Artemisa sabe cuanto le mide a Percy... de calzado, obviamente.
Una mansión flotante llena de zapatos. Hermes se habría sentido en al paraíso.
Mientras Piper y yo nos dirigíamos a la cubierta dos, en el lado de babor, pasamos por delante de unos podios iluminados que exhibían zapatos de tacón de marca, un pasillo lleno de estanterías del suelo al techo con botas de piel rojas y una habitación en las que solo había botas de futbol.
En la habitación que nos había indicado Wah-Wah parecía que importara más la cantidad que l calidad.
Era del tamaño de un departamento de dimensiones considerables, con ventanas que abran al mar para que los zapatos del emperador tuvieran una bonita vista. En el centro de la estancia, un par de cómodos sofás se hallaban orientaos hacia una mesita para el café con una colección de exóticas aguas embotelladas, por si te entraba sed y tenías que re hidratarte cuando te habías calzado el zapato izquierdo y te ibas a calzar el derecho.
En cuanto a los zapatos propiamente dichos, a lo largo de las paredes de proa había hileras de...
—Guau—dijo Piper.
Me pareció un resumen acertado.
En un pedestal había un par e botas de combate de Hefesto: unos enormes artilugios con espinas en los talones y las punteras, calcetines de malla incorporados y unos cordones que eran diminutas serpientes autómatas de bronce para impedir que se las pusiera alguien no autorizado.
En otro pedestal, en una caja de plástico acrílico trasparente, un par de sandalias aladas revoloteaban intentando escapar.
—¿Es posible que sean las que buscamos?— preguntó Piper—. Podríamos volar con ellas por el Laberinto.
La idea era atractiva, pero negué con la cabeza.
—Los zapatos alados son engañosos. Si nos los ponemos y están hechizados para llevarnos a otro sitio...
—Ah, okey—dijo ella—. Percy me hablo de un par que por poco...
—Llevan a Grover al Tártaro, sí.
Examinamos los otros pedestales. En algunos había zapatos únicos en su género: botas de plataforma tachonadas en diamantes, zapatos de vestir elaborados con la piel del extinto dodo (¡qué poca educación!) o un par de Adidas firmados por el equipo completo de los Lakers de 1987.
Otros zapatos eran mágicos y estaban catalogados como tales: un par de zapatillas tejidas por Hipnos para inducir sueños agradables y poder dormir profundamente; unos zapatos de bale confeccionados por Terpsícore, la musa del baile. Luego habían unos viejos mocasines de Poseidón que garantizaban tiempo perfecto en la playa, abundante pesca, olas maravillosas y esplendido bronceado.
—Allí— Piper señaló un viejo par de sandalias de piel tiradas despreocupadamente en un rincón de la sala—. ¿Es posible que los zapatos con menos probabilidades sean en realidad los que tienen más probabilidades.
—Tiene sentido— me arrodillé al lado de las sandalias—. Son cáligas. Zapatos de legionario.
Engarfié un dedo y levanté las sandalias por las tiras. No eran gran cosa: unas suelas y unos cordones de piel gastados y oscurecidos por el tiempo. Parecía que hubieran sido utilizadas en muchas, pero las habían engrasado bien y las habían conservado perfectamente a lo largo de los siglos.
—Cáligas—dijo Piper—. Como Calígula.
—Exacto—convine—. Son la versión adulta de las botitas que dieron a Cayo Julio César Germánico su apodo de la infancia.
Ella arrugó la nariz.
—¿Percibes alguna magia?
—Bueno, no es que vibren en energía—dije—, y tampoco me evocan recuerdos e pies apestosos, ni me empujan a ponérmelas, pero creo que son los zapatos que buscamos. Tienen su mismo nombre. Llevan su poder.
—Hum. Supongo que si puedes hablar con una flecha, puedes interpretar unas sandalias.
Se arrodilló junto a mi y tomo una de las sandalias.
—No me quedan. Demasiado grandes.
—Parecen ser del número de Percy—murmuré.
Piper me miró negando con la cabeza.
—Hasta te sabes su numero de calzado, admítelo de una vez.
—Te dije que la conversación sobre ese tema TERMINÓ.
Enrollé las sandalias del emperador y la metí en el fondo del carcaj. Me volví hacia la puerta solo para toparme con un majestuoso corcel blanco cuya cabeza pasó casi rozando el dintel. De repente comprendí por que los yates del emperador tenían techos tan altos y pasillos y puertas tan anchos: estaban diseñados para dar cabida a ese caballo.
—Incitatus—dije.
Él me miró fijamente como no debería de ser posible para ningún caballo; sus enormes pupilas cafés brillaban con una maliciosa conciencia.
—Diana.
—Artemisa—corregí.
Piper se quedó pasmada, como se queda uno cuando se encuentra a un caballo parlante en un yate de zapatos.
—Pero ¿qué...?—empezó a decir.
Incitatus embistió. Arrolló la mesita para servir el café y lanzó a Piper contra la pared de un cabezazo con un crujido espantoso. La chica cayó a la alfombra.
Corrí hacia ella, pero el caballo me apartó de un golpe y aterricé en el sofá más cercano.
—Vamos a ver.
Incitatus evaluó los daños: los pedestales volados y la mesita de café destrozada; las botellas de agua mineral exótica que se filtraba por la alfombra; Piper inmóvil, con sangre goteándole de la nariz; y yo en el sofá, abrazándome las costillas magulladas.
—Lamento entrométeme en su intromisión—dijo—. Tenía que dejar inconsciente a la hija de Afrodita rápido, ¿entiendes? No me gusta que utilicen el poder de persuasión conmigo.
Su voz era la misma que había oído mientras estaba escondida en el contenedor de basura detrás del Desmadre Militar de Macrón: grave y hastiada, con un matiz de fastidio, como si hubiera visto todas las estupideces que los bípedos podían cometer.
Miré horrorizada a Piper. Parecía que no respiraba. Me acordé de las palabras de la sibila... Sobre todo de la terrible palabra que empezaba con eme.
—¿La...la mataste?—tartamudeé.
—¿De verdad?—Incitatus rozó el pecho de Piper con el hocico—. No. Todavía no, pero no tardará en morir. Ahora ven. El emperador quiere verte.
...
Creo que voy a empezar intentar subir los capítulos a esta hora, la verdad me es más cómodo que a las dos de la mañana. Tal vez se me complique después y regrese a la hora de siempre, pero por ahora, disfruten.
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