Adiós Helios.
—¡Ave, Gran Meg!—gritó la dríade principal—. ¡Ave, solucionadora del acertijo!
—¡¡¡Ave!!!—combinaron las demás, y después le dedicaron arrodillamientos, golpes de lanzas contra escudos y ofrecimientos de ir a buscar enchiladas.
La cámara empezó a temblar, chorreaba polvo del techo y unas cuantas baldosas cayeron en el estanque de icor.
—Tenemos que irnos—dijo Herófila—. La profecía está completa y ya soy libre. Esta sala no sobrevivirá.
—¡Me gusta la idea de irme!—convino Grover.
A mí también me gustaba la idea, pero sentí que había algo más que tenía que hacer.
Me arrodillé en el borde de la plataforma y me quede mirando el icor en llamas.
—Ejem, ¿Arty?—dijo Percy.
—¿La apartamos?—preguntó una dríade a Meg.
—¿La empujamos?—preguntó otra.
Meg No respondió. Quiero pensar que ella estaba curiosa sobre lo que yo hacía y que no estaba sobrepesando las ofertas a ver cuál le parecía mejor.
—Helios—murmuré—, tu encarcelamiento terminó. Medea murió.
El icor se agitó y destelló. Sentí la ira semiconsciente del titán. Ahora que era libre, parecía que se planteara por qué no debía soltar su poder de esos túneles y convertir el campo en un erial. Seguramente tampoco le entusiasmaba que hubiéramos echado a dos pandai y a su malvada nieta en su esencia ardiente.
—Tienes derecho a estar furioso—dije—. Pero los dioses aun nos acordamos de ti y tu hermana. Recordamos tu brillo, tu calor, tu amistad con los dioses y los mortales de la tierra. Y yo especialmente recuerdo a Selene, como iluminaba el oscuro cielo nocturno y ofrecía protección a los viajeros durante las peligrosas noches y así pudieran ver su camino. Nunca podré ser una deidad de la luna tan buena como ella, de la misma manera que Apolo jamás será el sol tan bien como tú, pero cada día y noche tratamos de honrar su memoria, de recordar las mejores cualidades de ti y de tu hermana.
El icor borboteó más rápido.
"Solo estoy hablando con un viejo conocido", me dije. "No estoy convenciendo a un misil balístico intercontinental de que no se lance"
—Aguantaré—le dije—. Recuperaré el carro lunar. Mientras mi hermano y yo conduzcamos los astros por el cielo, tu y Selene serán recordados. Mantendremos sus viejas sendas a través del cielo con firmeza y dedicación. Pero creo que sabes mejor que nadie que el fuego del sol no debería estar en la Tierra. ¡No se creó para destruirla, sino para darle calor! Calígula y Medea te manipularon para convertirte en un arma. ¡No dejes que ellos ganen! Lo único que tienes que hacer es descansar. Vuelve al éter del Caos. Descansa en paz.
Percy se arrodilló junto a mi y miró el icor luminoso.
—Rodo, tu esposa, es mi hermana mayor ¿sabes?—le dijo Percy—. Ella nunca supo que fue de ti, mi padre y Anfitrite dicen que nunca ha sido la misma desde que desapareciste, ella no sabe si seguir buscándote o pasar pagina y llorar tu perdida. Te prometo que le contaré la verdad, ella sabrá lo que te sucedió.
El icor se puso muy caliente. Estaba segura de que estaba a punto de explotar y llevarnos consigo.
Entonces la esencia ardiente se agitó y relució como un estanque lleno de alas de polilla, y el calor se disipó. Las baldosas de piedra se deshicieron en polvo y cayeron al foso vacío. Las terribles quemaduras de mis brazos desaparecieron y mi piel cuarteada se curó. El dolor disminuyó a un nivel de angustia tolerable propio de una tortura de seis horas, y me desplomé en el suelo de piedra temblando y helada.
Lo último que se escuchó de Helios fue un suave susurro dirigido a Percy:
—"Dile que sea feliz"
—¡Lo consiguieron!—gritó Grover. Miró a las dríades y luego a Meg, y se rio, asombrado—. ¿Lo notan? La ola de calor, la sequía, los incendios... ¡desaparecieron!
—En efecto—dijo la dríade principal—. ¡Los amigos debiluchos de la Gran Meh salvaron la naturaleza! ¡Ave, Gran Meg!
—¡¡¡Ave!!!—intervinieron las demás dríades.
Ni siquiera tenía energías para protestar.
La cámara retumbó más violentamente y apareció una enorme grieta zigzagueante en medio del techo.
—Larguémonos de aquí—dijo Meg.
Percy me miró en disculpas nuevamente.
Yo no podía ni levantarme ni dejar de temblar.
—S-solo ha-hazlo.
El me volvió a levantar al estilo nupcial como cuando llegamos a Palm Springs por el laberinto al inicio de todo.
—Y-y a-aquí estamos ot-otra ve-vez.
Me aferré a su cuerpo, sentía como si me estuviera congelando, necesitaba algo de calor.
—¿Saben como salir de aquí?—preguntó Grover a las dríades.
—Ahora lo sabemos—dijo una—. Es el camino más rápido de vuelta a la naturaleza, y eso es algo que siempre podemos encontrar.
En una escala del uno al diez para puntuar situaciones en las que deberías gritar "Socorro, voy a morir", salir del Laberinto era un diez. Pero como el resto de cosas que había hecho esa semana eran un quince, parecía pan comido. El techo del túnel se desplomó a nuestro alrededor y el suelo se desmoronó. Nos atacaron monstruos que recibieron la muerte a cuchilladas a manos de siete ávidas dríades que gritaban:
—¡¡¡Ave!!!
Finalmente llegamos a un estrecho hueco que ascendía en pendiente hacia un cuadrito de luz del sol.
—Éste no es el camino por el que entramos—dijo Grover.
—Se le parece bastante—contestó la dríade principal—. ¡Nosotras iremos primero!
Nadie protestó. Las siete dríades levantaron sus escudos y entraron en fila India por el hueco. A continuación ascendieron Piper y Herófila, seguidas por Grover y Meg. Percy y yo cerrábamos la marcha conmigo lo bastante recuperada como para poder caminar apoyada en Percy.
Cuando salí a la luz del sol y me levanté, todo estaba listo para la batalla.
Volvíamos a estar en el antiguo foso de los osos, aunque no sabía cómo habíamos llegado allí por el hueco. Las melíades habían formado un muro de escudos alrededor de la entrada del túnel. Por encima de nosotros, alineados en la cornisa de la cuenca de cemento, una docena de pandai nos esperaba con flechas preparadas en sus arcos. En medio se hallaba el gran corcel blanco Incitatus.
—Juan—dijo Percy al ver al caballo.
Si era una referencia, no la entendí.
El equino sacudió su crin cuando me vio.
—Ahí está por fin. Medea no pudo cerrar el trato, ¿eh?
—Medea está muerta—dije—. Y a menos que escapes ahora mismo, tú serás el siguiente.
Incitatus relinchó.
—De todas formas nunca me gustó esa hechicera. En cuando a lo de rendirme, ¿te has mirado últimamente, Diana? No estás en condiciones de amenazar. Nosotros tenemos la ventaja. Ya viste lo rápido que pueden disparar los pandai. No sé quienes son tus guapas aliadas con armaduras de madera, pero me da igual. Entréguense. El Gran C se dirige al norte para ocuparse de tus amigos del Área de la Bahía, pero podemos localizar la flota fácilmente. Mi amigo te tiene reservadas toda clase de sorpresas.
Piper gruñó. Yo sospechaba que la mano de Herófila posada en su hombro era lo único que impedía que la hija de Afrodita arremetiera contra el enemigo sola.
Las cimitarras de Meg destellaron al sol de la tarde.
—Oigan, señoras del fresno—dijo—, ¿qué tan rápido pueden subir ahí?
La líder echó un vistazo.
—Bastante rápido, oh, Meg.
—Perfecto—dijo Meg, y a continuación gritó al caballo y a sus tropas—: ¡Ultima oportunidad de rendirse!
Incitatus suspiró.
—Muy bien.
—Muy bien, ¿se rinden?—preguntó Meg.
—No. Muy bien, los mataremos. Pandai...
—¡¡¡Dríades, ataquen!!!—gritó Meg.
—¿Dríades?- preguntó Incitatus con incredulidad.
Fue lo ultimo que dijo.
Las melíades salieron del foso de un salto como si no fuera más alto que el escalón de un porche. La docena de arqueros pandai, los tiradores más rápidos del oeste, no pudieron disparar ni una sola flecha y fueron reducidos a polvo con lanzas de fresno.
Incitatus relinchó asustado. Mientras las melíades lo rodeaban, se encabritó y coceó con sus pezuñas con herraduras doradas, pero no siquiera su gran fuerza podía competir con los letales espíritus de los árboles. El corcel cedió y cayó, atravesado por siete ángulos distintos al mismo tiempo.
Las dríades se volvieron hacia Meg.
—¡Está hecho!—anunció la líder—. ¿La Gran Meg quiere enchiladas ahora?
A mi lado, Piper parecía ligeramente asqueada, como si la venganza hubiera perdido parte de su atractivo.
—Yo creía que mi voz era poderosa.
Grover asintió gimoteando.
—Nunca he tenido pesadillas con los árboles. La cosa podría cambiar a partir de hoy.
—Hasta Meg parecía incómoda, como si acabara de percatarse de la clase de poder que había recibido. Me tranquilizo ver esa inquietud. Era una clara señal de la buena persona que era Meg. El poder provoca desasosiego a la gente buena, en lugar de alegría o presunción. Por eso la gente buena casi nunca asciende al poder.
—Larguémonos de aquí—decidió.
—¿A donde nos largamos, oh Meg?—preguntó la dríade principal.
—A casa—contestó ella—. A Palm Springs.
No había rastro de amargura en su voz cuando dijo esas palabras: "A casa. A Palm Springs". Necesitaba volver, como las dríades a sus raíces.
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