Capítulo 40
Meg atacó primero.
Empleando movimientos rápidos y seguros, cortó las cadenas que inmovilizaban a la sibila y lanzó una mirada asesina a Medea, como diciendo "¡Ja,ja! ¡Lo hice! ¡Liberé al Oráculo!"
Los grilletes cayeron de las muñecas y los tobillos de la sibila y dejaron ver unas desagradables quemaduras circulares rojas. Herófila se tambaleó hacia atrás llevándose las manos al pecho. Parecía más horrorizada que agradecida.
—¡No, Meg McCaffrey! No deberías haber...
La pista que se disponía a dar, ya fuera horizontal o vertical, se volvió irrelevante. Las cadenas y los grilletes se unieron de nuevo, totalmente reparados. A continuación, se lanzaron como serpientes de cascabel sobre mí, no sobre Herófila. Se enroscaron alrededor de mis muñecas y mis tobillos. El dolor era tan intenso que al principio me pareció fresco y agradable. Luego grité.
—¡¡¡Artemis!!!—gritó Percy.
El y Meg asestaron golpes a los eslabones fundidos, pero esta vez repelieron sus espadas. A cada golpe que daban, las cadenas se tensaban y tiraban de mí hasta que me vi obligada a agacharme. Echando mano de mis insignificantes fuerzas, forcejeé contra mis ataduras, pero no tardé en descubrir que era mala idea. Dar tirones contra las esposas era como pegar las muñecas a una plancha al rojo vivo. El dolor por poco me hizo desmayar, y el olor..., no me gusta a el olor a fritanga de Artemisa. Sólo permaneciendo totalmente neutral, dejando que los grilletes me sujetaran por donde quisieran, conseguí mantener el dolor a un nivel sólo insoportable.
Medea se reía y disfrutaba visiblemente de mis contorciones.
—¡Bien hecho, Meg McCaffrey! Iba a encadenar a Artemisa yo misma, pero me ahorraste un hechizo.
Caí de rodillas.
—Saquen... saquen a la sibila de aquí. ¡Déjenme!
Tan pronto como lo dije supe que sería inútil, Percy no se iría de allí sin más.
—Ni hablar, no voy a...
No tuvo que acabar la frase. Medea chasqueó los dedos y las baldosas de piedra se movieron sobre la superficie del icor y dejaron la plataforma de la sibila aislada de cualquier salida.
Detrás de la hechicera, los dos guardias desplegaron sus gigantescas orejas y cruzaron la sala por los aires dejando que las cálidas corrientes ascendentes los llevaran a unas baldosas separadas, cerca de las esquinas de nuestra plataforma. Desenvainaron las hojas de sus khandas y esperaron por si éramos tan tonto como para intentar saltar.
—Ustedes mataron a Timbre—susurró uno.
—Ustedes mataron a Peak—dijo el otro.
Medea se reía por lo bajo en su saliente.
—¿Lo ves, Artemisa? ¡Elegí a una pareja de voluntarios muy motivados! El resto gritaba que quería venir conmigo aquí abajo, pero...
—¿Hay más fuera?—preguntó Meg. No sabía si la idea le parecía práctica p ("¡Bien, menos que matar ahora!") o deprimente ("¡Buf, más que matar luego!")
—Por supuesto, querida—contestó Medea—. Aunque se les ocurriera la absurda idea de enfrentarse a nosotros, daría igual. Claro que Flutter y Decibel tampoco iban a permitirlo. ¿Verdad que no, chicos?
—Yo soy Flutter—dijo Flutter.
—Yo soy Decibel—dijo Decibel—. ¿Podemos matarlos ya?
—Todavía no—respondió Medea—. Artemisa está justo en donde quiero que esté, listo para ser liquidado. En cuanto al resto, tranquilícese. Si intentan entrometerse, haré que Flutter y Decibel los maten. Pero entonces su sangre podría derramarse en el icor y arruinar la pureza de la mezcla—abrió las manos—. Compréndanlo. No podemos tener icor manchado. Sólo necesito la esencia de Artemisa para la receta.
No me gustaba la forma en que hablaba de mí como si ya estuviera muerta: un simple ingrediente más, igual de importante que un ojo de sapo o el sasafrás.
—No me liquidarás—gruñí.
—Ay, Artemisa—dijo ella—. Yo creo que sí.
Las cadenas se tensaron más y me obligaron a ponerme a gatas.
No entendía cómo Herófila había soportado semejante dolor tanto tiempo. Claro que ella todavía era inmortal. Yo, no.
—¡Que empiece!—gritó Medea.
Empezó a cantar.
El icor emitió un brillo de un blanco puro y decoloró toda la sala.
Baldosas de piedra en miniatura con los bordes afilados parecían moverse bajo mi piel, mientras despellejaban mi forma humana y me convertían en un nuevo acertijo en el que ninguna de las respuestas era "Artemisa". Grité. Farfullé. Hubiera suplicado por mi vida. Afortunadamente para la poca dignidad que me quedaba, fui incapaz de pronunciar las palabras.
Por el rabillo del ojo, en las profundidades de mi agonía, era vagamente consiente de que Grover y Meg estaban retrocediendo aterrados ante el humo y la luz plateada que brotaban de las grietas de mi cuerpo.
Los comprendía perfectamente. ¿Qué podían hacer ellos? En ese momento yo tenía más probabilidades de explotar que los envases familiares de granadas de Macrón, y mi envoltorio no era ni de lejos tan resistente a la manipulación.
Percy:
Killer Queen already touched her.
¿Qué se supone que se debe hacer cuando alguien está echando humo, y que están apareciendo grietas brillantes en su piel?
El aire del lugar estaba extremadamente seco, pero incluso allí tenía de dónde sacar algo de humedad.
Me las arreglé para concentrar el sudor desprendido de mis amigos en una pequeña masa de agua. Asqueroso, sí. Pero efectivo también.
No sabía que estaba haciendo, pero estaba desesperado.
Mis poderes estaban muy ligados a mis emociones, si estaba enojado o estresado hacía explotar tuberías. Después de tanta frustración en la cueva de Trofonio había invocado un temblor. Cuando estaba muy decidido o resuelto a lograr algo llegaba a crear huracanes. Y en ese momento estaba totalmente enfocado a ayudar a Artemis.
Llevé mis emociones a un sitio donde no me gustaba visitar. Allí se encontraban algunas personas que me causaron mucho conflicto, que hicieron tanto bien como mal a mi vida. Que me dejaron algo grabado en mi memoria.
Personas a las que no tenía ningún deseo de volver a ver, pero que al mismo tiempo extrañaba de alguna manera. Entre ellos se encontraban algunos viejos rivales como Luke Castellan, y sí, también estaba Annabeth.
Noté como el agua entre mis manos empezaba a enfriarse rápidamente, quedando semi-congelada.
Artemisa:
Sentí una débil sensación de alivio, en mi frente y entre las cadenas y mis brazos.
Percy estaba frente a mi con una cara de total concentración, estaba aplicando en mi frente y los brazos lo que parecía un pequeño pedazo de hielo, que se derretía y posteriormente evaporaba al contacto con mi piel.
No era de mucha ayuda, pero lo agradecí enormemente, aunque sea solo por un milisegundo de alivio.
—Resiste, Artemis—me susurró.
—Meg—dijo Grover, manejando torpemente su zampoña—. Voy a tocar una canción de la naturaleza. A ver si puedo interrumpir el hechizo y, con suerte, pedir ayuda.
Ella agarró sus espadas.
—¿Con este calor? ¿Bajo tierra?
—¡La naturaleza es lo único que nos queda!—dijo—. ¡Cúbreme!
Empezó a tocar. Meg montó guardia con las espadas en alto. Hasta Herófila colaboró cerrando los puños, dispuesta a enseñarles a los pandai cómo se ocupaban las sibilas de los rufianes en Eritras.
Parecía que los pandai no supieran cómo reaccionar. Hicieron una mueca al oír el sonido de la zampoña y enrollaron las orejas alrededor de sus cabezas como turbantes, pero no atacaron. Medea se los había prohibido. Y parecía que no estuvieran seguros de su constituiría un acto de acreción o no.
Mientras tanto, yo estaba ocupada procurando no ser desollada viva. Hasta el último ápice de mi fuerza de voluntad se concentró instintivamente en seguir con vida. Yo era Artemisa, ¿no? Yo... yo era... era... hmm.
El canto de Medea minaba mi determinación. Su letra en colquiano antiguo se infiltraba en mi mente. ¿Quién necesitaba a los dioses antiguos? ¿A quien le importaba Artemisa? ¡Calígula era mucho más interesante! Era más indicado para el mundo moderno. Él encajaba. Yo no. ¿Por qué no abandonar sin más? Entonces podría estar en paz.
—Resiste, por favor.
El chico de ojos verdes, a él le importaba. No podía solo dejarlo solo.
—Artemis, mírame. Debes resistir.
—¿Y...yo im.. importo?
—A mi, Artemis. Yo...—algunas lágrimas asomaron de sus ojos—... Yo, creo que tú... eres la diosa que yo... Artemis, creo que yo...
Dejé escapar un grito ahogado.
El dolor es algo interesante. Crees que llegaste al límite y que es imposible que sientas más tormento, y entonces descubres que existe otro nivel de sufrimiento. Y después de ése, otro. Las baldosas de piedra debajo de la piel cortaban, se movían y desgarraban. Por mi patético cuerpo mortal se encendían fuegos como erupciones solares mezcladas con luz lunar que atravesaban el barato camuflaje ártico rebajado de Macrón. Perdí la noción de quien era y por qué luchaba por seguir con vida. Deseaba desesperadamente darme por vencida para que el dolor cesara.
Pero no podía, aquel chico frente a mi me necesitaba, yo lo apreciaba, lo quería de alguna manera que no era capaz de definir, pero no recordaba quien era él.
Entonces el sátiro de la zampoña encontró el ritmo que buscaba. Sus notas se volvieron más seguras y alegres, y su cadencia más regular. Tocó intensa y desesperada giga, como las que tocaban en primavera los sátiros de la antigua Grecia en los prados, con la esperanza de animar a las dríades a salir a bailar con ellos entre las flores silvestres.
Vaya, me acordaba de eso y no de quien era el chico de ojos verdes frente a mí.
La canción estaba totalmente fuera de lugar en aquella mazmorra ardiente con crucigramas. Ningún espíritu de la naturaleza podría oírla. Ninguna dríade vendría a bailar con nosotros. Aún así, la música me alivio el dolor. Atenuó la intensidad del calor como una toalla húmeda pegada a mi frente febril.
El cántico de la hechicera se entrecortó y Medea miró con mala cara al sátiro.
—¿En serio? ¿Vas a parar o tengo que obligarte?
El sátiro tocó de forma aún más frenética; una llamada de socorro a la naturaleza que resonó por la sala e hizo reverberar los pasillos como los tubos de un órgano de la iglesia.
De repente, la niña de las espadas doradas se unió cantando letras absurdas.
—Eh, ¿qué cuenta esa naturaleza? Nos encantan las plantas. Bajen aquí, dríades, y, ejem, crezcan y... maten a la hechicera y todo eso.
La sibila, que antaño había tenido una voz preciosa, que había nacido cantando profecías, miró consternada a la niña y, haciendo gala de una concentración digna de una santa no le dio un puñetazo en toda la cara.
Medea suspiró.
—Muy bien, se acabó. Lo siento, Meg, pero estoy segura de que Nerón me perdonará por matarte cuando le explique lo mal que cantaste. Lamento que esta excusa de diosa te haya envenenado la cabeza con sus ideas. Flutter, Decibel, háganlos callar.
Los pandai sonrieron con regocijo.
—¡Ahora nos vengaremos! ¡¡¡Muerte!!! ¡¡¡Muerte!!!
Desenrollando las orejas, levantaron las espadas y saltaron hacia la plataforma.
El chico de ojos verdes y la niña vestida de semáforo se volvieron a los pandos y desenfundaron sus espadas. Sentí como el chico se alejaba de mi para detener el ataque.
—No... te vallas...
De un movimiento cada uno, los dos pandai se disolvieron en polvo dorado.
Medea se llevó la palma de la mano a la cara.
—En fin... Le dije a Calígula que los guerreros con dientes de dragón son mucho mejores guardias. Pero nooo. Él insistió en contratar pandai—movió la cabeza con un gesto de indignación.
Chasqueó los dedos. Un ventus cobró vida dando vueltas y atacó rodeando al chico de ojos verdes, a la niña vestida de semáforo y al sátiro y los levantó de la plataforma.
Grité retorciéndome bajo mis cadenas, convencida de que Medea arrojaría a mis amigos al fuego, pero simplemente se quedaron suspendidos. El sátiro seguía tocando la zampoña, aunque no salía ningún sonido, la niña fruncía el ceño y gritaba, y el chico de ojos verdes miraba con frustración al tornado como diciendo "¿Otra vez esto? ¿Me estás vacilando?"
La sibila no quedó atrapada en el ventus. Supuse que Medea no la consideraba peligrosa. Se puso a mi lado, con los puños aún cerrados. Yo se lo agradecí, pero no veía qué podía hacer una sibila boxeadora frente al poder de la hechicera.
—¡Está bien!—dijo Medea con un brillo triunfal en los ojos—. Empezaré otra vez. Pero entonar este canto al mismo tiempo que controlo un ventus no es fácil, así que, por favor, pórtate bien. De lo contrario podría desconcentrarme y tirar a tus amigos al icor. Y con los pandai, ya tenemos suficientes impurezas. A ver, ¿por dónde íbamos? ¡Ah, sí! ¡Estábamos desollando tu forma humana!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro