El capitulo de hoy: como se creó la casa misteriosa.
No se hace algo así.
No anuncias que tu padre construyó una cada misteriosa en un lugar sagrado para las dríades y luego te levantas u te largas sin dar explicaciones.
Sin embargo, eso fue justo lo que hizo Meg.
—Hasta mañana—dijo sin dirigirse a nadie en concreto.
Subió por la rampa sin calzarse, a pesar de pasar por delante de veinte especies distintas de cactus, y se internó en la oscuridad.
Grover echó un vistazo a sus compañeras congregadas.
—Ejem, vaya, fue una reunión provechosa.
E inmediatamente se desplomó y se puso a roncar antes de tocar el suelo.
Aloe Vera me lanzó una mirada de preocupación.
—¿Sigo a Meg? A lo mejor necesita más pulpa de aloe.
—Voy a ver qué tal está—prometí.
—Yo también voy—dijo Percy.
Los espíritus de la naturaleza empezaron a recoger los restos de la cena mientras yo y Percy íbamos a buscar a Meg.
La encontramos a un metro y medio del suelo, sentada en el borde del cilindro de ladrillo más apartado, girada hacia dentro y mirando el foso de debajo. A juzgar por la cálida fragancia a fresa que salía de las grietas de piedra, deduje que se trataba del mismo pozo que habíamos utilizado para salir del Laberinto.
—Me estás poniendo nerviosa—dije—. ¿Quieres hacer el favor de bajar?
—No—respondió ella.
—Por supuesto que no—murmuré.
Percy se encogió de hombros y empezó a trepar en dirección a Meg, decidí seguirlo.
Nos sentamos junto a Meg en el borde del cilindro y me puse a columpiar los pies sobre el abismo por el que habíamos escapado... ¿De verdad había sido esa misma mañana? No podía ver la red de fresales entre las sombras, pero su olor resultaba intenso y exótico en el marco desértico. Es curioso cómo algo común puede volverse especial en un entorno nuevo. O como algo especial se puede volver de lo más común.
La noche decoraba la ropa de Meg y hacía que pareciera un semáforo en escala de grises. La nariz le moqueaba y le brillaba. Detrás de los cristales sucios de sus lentes, tenía los ojos húmedos. Daba vueltas a un anillo de oro y luego al otro, como si estuviera virando los mandos de una radio anticuada.
Había sido un largo día para los tres. No nos incomodaba el silencio, y yo no estaba segura de poder soportar más información espantosa sobre la profecía de Indiana. Pero necesitaba explicaciones. Antes de acostarme otra vez en ese sitio, quería saber lo seguro o peligroso que era, y si podía despertarme con un caballo parlante delante de las narices.
—¿Te apetece hablar del tema?—preguntó Percy con delicadeza.
—No.
No me sorprendió mucho. Incluso en las mejores circunstancias, Meg no er dada a la conversación.
—Si Aeithales es el sitio mencionado en la profecía—dijo Percy suavemente—, tus raíces de antaño, entonces podría ser importante saber cosas de él... para poder seguir vivos, y más importante, necesitamos saber el problema para así poder ayudarte.
Ella nos miró. No nos empujó hacia el foso de las fresas ni nos dijo que nos calláramos. En lugar de eso, dijo:
—Tomen—y nos tomó a ambos por la muñeca.
Me había acostumbrado a las visiones en vigilia: los momentos en que retrocedía al pasado cada vez que mis experiencias divinas sobrecargaban mis neuronas mortales. Pero eso fue distinto. En lugar de en mi pasado, me zambullí en de Meg McCaffrey y vi sus recuerdos desde su punto de vista.
Me encontraba en uno de los invernaderos antes de que las plantas se destrozaran. Los estantes metálicos estaban llenos de hileras ordenadas de nuevos brotes de cactus, y cada tiesto de barro estaba provisto de un termómetro digital y un medidor de humedad. Aspersores y lámparas de cultivo se hallaban suspendidos en lo alto. El aire era cálido, pero agradable, y olía a tierra recién removida.
La grava húmeda crujía bajo mis pies mientras seguía a mi padre en su recorrido; es decir, al padre de Meg.
Lo vi sonriéndome desde mi posición privilegiada de niña: era un hombre maduro de cabello oscuro rizado y nariz ancha y pecosa.
En ese recuerdo, Meg era muy pequeña. Las emociones que percibía me indicaban que tenía unos cinco años. El señor McCaffrey parecía muy contento y a gusto. Mientras Meg contemplaba el rostro de su padre, me sentí abrumada por su alegría y su satisfacción. Estaba con su padre. La vida era maravillosa.
Al señor McCaffrey le brillaban los ojos. Tomó un brote de cactus plantado en un tiesto y se arrodilló para enseñárselo a Meg,
—A éste lo llamo Hércules porque lo soporta todo—dijo.
—¡Grrr!—y a Meg le dio un ataque de risa.
—¡Her-cu-les!—repitió ella—. ¡Enséñame más plantas!
El señor McCaffrey dejó a Hércules en el estante y levantó un dedo como un mago:
—¡Observa!
Metió la mano en el bolsillo de su camiseta vaquera y ofreció su puño ahuecado a Meg.
—Intenta abrirlo—dijo.
Ella tiró de sus dedos.
—¡No puedo!
—Claro que puedes. Eres muy fuerte. ¡Esfuérzate!
—¡Grrr!—dijo la pequeña Meg. Esta vez consiguió abrir la mano de su padre y descubrió seis semillas hexagonales del tamaño de unas pequeñas monedas. En el interior de sus gruesas pieles, las semillas emitían un brillo tenue que les hacía parecer una flota de ovnis diminutos—. Oooh—exclamó—. ¿Puedo comérmelas?
Su padre se rió.
—No, tesoro. Son unas semillas muy especiales. Nuestra familia ha intentado producir semillas como éstas desde...—silbó en voz baja— hace mucho tiempo. Y cuando las plantemos...
—¿Qué?—preguntó Meg entrecortadamente.
—Serán muy especiales—prometió él—. ¡Más fuertes aún que Hércules!
—¡Plántalas ahora!
Su padre le revolvió el pelo.
—Todavía no, Meg. No están listas. Pero cuando llegue el momento, necesitaré tu ayuda. Las plantaremos juntos. ¿Me prometes que me ayudarás?
—Te lo prometo—dijo ella, con toda la solemnidad de su corazón de niña de cinco años.
La escena cambió. Meg entró descalza en el, bonito salón de Aeithales, donde su padre se hallaba de cara a una pared de cristal curvo con vista a las luces nocturnas de Palm Springs. Hablaba por teléfono de espaldas a Meg. Ella debería haber estado durmiendo, pero algo la había despertado: tal vez una pesadilla, tal vez la sensación de que su padre estaba alterado.
—No, no lo entiendo—dijo él por teléfono—. No tienes derecho. Esta finca no es... Sí, pero mi investigación no puede... ¡Eso es imposible!
Meg avanzó sigilosamente. Le gustaba estar en el salón. No sólo por la bonita vista, sino por la sensación de la madera noble encerada bajo sus Pues descalzos, lisa, fría y suave; eta como si se deslizara por una capa de hielo viviente. Le gustaban las plantas que su padre tenía en las estanterías y en unos tiesos gigantes repartidos por toda la sala: cactus con flores de muchos colores, árboles de Josué que formaban columnas vivientes y sostenían el techo extendiéndose en una red de ramas peludas y puntiagudos macizos verdes. Meg era demasiado pequeña para comprender que los árboles de Josué no debían hacer eso. A ella le parecía de lo más lógico que la vegetación se entrelazara y contribuyera a formar la casa.
También le gustaba el gran pozo circular del centro de la sala—la Cisterna, lo llamaba su padre—, que estaba separado con una cerca por motivos de seguridad, pero tenía la maravillosa capacidad de refrescar la casa entera y hacer que resultara segura y afianzada. A Meg le encantaba bajar corriendo por la rampa y meter los pies en el agua fresca de la piscina del fondo, aunque su padre siempre le decía: "¡No te noches demasiado! ¡Te convertirás en una planta!"
Pero por encima de todo le gustaba la mesa grande en la que trabajaba su padre: el tronco de un mezquite que salía del suelo y volvía a hundirse en él como el cuerpo de una serpiente marina surcando las olas, formando un arco. La parte superior del tronco era lisa y llana, una superficie de trabajo perfecta. Los huecos del árbol servían de Casillas para el almacenaje. Unas ramitas con hojas se elevaban de la superficie de la mesa describiendo una curva y creaban una estructura perfecta para colocar el monitor de la computadora de su padre. Meg le había preguntado una vez si había lastimado al árbol al tallar la mesa, y el se había reído entre dientes.
—No, tesoro, yo nunca lastimaría al árbol. El mezquite se ofreció a transformarse en mesa.
A la Meg de cinco años tampoco le parecía raro hablar de un árbol como si fuera una persona.
Sin embargo, esa noche Meg no se sentía tan cómoda en el salón.
No le gustaba cómo temblaba la voz de su padre. Llegó a la mesa y, en lugar de los habituales sobres de semillas, dibujos y flores, encontró un montón de correspondencia—cartas escritas a máquina, gruesos documentos engrapados, sobres—; todo de color amarillo diente de león.
Meg no sabía leer, pero no le gustaban esas cartas. Parecían importantes, oficiales y severas. El color le lastimaba los ojos. No era tan bonito como el de los dientes de león de verdad.
—Tú no lo entiendes—dijo el padre por teléfono—. Esto es más que el trabajo de mi vida. Son siglos. Miles de años de trabajo... Me da igual si me parece un disparare. No puedes...
Se volvió y se quedó inmóvil al ver a Meg ante su mesa. Su cara sufrió un espasmo; su expresión pasó de la ira al miedo y la preocupación, y luego adoptó una alegría forzada. Se metió el teléfono en el bolsillo.
—Hola, tesoro—dijo con una voz aguda—. No podías dormir, ¿verdad? Sí, yo tampoco.
Se acercó a la mesa, metió los papeles amarillos en un huevo del árbol y tendió la mano a Meg.
—¿Quieres ir a ver los invernaderos?
La escena cambió otra vez.
Un recuerdo confuso y fragmentario: Meg llevaba su atuendo favorito, un vestido verde y unas mallas amarillas. Le gustaba porque su padre decía que parecía uno de sus amigos del invernadero: un ser hermoso que estaba creciendo. Andaba por el camino de entrada, con su manta favorita en la mochila, dando traspiés a oscuras detrás de su padre porque éste decía que tenían que darse prisa. Sólo habían podido agarrar lo que podían llevar encima.
Estaban a mitad de camino del coche cuando la niña se detuvo al ver que las luces de los invernaderos estaban encendidas.
—Meg—dijo su padre, con la voz quebrada como la grava que pisaban—. Vamos tesoro.
—Pero Hér-cu-les...—repuso ella—. Y los demás.
—No podemos llevárnoslos explicó él, conteniendo un sollozo.
Meg nunca lo había oído llorar antes, y se sintió como si la tierra desapareciera debajo de ella.
—¿Las semillas mágicas?—preguntó —. ¿Podemos plantarlas... en el sitio al que vamos?
La idea de ir a otra parte le resultaba insoportable y terrible. Ella no había conocido otro hogar que Aeithales.
—No podemos, Meg —su padre apenas podía hablar—. Tienen que crecer aquí. Y ahora...
Miró atrás para ver la cada, que flotaba sobre sus enormes soportes de piedra, con las ventanas resplandecientes de luz dorada. Pero algo no iba bien. Unas siluetas oscuras atravesaban la ladera: unos hombres, o algo que parecía hombres, vestidos de negro, rodeaban la finca. Y más siluetas oscuras daban vueltas en lo alto, con unas alas que tapaban las estrellas.
Su padre le tomó la mano.
—No hay tiempo, tesoro. Tenemos que irnos. Ya.
Lo último que Meg recordaba de Aeithales era estar sentada en la camioneta ranchera de su padre, con la cara y las manos pegadas a la ventanilla trasera, tratando de no perder de vista las luces de la casa. Sólo estaban a media cuesta cuando su hogar estalló en una flor de fuego.
Dejé escapar un grito ahogado, y mis sentidos volvieron súbitamente al presente. Meg apartó sus manos de mi y de Percy.
La miré asombrada; mi percepción de la realidad dio tal vuelco que temí caer al foso de las fresas.
—Meg, ¿cómo hiciste...?
Ella se tocó un callo de la palma de la mano.
—No sé. Necesitaba hacerlo.
Una respuesta muy propia de ella. Aún así, los recuerdos habían sido tan dolorosos y tan vivos que me dolía el pecho como si me hubieran dado con un desfibrilador.
¿Cómo había compartido Meg su pasado con nosotros? No tenía idea.
Lo que sí sabía era que sufría, mucho más de lo que expresaba.
Las tragedias de su breve vida habían empezado antes de la muerte de su padre. Había empezado aquí. Estas ruinas eran lo único que quedaba de la vida que podría haber disfrutado.
Aún con las enormes posibilidades de que Meg nos atacará. Percy y yo la abrazamos, lo que fue una terrible negligencia de seguridad porque casi nos caemos los tres al foso.
Meg estaba tensa, pero el mensaje que transmitía Percy con su cuerpo era muy evidente: "déjese querer"
—Phillip—dijo Meg, como si se le acabara de ocurrir el nombre—. Mi papá se llamaba Phillip McCaffrey.
Empezó a temblar, la acerqué a mi pecho mientras la abrazaba.
—Olía a abono—recordó Meg—. Pero en el buen sentido.
Contemplé la hilera de invernaderos; sus contornos apenas se veían contra el cielo nocturno negro rojizo. Era evidente que Phillip McCaffrey había sido un hombre con talento. ¿Un botánico, quizá? Desde luego había contado con el favor de Deméter. ¿Cómo si no, podía haber construido una casa como Aeithales en un lugar con semejante poder natural? ¿En que había estado trabajando y a qué se refería cuando decía que su familia había estado investigando en el mismo campo durante miles de años? Los humanos casi nunca pensaban en términos de milenios. Tenían suerte si se sabían los nombres de sus bisabuelos.
Y lo más importante, ¿qué le había pasado a Aeithales y por qué? ¿Quien había echado a los McCaffrey de su casa y los había obligado a dirigirse al este, Nueva York? La última pregunta, por desgracia, era la única a la que creía que tenía respuesta.
—Calígula hizo esto—dije, señalando los cilindros en ruinas de la ladera—. Es a lo que se refería Incitatus cuando dijo que el emperador se encargó de este sitio.
Meg se volvió hacia mí con la mirada de piedra.
—Tenemos que averiguarlo. Mañana. Ustedes, Grover y yo. Encontraremos a esa Piper y a ese Jason.
—No—dijo Percy.
—¿Cómo?
—Meg, escucha. Artemis y yo encontraremos al responsable de eso, eso es una promesa. Pero tú misión aquí es otra.
—¿A que te refieres?—preguntó ella.
Percy la tomó suavemente por los hombros.
—Es simple—dijo— tú tienes que quedarte aquí e intentar pasarlo bien, ¿entiendes? Práctica jardinería, ayuda a las dríades, juega con Chuck, lo importante es que te diviertas. Sé que parece difícil y fuera de lugar con la crisis actual, pero escucha. Encontraremos al que hizo esto y lo aremos pagar, y si necesitamos tu ayuda te llamaremos de inmediato. Pero esto es muy personal para ti, y he visto lo que el deseo de venganza le hace a las personas.
Entendí lo que Percy planeaba, era una buena idea, quería que Meg pudiera tener un poco de la infancia que le fue arrebatada, mantenerla un poco por fuera de todo el asunto con los emperadores para que pudiera tener algo de paz mental, pero sin sacarla totalmente del asunto.
—Intenta disfrutar lo más que puedas. Nosotros resolveremos el caso, ¿está bien?
No podíamos pelear las batallas de Meg, pero si podíamos darle un descanso, eventualmente ella se tendrá que enfrentar a Nerón, y para entonces, esperaba que ya hubiera conseguido la paz y fortaleza que necesitaría para el encuentro.
—Pero... está bien—Meg sacó las piernas del pozo—. Me voy a dormir, ustedes deberían hacer lo mismo.
Saltó de la tapia y atravesó con cuidado la ladera en dirección a la Cisterna.
Percy y yo nos quedamos juntos en la cornisa un largo rato.
—Es fuerte—dijo finalmente Percy—, superará lo que le pongan enfrente.
Asentí.
—Sin duda lo hará.
Nos quedamos viendo la luna en el cielo nocturno.
El cansancio se apoderó de mi, recargue mi cabeza en el hombro de Percy y estuvimos así unos minutos.
—Será mejor bajar de aquí antes de que nos caigamos, Arty.
—Sí—acepté, ya medio dormida—, vamos.
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