El punto más débil de una cadena sí es el centro, metafóricamente.
Jason Grace estropeó la frase.
Mientras nos dirigíamos a las olas, se acercó "furtivamente" a Percy y le murmuró:
—No es cierto, ¿sabes? El punto medio de una cadena tiene la misma resistencia a la tensión que el resto de las partes, suponiendo que la fuerza se aplique por igual a largo de los eslabones.
Percy suspiró.
—¿Intentas compensar la clase de física que te volaste? ¡Ya sabes lo que quise decir!
—La verdad es que no—respondió Jason—. ¿Por qué atacar por el medio?
—Porque... no lo sé bro, ¿no se lo esperarán?
Me detuve en la orilla.
—Me parece que esperan cualquier cosa.
A medida que la puesta del sol se teñía de color púrpura, los yates se iluminaron. Unos reflectores recorrían el cielo y el mar como si anunciaran las mejores rebajas de colchones de agua de la historia. Docenas de pequeñas patrullas cruzaban el puerto de un lado a otro, por si algún vecino de Santa Bárbara (¿santabárbaros?) tenía la cara de querer utilizar su costa.
Me preguntaba si Calígula siempre había tenido tanta seguridad o si nos estaba esperando. A esas alturas sin duda sabía que habíamos volado el Desmadre Militar de Macrón. También debía de haberse enterado de nuestro enfrentamiento con Medea en el Laberinto, suponiendo que la hechicera hubiera sobrevivido.
Calígula también contaba con la sibila eritrea, y eso quería decir que tenía acceso a la misma información que Herófila le había dado a Jason.
Jason estudió el recorrido de los reflectores.
—Podría llevarlos volando de uno en uno. A lo mejor no nos verán.
—O, podría llevarlos por debajo del agua—propuso Percy—. Es menos probable que nos vean.
—Creo que deberíamos evitar volar en la medida de lo posible—dije—. Y no sé cómo podríamos subir desde bajo el agua sin que nos vean, pero sea lo que sea, hay que hacerlo antes de que oscurezca más.
Piper se apartó de la cara el pelo que el viento agitaba.
—¿Por qué? A oscuras estamos más protegidos.
—Las estriges se ponen en movimiento una hora después de la puesta de sol—dije.
—¿Las estriges?—preguntó ella.
Le relaté nuestra experiencia con los pájaros de mal agüero en el Laberinto.
Piper se estremeció.
—En las leyendas cheroquis, las lechuzas siempre son malas. Suelen ser espíritus malignos o curanderos que se dedican a espiar. Si esas estriges son como gigantescas lechuzas chupasangre..., pues sí, mejor las evitamos.
—Estoy de acuerdo—dijo Jason—. Pero ¿cómo llegamos a los barcos?
Piper se metió en las olas.
—A lo mejor si pedimos que nos lleven...
Levantó los brazos e hizo señas al bote inflable más próximo, a unos cincuenta metros mar adentro, que recorría la playa con su luz.
—Supongo que quieres persuadirlos—dijo Percy.
—Sí.
—Tengo otra idea.
Percy se metió en el mar y desapareció entre las olas.
No pasó nada por un par de minutos.
Cuando el bote llegó a tierra encontramos a tres hombres empapados con chaleco antibalas, rifles de asalto y más equipo inconscientes junto a un semidiós sentado cómodamente en el bote.
—¿Que les hiciste?—pregunté.
—Les di una pequeña sumergida, hay que quitarles los equipos de comunicación, sus armas y dejarlos por allí.
Después de un par de minutos, habíamos despojado a los tres mercenarios inconscientes de todo menos las piyamas de asalto. Los dejamos tirados en medio de la arena, el toque final fue unas botellas vacías de cerveza que Percy había encontrado en un basurero. Si algún mortal veía la escena pensaría que no eran mas que un grupo de borrachos inconscientes.
El motor de la borda arrancó sólo cuando subimos al bote. Percy sonrió mientras usaba sus poderes como hijo de Poseidón para dirigir el vehículo.
Jason, Percy y yo corrimos a ponernos los chalecos antibalas y los cascos de los guardias. Piper se quedó en ropa de civil, pero como era la única capaz de escapar de un enfrentamiento embaucando al enemigo, dejó que nos divirtiéramos jugando a los disfraces.
Jason y Percy quedaban perfectamente como mercenarios. Pero yo tenía algunos problemas, el traje me quedaba muy grande. El casco antidisturbios estaba caliente como un horno de juguete, y el visor no paraba de bajarse.
Lanzamos las armas por la borda. Puede que parezca una tontería, pero las armas de fuego tienden a fallar y estropearse en las manos de los semidioses.
Quería pensar que los mercenarios también habrían tirado las armas si supieran para quien trabajaban, pero la verdad lo dudaba. Los humanos eran capaces de hacer cualquier cosa por la suficiente paga.
A medida que nos acercábamos a los yates, Percy redujo la marcha hasta que avanzamos a la misma velocidad que las otras patrullas.
Torció hacia el yate más próximo. De cerca, se alzaba imponente por encima de nosotros como una fortaleza de acero blanca. Justo por debajo de la superficie del agua, brillaban unas luces de navegación de color púrpura y dorado, de forma que el barco parecía flotar en una nube etérea de poder imperial romano. A lo largo de la proa del barco, pintado en letras negras más altas que yo, de hallaba el nombre: IVLIA DRVSILLA XXVI.
—Julia Drusila Vigésimo Sexta—dijo Piper—. ¿Fue una emperatriz?
—No—contesté—, la hermana favorita del emperador.
Noté una operación en el pecho al acordarme de aquella pobre chica: Su hermano Calígula la adoraba, la idolatraba. Cuando se convirtió en emperador, insistió en que compartiera con él cada comida, en que presenciara cada espectáculo depravado, en que fuera participe de todas sus violentas diversiones. Murió a los veintidós años, abrumada por el amor asfixiante de un sociópata. Alguna vez intenté ayudarla. Invitarla a la caza, pero todo fue inútil.
—Seguramente fue la única persona que Calígula quiso en su vida— dije—. Pero no sé por qué este barco tiene el número veintiséis.
—Porque ese es el veinticinco—Percy señaló el barco de al lado, cuya popa se encontraba a escasa distancia de nuestra proa. En efecto, pintadas en la parte trasera estaban escritas las palabras IVLIA DRVSILLA XXV—Y seguro que el yate que tenemos detrás es el número veintisiete.
—Cincuenta súperyates—dije, cavilando—, todos con el nombre de Julia Drusila. Sí, parece cosa de Calígula.
Jason escudriñó el costado del casco. No había escaleras de mano, ni escotillas, ni botones rojos con una oportuna etiqueta en la que dijera: ¡PULSE AQUÍ PARA CONSEGUIR LOS ZAPATOS DE CALÍGULA!
No teníamos mucho tiempo. Habíamos entrado en el perímetro de las patrullas y los reflectores, pero seguro que cada yate tenía cámaras de seguridad. No tardarían mucho en preguntarse qué hacía nuestro pequeño bote flotando al lado del XXVI. Además, las bandas de estriges que despertarían en cualquier momento, hambrientas y atentas a la menor señal de intrusos destripables.
—Los subiré volando de uno en uno—decidió Jason.
—Yo primero—dijo Piper—. Por si hay que persuadir a alguien.
El chico se volvió y dejó que Piper le rodeará el cuello con los brazos, como habían echó antes en incontables ocasiones. Alrededor del bote se levantó un viento que me revolvió el cabello, y Jason y Piper ascendieron flotando por el costado del barco.
Cuando nos quedamos solos, me volví hacia Percy.
—Ya puedes soltarlo.
Ni siquiera intento negar nada.
—Tengo miedo, Artemis... y si sólo necesitábamos que Jason nos dijera a donde ir para venir solos. Quiero pensar optimista, pero y si por nuestra culpa muere uno de ellos. Ya oíste a Jason, está resignado a morir y... no quiero perder a nadie más.
Puse una mano sobre su hombro.
—Percy, tu mismo me dijiste que en la vida las pérdidas son inevitables. Pero, aunque yo tampoco quiero que nadie muera en esta misión, si sucede, fue la decisión de todos venir y arriesgarnos.
—No de todos—dijo Percy—. A ti te obligó tu padre a arriesgar tu vida de esta manera.
—No—respondí—. Mi padre sin duda tiene parte de la culpa. Pero si en este momento me ofreciera volver al Olimpo a cambio de abandonarlos a su suerte, sin dudarlo me quedaría aquí, contigo...
Lo dije sinceramente, ya no tenía dudas. Por culpa de mi padre me metí en peligro, sí. Pero a partir de ese momento, lo que hiciera sería mi decisión.
—Gracias Arty, de verdad.
Le sonreí y nos miramos a los ojos, hubiera sido mejor si el visor del casco no se me hubiera bajado otra vez.
Percy miró hacia el barco.
—¿Donde está Jason? Ya debería haber vuelto.
Alce la vista. Estuve apunto de gritar, pero me contuve. Dos grandes figuras oscuras descendieron hacia nosotros de forma controlada y silenciosa con algo parecido a unos parapentes. Entonces me percaté de que no eran parapentes; eran orejas gigantes. En un abrir y serrar de ojos, las criaturas estaban encima de nosotros.
Aterrizaron grácilmente a cada lado de nuestro bote, con las orejas plegadas a su alrededor y sus espadas apuntándonos a la garganta.
Las criaturas se parecían mucho al orejón, el guardia al que Piper a había lanzado un dardo en la entrada del Laberinto en Llamas, sólo que éstos eran mayores y tenían pelo negro. Sus espadas tenían la punta roma y el filo doble y serrado, ideales tanto para golpear como para cortar. Reconocí las armas de golpe: eran khandas, del subcontinente indio. Me habría quedado muy satisfecha conmigo misma por acordarme de un dato tan desconocido si en ese momento no hubiera tenido el filo serrado de una khanda sobre mi yugular.
Entonces me vino otra cosa a la memoria. Me acordé de una de las muchas historias que solía contar Dioniso sobre sus campañas militares en la India: su encuentro con una cruel tribu de semihumanos con ocho dedos, orejas grandes y caras peludas. ¿Por qué no se me había ocurrido antes? ¿Qué me había dicho Dioniso de ellos...? Ah, sí, algo sobre jamás de los jamases intentar luchar contra ellos.
—Son pandai—logré decir con voz ronca—.Así se llama su raza.
El que tenía al lado me enseñó sus dientes blancos.
—¡Claro! Y ahora sean buenos prisioneros y vengan con nosotros. Si no, sus amigos están muertos.
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