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Capítulo 48


Piper se derrumbó. Se desplomó contra Leo y le contó la historia llorando entre sollozos hasta que él, atónito y con los ojos rojos, la abrazó y sepultó su cara en el cuello de ella.

El personal de tierra no nos atosigó. Los Hedge se retiraron al Pinto, donde el entrenador apretó bien el cinturón a Mellie y al bebé, como había que hacer siempre con la familia, pues la tragedia podía sorprenderle a cualquiera en cualquier momento.

Yo me quedé cerca mientras Percy hablaba con ellos; la maqueta de Jason se agitaba en sus brazos. Al lado del Cessna, Festo levantó la cabeza, emitió un sonido grave y quejumbroso y acto seguido escupió fuego al cielo. Los miembros del personal de tierra se pusieron un poco nerviosos mientras le lavaban las alas con mangueras. Me imaginaba que los aviones privados no solían lamentarse y expulsar fuego por los orificios nasales.

El aire pareció cristalizarse a nuestro alrededor y formar quebradizas esquirlas de emoción que nos cortarían independientemente de la dirección en la que nos giráramos.

Parecía que a Leo lo hubieran golpeado repetidas veces. (Y sabía de lo que hablaba. Lo había visto siendo golpeado repetidas veces). Se secó las lágrimas de la cara y se quedó mirando la bodega del avión y luego la maqueta que Percy tenía en las manos.

—No me... Ni siquiera pude despedirme—murmuró.

Piper sacudió la cabeza.

—Yo tampoco. Fue muy rápido. Él...

—Hizo lo que Jason siempre hacia—dijo Leo—. Los salvó.

Piper respiró entrecortadamente.

—¿Y tú? ¿Qué noticias tienes?

—¿Noticias?—Leo contuvo un sollozo—. Después de esto, ¿que más dan mis noticias?

—Oye—Piper le dio un puñetazo en el brazo—. Ya me contaron lo que hiciste. ¿Qué pasó en el Campamento Júpiter?

Leo se puso a tamborilear con los dedos sobre los muslos, como si mantuviera dos conversaciones simultáneas en código morse.

—Detuvimos... detuvimos el ataque. Más o menos. Hubo muchos daños. Ésa es la mala noticia. Muchas buenas personas...—miró otra vez la bodega—. Bueno, Frank está bien. Y Reyna y Hazel. Ésa es la buena noticia...—se estremeció—. Dioses, ya no puedo ni pensar con claridad. ¿Es normal? Se me está olvidando cómo se piensa.

—Tranquilo, sé cómo se siente...—dijo Percy—. Es... es mucho que procesar.

El capitán bajó por la escalera del avión.

—Lo siento, señorita McLean, pero estamos esperando para salir. Si no queremos perder la oportunidad...

—Sí—dijo ella—. Claro, Percy, tú y Artemisa, váyanse. Estaré bien con el entrenador y Mellie. Leo...

—Ey, no te vas a librar de mí—repuso él—. Acabas de ganarte un dragón de bronce escolta hasta Oklahoma.

—Leo...

—No vamos a discutirlo—insistió él—. Además, queda más o menos de camino a Indianápolis.

Piper sonrió débilmente.

—Tú te vas a instalar en Indianápolis. Yo, en Tahlequah. Vamos a conocer el mundo, ¿eh?

Leo se volvió hacia nosotros.

—Adelante, chicos. Lleven... lleven a Jason a casa. Háganle justicia. Encontrarán el Campamento Júpiter todavía en pie.

La última vez que vi a Piper, Leo, el entrenador y Mellie por la ventanilla del avión, estaban en la pista, planeando su viaje hacia el oeste con su dragón de bronce y su Pinto amarillo.

Mientras tanto, nosotros avanzamos por la pista de despegue en nuestro avión privado. Nos elevamos por los aires con gran estruendo rumbo al Campamento Júpiter y a nuestro encuentro con Reyna, la hija de Belona.

No sabía cómo encontraría la Tumba de Tarquinio, ni quién se suponía que era el dios silente. No sabía cómo impediríamos que Calígula atacara el deteriorado campamento romano. Pero ninguna de esas me preocupaba tanto como lo que ya nos había ocurrido: las numerosas vidas perdidas, el ataúd de un héroe que traqueaba en la bodega, la hija de Deméter que se dirigía directo a las garras de Nerón y los tres emperadores que seguían vivos, dispuestos a causar más estragos en todo y todos los que me importaban.

Me sorprendí llorando.

Mirando la maqueta de Jason en el asiento de al lado, lo único que podía pensar era que aquel chico que había sido mi hermano jamás llegaría a ver terminados los planes que con tanto mimo había etiquetado.

—Oye, Arty—Percy me miró fijamente, él estaba nervioso y se tensaba a la menor turbulencia del avión, pero estaba permaneciendo firme para mí como yo lo había hecho para el la noche anterior—. Vamos a arreglarlo todo.

Moví la cabeza tristemente.

—¿Qué quiere decir eso? Calígula se dirige al norte. Nerón sigue ahí afuera. Nos enfrentamos a tres emperadores y no vencimos a ninguno. Y Pitón...

El me hizo mirarlo a los ojos.

—Escúchame, ¿de acuerdo?

Me perdí por un segundo en sus tormentosos ojos verdes.

—Yo... Sí.

—Bien, "llegarás al Tíber con vida. Y darás una triste noticia". Es lo que decía la profecía de Indiana, ¿no? Tendrá sentido cuando lleguemos. Venceremos al triunvirato.

Parpadeé.

—¿Es una orden?

—Es una promesa.

Ojalá no lo hubiera dicho de esa forma. Casi podía escuchar la voz de Estigia, curiosa por una sagrada promesa que yo había roto sin siquiera saberlo. Y no sabía que clase de males podría traer a mí por eso.

Pero Percy tenía razón. Derrotaría a los emperadores. Liberaría Delfos de las garras de Pitón. No permitiría que los que se habían sacrificado lo hubieran hecho en vano.

Tal vez esa misión había terminado con una nota amarga, pero era porque aún quedaban muchas cosas por hacer.

Observé al chico sentado cerca de mí, sentí una extraña sensación en el estómago cuando se volvió a verme.

Una promesa que ni siquiera sabía que había roto...

Pero no era posible, al menos para mí.

De todos los posibles juramentos que alguna vez hice no podía ser ese el que rompí.

¿Cierto?

No podía ser... ¿que me hubiera enamorado?

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