Calígula no es mi amigo.
Se me ocurrían muchos nombres para llamar a Calígula, pero "amigo" no era uno de ellos.
Sin embargo, Incitatus parecía de lo más cómodo en presencia del emperador. Se fue trotando a estribor, donde dos pandai empezaron a cepillarle el pelaje mientras un tercero se arrodillaba para ofrecerle avena en un cubo dorado.
Jason repartía golpes a diestra y siniestra en su túnel de metralla tratando de escapar. Lanzó una mirada afligida a Piper y gritó algo que no oí. En la otra columna de viento, Percy flotaba mirándome con preocupación. Conocía la expresión que había en su cara, trataba de pensar en algo, pero no tenía ideas y estaba desesperado.
Calígula bajó del estrado. Se paseó entre las columnas de viento con paso desenfadado. Se detuvo a escasa distancia de mí y de Piper.
—Ésta debe la preciosa Piper McLean—la miró frunciendo el ceño, como si acabara de darse cuenta de que estaba semiconsciente—. ¿Por qué está así? No puedo provocarla en este estado. ¡Reverb!
El comandante pretoriano chasqueó los dedos y dos guardias avanzaron arrastrando los pies y levantaron a Piper. Uno agitó un botellín debajo de su nariz: sales aromáticas, quizás, o alguna repugnante versión mágica de Medea.
Piper echó la cabeza atrás de golpe, un escalofrío le recorrió el cuerpo y acto seguido apartó a los pandai.
—Estoy bien—miró su entorno parpadeando, vio a Jason y a Percy en las columnas de viento, y a continuación lanzó una mirada asesina a Calígula. Se esforzó por tomar su daga, pero los dedos no le respondían—. Te mataré.
El emperador se rio entre dientes.
—Eso sería divertido, amor mío. Pero no nos matemos todavía, ¿okey? Esta noche tengo otras prioridades.
Me sonrió.
—Ay, Diana. ¡Qué regalo me hizo Júpiter!, admito que hubiera preferido a tu hermano pero me sirves de igual forma.
Dio una vuelta alrededor de mí deslizando las puntas de los dedos por mis hombros como si buscara polvo. Solté un gruñido y apreté los puños, pero no ataqué. Calígula irradiaba seguridad y sangre fría, tal era su aura de poder que me nublaba la mente.
—No te queda mucha divinidad, ¿verdad?—dijo—. No te preocupes. Medea se hará con ella. Luego me vengaré de Júpiter y Apolo por ti. Por si te sirve de consuelo.
—Yo... yo no quiero vengarme.
—¡Pues claro que quieres! Será maravilloso, ya verás... Bueno, en realidad, estarás muerta, pero tendrás que fiarte de mi. Te haré sentir orgullosa.
—César—dijo Medea desde de su lado del estrado—, ¿podemos empezar?
Hizo todo lo posible por ocultarlo, pero detecté la tensión en su voz. Como ya había advertido en el estacionamiento de la muerte, hasta Medea tenía sus limitaciones. Tener encerrados a Percy y Jason en dos tornados debía de consumirle muchas fuerzas. No podría mantener a los venti que los encarcelaban y obrar la magia que necesitaba para desdivinisarme. Ojalá hubiera sabido cómo aprovechar esa debilidad...
En el rostro de Calígula se vio un asomo de irritación.
—Sí, sí, Medea. Enseguida. Primero tengo que saludar a mis leales sirvientes...—se volvió hacia los pandai que nos habían acompañado desde el barco de los zapatos—. ¿Cual de ustedes es Wah-Wah?
Wah-Wah hizo una reverencia, y sus orejas se desplegaron sobre el suelo del mosaico.
—A-aquí, señor.
—Me has servido bien.
—¡Sí, señor!
—Hasta hoy.
El pandos se quedó como si intentara tragarse un ukelele (he visto a Apolo tratar de hacerlo, perdió una apuesta)
—Nos... ¡nos engañaron, señor! ¡Con un sonido horrible!
—Entiendo—dijo Calígula—. ¿Y cómo piensas arreglarlo? ¿Cómo puedo estar seguro de tu lealtad?
—Le... ¡le doy mi corazón señor! ¡Ahora y siempre! Mis hombres y yo...—se tapó la boca con sus grandes manos.
Calígula sonrió débilmente.
—Oye, ¿Reverb?
Su comandante pretoriano dio un paso adelante.
—¿Señor?
—¿Oíste a Wah-Wah?
—Sí señor—asintió Reverb—. Su corazón es de usted. Y también los corazones de sus hombres.
—Bueno, pues—Calígula agitó los dedos en un vago gesto para pedirle que se fuera—. Sácalos y toma lo que es mío.
Los guardias situados en el lado de babor del salón del trono avanzaron resueltamente y agarraron a Wah-Wah y a sus dos tenientes de los brazos.
—¡No!—gritó Wah-Wah—. ¡No, yo... yo no quería...!
Él y sus hombres se retorcieron y sollozaron, pero fue en vano. Los pandai con armaduras doradas se los llevaron a rastras.
Reverb hizo una reverencia y se fue a toda prisa detrás de sus hombres.
El pulso me martilleaba las sienes. Quería convencerme de que las cosas no iban tan mal. La mitad de los guardias del emperador y su comandante acababan de irse. Medea estaba sometida a la presión de controlar a dos venti. Eso significaba que sólo teníamos que enfrentarnos a seis pandai de élite, un caballo asesino y un emperador inmortal. Era el momento ideal para poner en práctica mi ingenioso plan...
Si hubiera tenido uno.
Calígula se puso a mi lado. Me rodeó con un brazo como un viejo amigo.
—¿Lo ves, Diana? No estoy loco. No soy cruel. Sólo tomó la palabra de la gente. Si me prometes tu vida, o tu corazón, o tu riqueza..., debes decirlo enserio, ¿no crees?
Quería sacudirmelo de encima, quería atacarlo y matarlo solo por acercárseme tanto, pero no podía. Me empezaron a llorar los ojos. Me daba miedo parpadear.
Percy miraba a Calígula con una expresión de furia salvaje e incontenible que jamás le había visto, golpeaba las paredes de su prisión ventus con sus puños y gritaba furiosamente sin hacer ningún sonido.
—Tu amiga Piper, por ejemplo—continuó Calígula—. Quería pasar tiempo con su papá. Se sentía contrariada por si carrera. ¿Y sabes qué? ¡Yo le quité la carrera! ¡Si se hubiera ido a Oklahoma con él, como tenían planeado, podría haber conseguido lo que tanto quería! ¿Y me da las gracias? No. Viene aquí a matarme.
—Te mataré—dijo Piper, en un tono un poco más firme—. Puedes tomarme la palabra.
—Lo que yo decía—declaró Calígula—. Nada de gratitud.
Me dio una palmadita en el pecho y me provocó explosiones de dolor en las costillas magulladas.
¿Era yo o el barco se estaba sacudiendo más violentamente de lo normal?
—¿Y Jason Grace? Quiere ser un sacerdote o algo por el estilo y construir santuarios a los dioses. ¡Muy bien! Yo soy un dios. ¡Me parece muy bien! Pero resulta que viene aquí y fulmina mis yates con rayos. ¿Es ése el comportamiento de un sacerdote? Yo diría que no.
Se dirigió sin prisa a las columnas de viento. Al hacerlo su espalda quedó desprotegida, pero ni Piper ni yo nos movimos para atacarlo. Ni siquiera puedo decirte por qué. Me sentía muy impotente, como si estuviera atrapada en una visión que hubiera tenido lugar siglos antes. Por primera vez, me di cuenta de cómo serían las cosas si el triunvirato controlaba todos los oráculos. No sólo predecirían el futuro, sino que también lo determinarían. Todo lo que ellos dijeran se convertiría en el destino inexorable.
—Y la joven semidiosa que ocultan en algún lado, Meg McCaffrey. ¡Su papá juró que no descansaría hasta que reencarnara a las nacidas de la sangre, las esposas de la plata! ¿Te lo puedes creer?
"Nacidas de la sangre", "esposas de la plata". Esas palabras me provocaron una sacudida en el sistema nervioso. Sentía que debía saber lo que significaban, qué relación guardaban con las siete semillas verdes que Meg había plantado en la ladera. Como siempre, mi cerebro mortal protestó cuando intenté extraer esa información de sus profundidades. Casi podía ver el molesto mensaje de ARCHIVO NO ENCONTRADO tras mis ojos.
Calígula sonrió.
—Naturalmente, tomé la palabra al doctor McCaffrey. Reduje a cenizas su fortaleza. Pero, sinceramente, me pareció muy generoso de mi parte dejarlos con vida a él y a su hija. La pequeña Meg vivió una vida maravillosa con mi sobrino Nerón. Si tan sólo no se la hubieran llevado y envenenado su joven mente con sus ideas...—nos miró agitando el dedo con desaprobación.
En el lado de estribor de la sala, Incitatus alzó la vista de su cubo dorado de avena y eructó.
—Oye, Gran C, un discurso estupendo y todo eso. Pero ¿no deberíamos matar a los dos que están dentro de los remolinos para que Medea pueda dedicarse a desollar viva a Diana? Tengo muchas ganas de verlo.
—Sí, por favor—convino la hechicera, apretando los dientes.
—¡No!—gritó Piper—. Calígula, suelta a mis amigos.
Lamentablemente, apenas se tenía en pie y le temblaba la voz.
El emperador se rio entre dientes.
—La mismísima Medea me entrenó para resistir el poder de persuasión, amor mío. Tendrás que hacerlo mejor si...
—Incitatus—dijo Piper, en un tono un poco más enérgico—, dale a Medea una coz en la cabeza.
El caballo ensanchó los agujeros de la nariz.
—Creo que voy a darle a Medea una coz en la cabeza.
—¡No, no me la darás!—gritó la hechicera en un repentino acceso de persuasión—. ¡Calla a la chica, Calígula!
El emperador se acercó a Piper a grandes zancadas.
—Lo siento, cariño.
Le dio una bofetada en la boca tan fuerte que la chica dio una vuelta entera antes de desplomarse.
—¡Oooh!—Incitatus relinchó de placer—. ¡Muy bueno!
Estallé.
Nunca había sentido tanta rabia. Ni cuando Apolo y yo acabamos con la familia entera de los nióbidas por su falta de respeto a nuestra madre. Ni cuando confronté a Afrodita después de la muerte de Hipólito. Ni siquiera cuando Orion volvió de los muertos para matar a mis cazadoras.
En ese momento decidí que Piper no moriría esa noche, ninguno de mis amigos lo haría. Estaba harta de sentirme tan impotente y asustada, ¡ya no más!. Arremetí contra Calígula decidida a estrecharle el cuello con las manos. Quería estrangularlo, aunque sólo fuera para borrarme esa sonrisa de suficiencia de la cara.
Estaba segura de que recuperaría mi poder divino. Haría pedazos al emperador en mi arrebato de furia justificada.
Sin embargo, Calígula me empujó al suelo sin apenas mirarme.
—Por favor, Diana—dijo—. Te estás poniendo en evidencia.
Piper se quedó tumbada temblando como si tuviera frió.
Fijé la mirada en los dos ciclones con la esperanza de que Jason y Percy hubieran logrado escapar. No lo habían conseguido, pero curiosamente, como por tácito acuerdo, parecían haber intercambiado ánimos.
En lugar de estar furioso por la acreción de Piper, Jason flotaba ahora totalmente inmóvil, con los ojos cerrados y el rostro pétreo, como si cualquier atisbo de calma que él y el hijo de Poseidón tuvieran le hubiera sido transferidos. Percy, por su lado, golpeaba su jaula de ventus gritando palabras que yo no podía oír con el doble de fuerzas que antes. Tenía la ropa hecha jirones. Un montón de cortes sangrantes entrecruzaban su cara, pero no parecía que le importara. Daba patadas y puñetazos contra el torbellino, y, definitivamente el barco se estaba ladeando descontroladamente. Se podían sentir las enormes olas golpear los costados de la embarcación.
Junto al estrado imperial, Medea se había puesto pálida y sudorosa. Contrarrestar el poder de persuasión de Piper debía de haberle pasado factura, pero eso no me consolaba.
Me asaltó una fría idea. "Los corazones de sus enemigos"
Me sentí como si me hubieran propinado un tremendo golpe del revés. El emperador me necesitaba viva, al menos de momento. Eso significaba que mi única ventaja...
Mi expresión debía de ser graciosísima. Calígula rompió a reír a carcajadas.
—¡Parece como si alguien hubiera pisado tu arco favorito, Diana!—chasqueó la lengua—. ¿Crees que la has pasado mal? Yo crecí como un rehén en el palacio de mi tío Tiberio. ¿Tienes idea de lo malvado que era ese hombre? Despertaba cada día esperando que me asesinara, como al resto de mi familia. Me convertí en un actor consumado. Yo era lo que Tiberio quería que fuera. Y sobreviví. Pero ¿tú? Has vivido entre algodones de principio a fin. No tienes el aguante para ser mortal.
Se volvió hacia Medea.
—¡Muy bien, hechicera! Puedes darle a tus batidoras y matar a los dos prisioneros. Luego nos ocuparemos de Diana.
Medea sonrió.
—Con mucho gusto.
—¡No tan rápido!—grité, sacando una flecha del carcaj.
Los guardias del emperador que quedaban me apuntaron con sus lanzas, pero el emperador gritó:
—¡¡¡Esperen!!!
No intenté invocar el arco. No ataqué a Calígula. Giré la flecha hacia adentro y presioné la punta contra mi pecho.
La sonrisa del emperador se esfumó. Me examinó con un desprecio apenas disimulado.
—Diana..., ¿qué haces?
—Suelta a mis amigos—dije—. A todos. Sólo entonces podrás tenerme.
Los ojos del emperador brillaron como los de una estrige.
—¿Y si no lo hago?
Me armé de calor y proferí una amenaza que no habría imaginado lanzar en mis más de cuatro mil años de vida.
—Me suicidaré.
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