Pan esta muerto y la sociedad lo mató.
Después de cuatro mil años, todavía podía aprender importantes lecciones vitales. Por ejemplo, nunca vayas de compras con un sátiro.
Encontrar la tienda nos llevó una eternidad porque Grover no paraba de distraerse. Se detuvo a charlar con una yuca, le indicó el camino a una familia de ardillas de tierra y, como olió algo que se quemaba, nos obligó a atravesar con él el desierto hasta que encontramos un cigarrillo encendido que alguien había tirado en la carretera.
—Así es como empiezan los incendios—dijo, y acto seguido se deshizo responsablemente de la colilla comiéndosela.
Entendía perfectamente el riesgo que un cigarrillo podría representar, además créanme si les digo que estoy muy en contra de la contaminación (si no me creen pregúntenle a aquellos que castigué por dicha acción, alto esperen, no pueden porque están muertos). Pero en este caso no había nada que pudiera incendiarse en un radio de kilómetro y medio. Estaba bastante segura de que las piedras y la tierra no eran inflamables.
Anocheció. El horizonte brillaba hacia el oeste; no era el naranja habitual de la contaminación lumínica de los mortales, sino el rojo funesto de un infierno lejano. El humo tapaba las estrellas. La temperatura apenas descendió. El aire seguía teniendo un olor acerbo y extraño.
Me acordé de las llamaradas que habían estado a punto de incinerarnos en el Laberinto. Parecía que el calor tuviera personalidad propia: una malevolencia llena de rencor. Me imaginaba esa llamarada corriendo por debajo del suelo del desierto, atravesando el Laberinto, convirtiendo el terreno de los mortales de encima en un Páramo todavía más inhabitable.
Pensé en el sueño en el que aparecía la mujer con las cadenas fundidas en una plataforma situada sobre una piscina de lava. No me sonaba mucho, pero suponía que era el siguiente oráculo que debía liberar de las garras de los emperadores. Algo me decía que estaba encerrada en el centro mismo de... lo que generará ese fuego subterráneo. No me hacía gracia buscarla.
—Grover—dijo Percy—, en el invernadero comentaste algo sobre unos grupos de búsqueda.
El sátiro lo miró y tragó saliva con cara de dolor como si tuviera la colilla atascada en la garganta.
—Los sátiros y las dríades más valientes... se han desplegado por la zona durante meses—clavó los ojos en la carretera—. No tenemos muchos buscadores. Con los incendios y el calor, los cactus son los únicos espíritus de la naturaleza que pueden manifestarse. Hasta ahora sólo unos cuantos han vuelto con vida. El resto... no lo sabemos.
—¿Que buscan?—pregunté—. ¿La causa del fuego? ¿Al emperador? ¿El oráculo?
El calzado adaptado a las pezuñas de Grover resbalaba y patinaba en la orilla de la grava.
—Todo está relacionado. No puede ser de otra forma. Yo no sabía de la existencia del Oráculo hasta que ustedes me hablaron de él, pero si el emperador está vigilándolo, tiene que estar en la maraña. Y la maraña es la causa de nuestros problemas con el fuego.
—Cuando dices "maraña", ¿te refieres al Laberinto?—preguntó Percy.
—Más o menos— a Grover le tembló el labio inferior—. La red de túneles qué hay debajo del sur de California. Creemos que forma parte del Laberinto, pero sucedió algo. Es como si esa sección del Laberinto se hubiera... contagiado. Como si tuviera fiebre. Se han producido incendios y éstos cada vez son más violentos. A veces se concentran y expulsan... ¡Allí!
Señaló hacia el sur. A medio kilómetro subiendo la siguiente colina, una columna de llamas amarillas salió disparada hacia el cielo como la punta encendida de una antorcha. Acto seguido desapareció, dejando una parcela de roca derretida. Consideré lo que me habría pasado si hubiera estado allí cuando salió el fuego.
—Eso no es normal—dije.
Empezaron a temblarme los tobillos como si fuera yo la que tuviera pies falsos.
Grover asintió con la cabeza.
—Ya tenemos bastantes problemas en California: la sequía, el cambio climático, la contaminación, lo habitual. Pero esas llamas...—su expresión se endureció—. Es un tipo de magia que no entendemos. Me he pasado aquí casi un año entero tratando de dar con la fuente del calor para poder apagarla. He perdido a muchos amigos.
Tenía la voz quebrada. Yo sabía lo que era perder amigos, por eso era tan reacia a hacer nuevos. Aún así, en ese momento me vino a la mente la muerte del grifo Heloise, que había muerto en la Estación de Paso defendiéndonos a todos del ataque del emperador Cómodo. Me acordé de su cuerpo frágil y sus plumas mientras se desintegraban en un lecho de hierba en el huerto de la azotea de Emmie.
Grover se arrodilló y ahuecó la mano en torno a un puñado de hierbajos. Las hojas de desmenuzaron.
—Demasiado tarde—murmuró—. Cuando yo era un buscador e intentaba encontrar a Pan, por lo menos tenía esperanza. Pensaba que daría con él y que el dios de la naturaleza nos salvaría a todos. Ahora... está muerto.
Eché un vistazo a las luces parpadeantes de Palm Springs, tratando de imaginarme a Pan en un sitio como ése. Los humanos se habían cargado casi todo el mundo natural. No me extrañaba que Pan se hubiera desvanecido. Lo que quedaba de su espíritu se lo había dejado a sus seguidores— los sátiros y las dríades—, confiándoles la misión de proteger la naturaleza.
—Pan estaría orgulloso de tus esfuerzos— le dije a Grover.
El sátiro se levantó.
—Mi papá y mi tío sacrificaron su vida buscando a Pan. Ojalá tuviéramos más ayuda para cumplir esta misión. A los humanos no parece que les importe. Ni siquiera a los semidioses. Ni siquiera...
Se interrumpió, pero sabía perfectamente lo que quería decir.
—Ni siquiera a los dioses—concluí.
Grover asintió tristemente.
—Sí... es por eso que su llegada como mortal nos es tan preocupante, aunque sabemos que no podemos esperar que un dios resuelva nuestros problemas. Si usted se fuera, una de las últimas diosas de la naturaleza, sencillamente no nos quedaría nada. Los dioses dejarían de darnos cualquier tipo de importancia y eventualmente no quedará nadie que se preocupe por proteger la naturaleza.
Seguimos la carretera que rodeaba los muros de una urbanización cercada hacia unos letreros de neón situados a lo lejos. Yo miraba dónde ponía el pie, temiendo a cada paso que una llamada me convirtiera en flambeado de Artemisa.
—Dijiste que todo está relacionado—recordó Percy—. ¿Crees que el tercer emperador creó ese laberinto en llamas?
Grover miró a un lado y a otro, como si el tercer emperador pudiera salir de detrás de una palmera con un hacha y una máscara terrorífica. Considerando mis sospechas sobre la identidad del emperador, puede que no fuera una idea tan disparatada.
—Sí—dijo—, pero no sabemos cómo ni por qué. No siquiera sabemos dónde tiene su base el emperador. Que nosotros sepamos, se mueve continuamente.
—Y... ¿La identidad del emperador?—pregunté.
—Lo único que sabemos es que utiliza el monograms "NH". De Neos Helios.
Una ardilla de tierra imaginaria se abrió paso a mordiscos por mi columna.
—Es griego. Significa "Nuevo Sol"
—Exacto—convino Grover—. No es el nombre de un emperador romano.
Decidí no compartir más información, lo último que necesitaba en ese momento era a un sátiro sufriendo un colapso nervioso.
Dejamos atrás el enrejado del barrio: PALMERAS DEL DESIERTO. (¿De verdad alguien había cobrado por inventarse ese nombre?)
Seguimos hasta la calle comercial más próxima, donde había luces de restaurantes de comida rápida y gasolineras.
—Esperaba que Mellie y Gleeson tuvieran información nueva—dijo Grover—. Estuvieron en Los Ángeles con Piper y Jason. Creía que a lo mejor habían tenido más suerte siguiendo al emperador o buscando el centro de la maraña.
—¿A eso vinieron a Palm Springs?—pregunté—. ¿A compartir información?
—En parte—el tono de Grover hacía pensar que la llegada de Mellie y Gleeson respondía a un motivo más siniestro y triste, pero no insistí.
Nos detuvimos en un cruce principal. Al otro lado del bulevar había una tienda de ofertas con un reluciente letrero rojo: ¡DESMADRE MILITAR DE MARCO! En el estacionamiento sólo había un viejo Pinto amarillo estacionado cerca de la entrada.
Volví a leer el letrero de la tienda. Al mirarlo por segunda vez, reparé en que el nombre no era MARCO, sino MACRÓN. Tal vez me había contagiado de la dislexia de los semidioses después de pasar tanto tiempo con ellos.
Desmadre Militar sonaba a la clase de sitio que no me interesaba visitar. Y ese nombre Macron... había algo que no me gustaba en el asunto.
Grover señaló el Pinto.
—Ese es el coche de Gleeson.
No me agradaba en lo más mínimo ese lugar, pero no teníamos de otra.
—Bueno—dijo Percy—, busquemos al entrenador.
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