05
Lo primero que siento al despertar es un ligero tirón en mi brazo izquierdo; lo segundo, es una sensación fría y cosquilleante alrededor de mi muñeca.
En el momento en que adquiero conciencia de dónde estoy. Enarco las cejas y parpadeo varias veces para acostumbrarme a la oscuridad. No recuerdo haber apagado las luces.
Estiro el brazo y alcanzo a encender la pequeña lámpara. La suave luz nos baña en un manto amarillo. Eleonor está a mi lado, las pestañas le caen con suavidad sobre los pómulos y lleva una expresión tan serena que me cuesta creer que es la misma persona. Se ve inofensiva.
La comisura de mis labios se elevan incontrolables. Tiene un mechón sobre la frente.
«¿Qué haces?»
Bajo la mano y retraigo el brazo. Debo estar loco. Agradezco que no haya hecho algo imprudente porque la mujer se remueve un poco antes de regresar de su placentero sueño. Que sea lo primero que vea no debe ser muy reconfortante. Abre los ojos como platos y se aparta de mí, pero no logra su cometido. Nuestros brazos se tensan al unísono, como si estuviésemos atados por un cordón. Sus ojos reflejan la misma confusión que los míos.
Pero, ¿qué mierda?
Bajamos la mirada a la par. Hay una cosa peluda y rosada alrededor de nuestras muñecas. Son esposas.
—¿Qué mierda?
—¿Puedes soltarme? —Eleonor tiene la mano en mi pecho, y una mirada hostil que contrarresta sus rosadas mejillas. Entonces, me percato que tengo la mano puesta en su cadera.
—Perdona —Despego los dedos en son de paz, pero no nos separamos lo suficiente, puedo sentir hasta el latido de su corazón. Ella, al darse cuenta, se levanta de una sentada, pero procura hacerlo despacio. Yo hago lo mismo.
Las esposas son demasiado cortas y hacen cosquillas para variar.
¿A quién se le ocurre…?
No puede ser. La sorpresa no me cabe en la boca. Cuando quiero decirle a Eleonor, ella ya me está mirando, asintiendo con la cabeza. Tengo la leve sospecha de que lo ha descubierto mucho antes de levantarse.
—Vamos a que nos quiten esto —Las cadenas tintinean a cada paso que damos fuera. Esto es una estupidez. Es infantil y, por supuesto, una violación a la privacidad. Estaba tratando de ser amable con la señora, pero se ha pasado de la raya.
Examino las posibles palabras que daría Martín en una situación tan incompetente como esta, “De lo antes discutido, he pasado por alto su falta de compresión y síntesis…” fue lo dijo aquella vez que el editor publicó mis dientes de conejo para una promoción dental, de la cual se acordó con anticipación, que sería mi rostro completo. Estuve una semana viendo mi cara en el cuerpo de buzzbunny.
Luego de pasar un corto tramo a oscuras, llegamos a la sala principal. Las demás habitaciones están cerradas y silenciosas. La plaza también. Solo se oyen nuestras pisadas por el pasillo. No hay ni un alma despierto aparte de nosotros dos.
Ubico el reloj por encima de mi cabeza. Son las diez y seis.
Madre de dios ¿Es que acaso duermen todos a esta hora?
Nos acercamos al escritorio, donde antes vi a la propietaria sacar la llave de nuestra habitación. Al asomar la cabeza, no encuentro ni llaves, ni papeles, ni utensilios. Es como si hubiese vaciado todo.
Aprieto los dientes. Virgen santísima, ¿y ahora cómo nos quitamos esto? Cualquiera que me reconozca y me vea en esta situación será el rumor más grande que tendrá August Beckett.
Mis pensamientos son interrumpidos por un repiqueteo que viene desde fuera. Además, un olor inconfundible atraviesa el aire e impregna el lugar con su esencia. Cigarrillos.
Tiene que ser el señor Jimmy. Arrastro conmigo a Eleonor y, como lo deduje, ahí está, recostado junto al auto y con una colilla entre los dedos.
Jamás había sentido tanto alivio por ver a alguien más.
—Se demoraron —Crea un halo de humo con sus labios antes de lanzar una pequeña piedra contra el asfalto.
—Inconvenientes —Levanto el brazo donde cuelgan las esposas rosadas que me atan a la pelinegra. Él despega su cuerpo del coche y silva de asombro. No tiene que decir mucho, sus ojos ya lo hacen por él “vas muy rápido, muchacho”.
—Creí que se había ido —Ese era parte del trato que hizo con Eleonor.
El señor Jimmy se encoge de hombros.
—Puedo ser pobre, pero no idiota —Señala con el mentón a la chica junto a mí—. Una vez tuve la misma determinación que ella. Pero ahora, no lo veo.
Eleonor baja la cabeza y la siento esconderse detrás de mí, pero ¿qué le pasa?
—Iremos por el dinero —arremata, mientras tira de mi brazo hacia el interior de la posada. El lugar sigue estando vacío. Ninguna señal de esa mujer imprudente.
La pelinegra no se demora, saca la pequeña bolsa donde las ha guardado y la entrega sin dirigirme la palabra. Que extraño. Desde que se ha levantado ha estado actuando muy extraña.
—Buscaré la manera de quitarnos esto —agrego, por si puede ser el caso de su indiferencia.
“¿Y si te cortamos la mano?” Sinceramente me esperaba un comentario así de ella, no un asentimiento. Quizás el señor Jimmy tenga razón, y ha perdido esa determinación. No está siendo ella. Está muy callada, distante y tranquila. Me la imaginaba más alterada por llegar. Algo o alguien la hizo detenerse.
Una preocupación se instala en mi pecho como un peso invisible.
—¿Estás bien?
Mi pregunta la sobresalta, como si hubiese olvidado que estoy a su lado. Pero, inmediatamente, actúa como si no pasara nada. Hace una mueca, una sonrisa forzada.
—Es tu día de suerte, regresaré a Gabhaden.
Me deja sin habla. Creo haber escuchado mal.
—No me agradezcas —Voltea hacia la dirección contraria y rebusca con ímpetu cosas en su mochila; eso o quiere hacerse un espacio para esconderse ahí. Además, tengo la leve sospecha de que lo hace para mantener sus nervios a raya.
—¿Por qué? —pregunto, en un tono más bajo de lo habitual.
—Me han escrito, ya no tengo porque regresar —Cuelga la mochila al hombro y, otra vez, evita mirarme—. Vámonos, y busquemos algo para quitarnos esto.
—Estás mintiendo —Eleonor se detiene y yo no puedo parar. Las palabras se me escapan con facilidad, como arena entre los dedos—. Tu teléfono murió hace horas.
Por fin me ve. Tiene las pupilas dilatadas y los músculos tensos, listos para estallar.
—¿Y cómo sabes que no llevo un cargador portátil? —Ataca, a la defensiva—. No sabes lo que cargo en la bolsa.
—No, no lo sé. Pero si sé que no quieres ir.
Sus ojos se arquean en una mirada gélida y las palabras le salen como veneno.
—Tú no sabes lo que quiero.
Respira entrecortadamente y aprieta con fuerza sus pequeñas manos. Estoy seguro que va a explotar si la sigo presionando, pero no me puedo detener. La situación me causa una inquietud. Se extiende por mi cuerpo como una sombra sin forma.
—¿Por qué no quieres ir? —insisto, firme. Ella inhala muy hondo para no matarme, quizás.
—Ya te dije que-
No sé qué me habrá pasado por la cabeza o si este lugar te afecta el cerebro para hacer barbaridades, pero he levantado a Eleonor por la cintura (con algo de dificultad por las esposas) y la he cargado sobre mi hombro.
Tengo su trasero a un centímetro de mi cara.
—¡¿Qué crees que haces?! Bájame ahora.
—No lo creo.
Sujeto el estuche de la guitarra con la mano libre mientras ella lucha por liberarse. Entre pataletas y golpes en mi espalda, por poco logra escurrirse. La sujeto de la cintura con fuerza.
—Te caerás si no te quedas quieta.
—Yo te mataré si no me bajas ahora —Resalta la última palabra con furor. El señor Jimmy, al vernos, se le cae la colilla de la boca.
—Aquí está el pago —Recojo las llaves y pongo la bolsa en su pecho—. Yo me encargo de lo demás. Gracias.
Rodeo el auto y abro la puerta del asiento para dejar sus cosas primero.
—¿Por qué haces esto? —pregunta con un tono de voz tan suave que ablanda mi corazón—. No quiero ir, ¿está bien?
Cierro la puerta y abro el asiento del piloto.
—August…
El corazón me da un vuelco. Con solo escucharla decir mi nombre hace que quiera retroceder todo mi plan e irnos de una vez a Gabhaden.
«¿No es lo que quieres?»
«Es lo que deberías hacer»
Suspiro y con mucho cuidado la dejo en el asiento, pero como no puede dejar las cosas como están, estrella su frente contra la mía. Sin pudor.
Virgen santísima.
Aprieto los dientes con fuerza. Un dolor punzante se concentra ahí y luego se expande en ondas sordas que me hacen retroceder un paso.
—Está bien, me lo merecía —digo, mientras me froto la frente. Eleonor tiene sus ojos puestos en mí, lleva las cejas arqueadas de frustracción, culpabilidad y hasta se podría decir que de miedo.
—¿Por qué haces esto? —dice por lo bajo—. ¿Ya no quieres regresar? ¿O te gusta llevarme la contraria?
Niego con la cabeza.
—Nadie empujaría un auto ni mucho menos haría lo que hiciste tú en ese banco para conseguir suficiente dinero para viajar —Tomo aire—. Si no quieres hablarlo, está bien. No tienes que hacerme entender. Y obligarte a ir es la peor cosa que haya hecho en mi vida, pero ya no lo haré, no te obligaré.
Froto mi cabello con la mano libre, como si así pudiera quitarme este peso invisible del pecho.
—No sé en qué estaba pensando, solo lo hice porque detesto esta sensación.
—¿Qué sensación? —susurra, apenas con un hilo de voz. Le brillan los ojos, como si quisiera que la detuviera de hacer una estupidez. Algo de lo que podría arrepentirse.
—De derrota.
El aire se congela. Sus dedos se crispan sobre la tela y deja caer los hombros como si mi respuesta hubiese calado hondo en su piel y ya no pudiera protegerse más.
—La ceremonia comienza en una hora —dice antes de hacerse a un lado, invitándome a pasar.
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