La profecía está completa.
—¡Resiste!—la sibila se arrodilló a mi lado—. ¡Debes resistir, Artemisa!
Yo no podía hablar por el dolor. De haber podido, no sabría que le hubiera dicho, tampoco podía pensar claramente.
El sudor me caía a chorros por la cara. El cuerpo me echaba chispas, y no en un buen sentido como cuando era una diosa.
Le hechicera siguió cantando y yo sabía que debía estar forzando al límite sus poderes, pero esta vez no veía cómo podía aprovecharme de ello. Estaba encadenada. No podía haber el viejo truco de la flecha en el pecho, y aunque hubiera podido hacerlo, sospechaba que Medea había llegado tan lejos con su magia que podía dejarme morir. Mi esencia caería poco a poco en el estanque de icor.
Yo no sabía tocar la flauta como el sátiro, ni podía confiar en las plantas o el agua como la niña vestida de semáforo o el chico de ojos verdes, y no tenía el poder sobre el viento del chico del relámpago para romper la cárcel del ventus y salvar a mis amigos.
"Resiste..." Pero ¿con qué?
Mi conciencia empezó a flaquear. Traté de aferrarme al día de mi nacimiento. Cuando nada más salir del vientre de mi madre la ayude a sacar a mi hermanito de ella. Me acordé de mi llegada al Olimpo y la brutal paliza que Hera me había dado sin razón alguna, recordaba cada golpe y ataque que recibí.
Otros recuerdos eran más confusos. Me acordé de conducir por el cielo en mi carro, pero no era yo, no era el carro lunar... era Helios, el titán del sol, que azotaba los lomos de mis corceles con mi látigo de fuego. Y luego estaba entre una multitud, pero otra vez no era yo, ni Helios. Era Calígula, pintado de dorado y con una gran corona solar en la cabeza.
¿Quien era yo?
Traté de visualizar la cara de mi madre Leto. No pude. Mi padre Zeus, con su aterradora mirada fulminante, no era más que una imprecisión difusa. Mi hermano... ¡No podía haber olvidado a mi mellizo! Pero incluso sus facciones flotaban vagamente en mi mente. Tenía los ojos azules. El cabello rubio. ¿Qué más? Me entró el pánico. No me acordaba de su nombre. No me acordaba de mi propio nombre.
Extendí los dedos sobre el suelo de piedra y empezaron a echar humo y a desmenuzarse como ramitas en el fuego. Mi cuerpo pareció pixelarse, como les pasaba a los pandai cuando se desintegraban.
La sibila me llamó al oído:
—¡Aguanta! ¡La ayuda llegará!
Yo no entendía cómo podía saberlo, aunque fuera un Oráculo. ¿Quién vendría a mi auxilio? ¿Quien podría ayudarme?
—Ocupaste mi puesto—dijo—. ¡Utilízalo!
Gemí de rabia y frustración. ¿Por qué decía tonterías? ¿Por qué no podía volver a hablar con acertijos? ¿Cómo se suponía que tenía que utilizar el hecho de estar en su puesto, entre sus cadenas? Yo no era un Oráculo. Ni siquiera era ya una diosa. Era... no lo sabía.
Miré las filas y las columnas de bloques de piedra, ahora en blanco, como si esperaran un nuevo reto. La profecía no estaba completa. Tal vez si encontraba la forma de terminarla... ¿cambiaría algo?
Tenía que cambiar. El chico de los relámpagos... Jason, Jason se llamaba, y era mi hermano, él había dado la vida para que yo pudiera llegar hasta allí. Mis amigos lo habían arriesgado todo. No podía darme por vencida como si nada. Para liberar el Oráculo, para liberar a Helios de ese Laberinto en Llamas..., tenía que terminar lo que habíamos empezado.
El cántico de Medea siguió soñando en tono monótono, sincronizándose con mi pulso, tomando las riendas de mi mente. Necesitaba anularlo, interrumpirlo, como el sátiro... Grover, como Grover lo había hecho con su música.
"Ocupaste mi puesto", había dicho... Herófila.
Yo era Artemisa, nieta de Febe, la titánide del Oráculo de Delfos, y de Ceo, el señor del norte que interpretaba el futuro del cielo. Era hermana de Apolo, el dios de las profecías. Era el momento de que diera mi propia profecía.
Me obligué a concentrarme en los bloques de piedra. Las venas de la frente se me hincharon como petardos bajo la piel.
—"B-bronce s-sobre oro"—dije tartamudeando.
Las baldosas de piedra se movieron y formaron una fila de tres baldosas en la esquina superior izquierda de la sala, con una palabra por cuadro: BRONCE SOBRE ORO.
—Sí—dijo la sibila—. ¡Sí, exacto! ¡No pares!
El esfuerzo era horrible. Las cadenas quemaban y me arrastraban hacia abajo.
—"Oriente y Occidente"—dije gimiendo de dolor.
Una segunda fila de tres baldosas se situó debajo de la primera, con las palabras que acababa de decir iluminadas.
Más versos brotaron de mi boca:
Legiones se redimen.
Ilumina las profundidades;
uno contra muchos,
nunca espíritu vencido.
Palabras antiguas pronunciadas,
sacuden viejos cimientos.
¿Qué significaba todo eso? No tenía ni idea.
La sala retumbó mientras más bloques encajaban en su sitio, y nuevas piedras salían del lago para dar cabida a la gran cantidad de palabras. Todo el lado izquierdo del lago estaba ahora cubierto con las ocho filas de tres palabras, una palabra por baldosa, como la cubierta de una piscina enrollada por la mitad sobre el icor. El calor disminuyó. Los grilletes se enfriaron. El cántico de Medea se entrecortó, y dejó de controlar mi esencia.
—¿Qué es esto?—susurró—. ¡Estamos demasiado cerca para parar ahora! Mataré a tus amigos si no...
La hechicera se empezó a atragantar con lo que parecía su propia saliva.
Logré ver lo que sucedía, en el ventus, el chico de ojos verdes... Percy, ¡dioses! ¿Cómo pude olvidarlo?.
El estaba mirando fijamente a Medea mientras hacía un ademán con una mano como si estuviera ahorcando a alguien.
Sus ojos, dioses, sus ojos. Su mirada revisaba de ira y concentración, una mirada aún más salvaje y despiadada que la de cualquier bestia que hubiera cazado alguna vez. Entendí por que esa mirada había asustado a la hija de Atenea en el pasado, sin duda era profunda como el Tártaro.
Pero había algo en ella que me era hasta cierto punto... atractiva.
Era como un animal salvaje que protegía a aquellos que quería, y yo era parte de ese grupo.
—¡Deprisa!—me susurró Herófila al oído—. Luego te quedas embobada viéndolo, ahora tienes que aprovechar el tiempo que te está dando.
Me palmeé la cara mentalmente, ¿en qué rayos estaba pensando? Percy era mi amigo y ya, ¿por qué estaba pensando es eso en ese momento? ¡Hay cosas más urgentes! Como salir con vida del lugar.
Volver a utilizar mi voz fue todavía más difícil que llevar a Ares a rastras al Olimpo mientras éste chillaba después de que Hermes y yo lo sacamos de ese jarrón.
Logré recitar otro verso con voz ronca:
—"Destruye al tirano"
Tres baldosas más se alinearon, esta vez en la esquina superior derecha de la sala.
—"Ayuda al alado"—continué.
"Dioses", pensé. "¡Estoy diciendo sandeces!" Pero las piedras siguieron las indicaciones de mi voz.
Bajo colinas doradas,
potro del corcel.
Las baldosas siguieron amontonándose y formaron una segunda columna de filas de tres baldosas que sólo dejaba visible una fina franja del lago de fuego a mitad de la sala.
Medea seguía tosiendo descontroladamente, entonces, la hechicera divisó a Percy e hizo su propio ademán con una mano.
Percy se sujetó la garganta mientras el ventus extraía el aire de sus pulmones.
Ambos empezaron una carrera por ver quien acecinaba al otro primero.
—No pares, Artemisa—me advirtió Herófila—. No debes...
Percy cayó de rodillas en su prisión de ventus con la cara morada por la falta de aire, pero sin detener su ataque contra Medea.
Sollocé horrorizada mientras veía como Percy perdía fuerza en sus extremidades, y se desplomaba sin moverse en medio del tornado.
Una cosa era no poder respirar como le pasaba a Medea, y otra cosa muy diferente era que te sacaran el aire directamente de los pulmones. No sabía si habían posibilidades a sobrevivir a eso, pero no parecían buenas.
—"Escucha las trompetas"—recité casi sin voz—. "Agita mareas rojas..,"
Medea dejó de luchar por oxígeno y empezó a respirar con normalidad, era cuestión de segundos para que recuperara el aliento.
—"Visita hogar extraño"—dije sollozando mientras veía a Grover y a Meg sujetar el cuerpo de Percy y sacudirlo con desesperación.
—¡"Recupera gloria perdida"!—grité. Las últimas baldosas de piedra encajaron en su sitio y completaron la segunda columna de filas desde el fondo de la sala hasta el borde de nuestra plataforma.
Percibí la conclusión de la profecía, grata como una bocanada de aire después de un largo buceo. Pero no era yo quien necesitaba esa bocanada. Las llamas de Helios, sólo visibles ahora en el centro de la sala, se enfriaron hasta convertirse en un lento fuego rojo tan peligroso como un incendio corriente.
—¡Sí!—dijo Herófila.
Medea se volvió gruñendo.
Grover y Meg intentaban reanimar a Percy sin éxito aparente.
—Bien hecho, Artemisa—dijo la hechicera con desprecio—. Has echo morir por ti a dos héroes del Olimpo para nada. Mi magia está muy avanzada. Te desollaré a la antigua usanza—sacó una daga de entre los pliegues de su vestido—. Y en cuento a los otros dos...
Chasqueó los dedos.
—¡Mátalos, ventus!
...
Huy, que ganas de abandonar la historia sin razón alguna.
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