la clavó en el pecho—dijo Calígula—. ¿Qué puede haber peor?
—Idiota—murmuró ella. No estaba segura de si el comentario iba dirigido a mí o al emperador—. No quiero que se desangre—sacó un saquito de seda negro de su cinturón, extrajo un frasco de cristal con un tapón y lanzó el saquito a Calígula—. Sujétame esto.
Destapó el frasco y vertió su contenido sobre la herida de entrada.
¡FRÍO!, se quejó la Flecha de Dodona. ¡FRÍO! ¡FRÍO!
Personalmente, no sentí nada. El dolor agudo se había convertido en una molestia sorda y punzante por todo el cuerpo. Estaba convencida de que era una mala señal.
Incitatus se acercó trotando.
—Vaya, lo hizo de verdad. Esto cambia las cosas.
Medea examinó la herida. Soltó un juramento en colquiano antiguo, poniendo en duda las antiguas relaciones sentimentales de mi madre.
—Esta idiota ni siquiera es capaz de matarse como es debido—masculló la hechicera—. Parece que no dio en el corazón.
¡FUI YO, BRUJA!, recitó la flecha desde el interior de mi caja torácica. ¿CREES QUE DEJARÍA DE BUEN GRADO QUE ME INCRUSTARAN EN EL ASQUEROSO CORAZÓN DE ARTEMISA? ¡YO LO ESQUIVÉ!
Tomé nota mental de que debía dar las gracias a la Flecha de Dodona más tarde o romperla, lo que fuera más sensato en ese momento.
Medea chasqueó los dedos al emperador.
—Pásame el frasco rojo.
Calígula frunció el entrecejo; saltaba a la vista que no estaba acostumbrado a hacer de enfermero de quirófano.
—Yo nunca hurgó en el bolso de una mujer. Y menos en el de una hechicera.
Me pareció la señal más inequívoca de que estaba totalmente cuerdo.
—¡Si quieres ser el dios de los astros—gruñó ella—, hazlo!
Calígula encontró el frasco rojo.
Medea se cubrió la mano derecha con el viscoso contenido y, con la izquierda, agarró la Flecha de Dodona y me la sacó del pecho de un tirón
Grité. Se me nubló la vista. Noté el ceno izquierdo como si me lo excavarán con una broca. Cuando recuperé la vista, descubrí la herida de flecha tapada on una densa sustancia roja parecida al lacre del sello de una carta. El dolor era horrible, insoportable, pero podía respirar otra vez.
Si no hubiera estado tan hecha polvo, puede que hubiera sonreído triunfalmente. Sabía que podía contar con los poderes curativos de Medea.
Por supuesto, no esperaba que Calígula liberara a mis amigos.
Pero confiaba en que, estando Medea distraída, perdiera el control de los venti. Y así fue.
Tengo el momento grabado en la mente: Incitatus mirándome, su hocico salpicado de avena; la hechicera Medea examinando mi herida, sus manos pegajosas por la mezcla de sangre y la pasta mágica; Calígula de pie a mi lado, su pantalón blanco y sus zapatos manchados de mi sangre; Piper cerca, en el suelo, olvidada momentáneamente por nuestros captores. Percy estaba congelado dentro de su prisión giratoria, horrorizado ante lo que yo había hecho, pero con un alivio visible en sus ojos de que yo hubiera sobrevivido.
Ése fue el momento antes de que todo se torciera, antes de que tuviera lugar nuestra gran tragedia: cuando Jason Grace estiró los brazos y las jaulas de viento explotaron.
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