03
—¿Por qué no te fuiste con él? —pregunta Eleonor.
—¿Para escucharlo hablar de vaginas?
La camioneta blanca marcha a lo lejos hasta que es tragado completamente por la oscuridad.
Me doy la vuelta, el jeep está estacionado frente a una casa con aspecto de parecer un taller mecánico. Hay unas cuantas llantas reposando sobre la pared y unas herramientas esparcidas en el asfalto. Entorno los ojos, la mortecina luz no es suficiente para alumbrar todo el lugar, pero he conseguido leer el nombre “Jimmy y compañía”.
—No tenemos baño —Una figura delgada aparece junto a un banco oxidado. Bajo la tenue luz se distinguen sus arrugas, un sombrero de paja, unos vaqueros y una camisa a cuadros.
—No venimos por eso —respondo, dando un paso al frente.
—Tampoco tenemos hoteles —intercala sus ojos cansados sobre nosotros, dispuesto a marcharse—. Llegaron al lugar equivocado.
—Es mi auto —Corta Eleonor, con prisa—. ¿Puede ayudarnos?
El hombre observa por encima de mi hombro y se acerca al vehículo a pasos lento. En lo que Eleonor se pasa explicando lo que sucedió y respondiendo alguna que otra pregunta del señor Jimmy, éste acaba cotizando la llanta, el repuesto de la batería y la mano de obra.
—Son ochenta balboas.
Se queda muda, me temo que ni siquiera está parpadeando. El señor Jimmy no es tonto, con este silencio ya intuye lo que sucede.
—No tienen para pagarlo —Suspira y deja caer los hombros como si le pasaran un mundo—. Saben cómo son las cosas, si no hay dinero no podré ayudarlos.
Puedo sentir a Eleonor tensarse a mi lado. Sin embargo, tiene la barbilla en alto. Es extraño y, al mismo tiempo, fascinante. No recuerdo cuándo fue la última vez que resolvía algo por mi cuenta. Y aquí está ella, mirando al frente con la testarudez de alguien que jamás aceptaría rendirse.
—Plaza Bridge, en tres horas —dice, decidida—. ¿Puede hacerlo?
Noto una pizca de brillo en los oscuros ojos del señor Jimmy, como si por primera vez en años le paso algo interesante.
—No por nada soy el dueño de este lugar, y dime ¿tú puedes lograrlo?
Hay un momento de silencio, pero viéndola a los ojos la respuesta es más que clara.
—Me encanta esa chica —comenta el señor, ofreciéndonos un poco de agua. Nos contó que está viviendo solo y que con “compañía” se refiere a su perro labrador que descansa en su cama. También me contó que hace más de tres años que su mujer lo dejó cuando murió su hija y desde entonces se ha quedado con la casa para recordarla y ganarse la vida arreglando coches—. No se rinde, ¿eh?
Observo a Eleonor, está buscando sus cosas para ir hasta la plaza. Todavía no entiendo cómo ganará esa cantidad de dinero en tan poco tiempo.
—Confía en tu novia.
Doy un respingo.
—No es mi novia.
El señor Jimmy sonríe con los labios cerrados. Mis orejas. Las siento arder.
—Eso dije una vez y-
—¿Tiene teléfonos aquí? —Corto el embrollo antes de que se reproduzca dentro de mi cabeza.
—De este lado la señal está muerta. Es un pez fuera del agua. Una hoja sin vida. Un-
—Ya entiendo.
Empiezo a creer que el de la mala suerte soy yo. No Eleonor. El pobre hombre se compadece de mí y me regala un suave apretón en el hombro, animándome.
—En la Plaza Bridge puede que consigas llamar.
Le agradezco el dato y luego de eso, empezamos a partir. Eleonor no se llevó muchas cosas, solo la mochila pequeña y este estuche de guitarra. La acaricio a los costados. Con la textura y el olor, deduzco que es nueva. No recordaba que fuera pesada.
«Eso es porque hace años no tienes uno»
—No camines detrás.
En el segundo en que se voltea, yo cierro los ojos y aparto el haz de la linterna antes de que me deje ciego.
—A veces creo que me quieres matar en serio.
—Lo hubiese hecho si no estuvieras cargando mis cosas ahora mismo.
Reanuda la caminata, apuntando siempre con su teléfono.
—Camina donde puedas ver, no quiero descubrir que aplastaste mi guitarra.
Ruedo los ojos.
—Gracias por tu preocupación.
No comprendo que vio de bueno en ella el señor Jimmy.
Durante los próximos minutos, andamos en silencio. Las hojas se mecen con suavidad y el camino empedrado me provoca un dolor leve en la planta de los pies. Creo que llevamos más de treinta minutos caminando.
La pregunta queda atrapada en mi garganta mucho antes de que ella responda.
—Llegamos.
Martín dijo una vez que la Plaza Bridge es como un puente para los turistas que van de visita a los demás pueblos. Y que además, es la plaza más grande.
Hay luces por todas partes y, a la vez, brillando en un mismo sitio entre tantos árboles. Mientras nos acercamos, las voces de niños se entremezclan con las risas. Y en lo alto, hay un letrero enorme con decorados acrílicos “Bienvenido a Plaza Bridge”.
Por dentro, un suelo de adoquines desgastados forman la plaza y más allá se extiende en caminos irregulares en todas las direcciones. En el centro, una fuente de piedra arroja un hilo de agua que cae en murmullos apacibles. Las casas que rodean la plaza son de colores terrosos y que muchos han sido usados para formar su propio emprendimiento. Es bastante distinto a los centros comerciales de Gabhaden. Allá no se encuentran niños descalzos ni ancianos conversando frente al portón.
Hay un ambiente diferente.
Una risa logra sacarme de mi ensimismamiento. Es Eleonor.
—Tuve la misma expresión con los rascacielos y los enormes locales —Descruza los brazos sobre el pecho y luego extiende su mano en mi dirección—. ¿Ya me das la guitarra?
Ahí es donde me doy cuenta cómo ganaría el dinero.
—En el bar de la esquina hay mejor señal —Entrega su teléfono, ya desbloqueado.
—¿Tú dónde vas a estar?
Sostiene la guitarra y clava su mirada en la mía. No me había percatado antes, pero sus ojos son como la noche. Sin estrellas, cargadas de un abismo que no todos están dispuestos a explorar.
—Tú lo sabrás más que nadie.
Da la media vuelta y se pierde entre las masas de gente.
«Llama a Martín de una vez»
Mis piernas se movieron solas. No fue difícil encontrar el bar, hay un grupo de personas fuera del porrón con varias latas y botellas de cerveza. Además, estaba entre unos árboles y cerca de un puesto de comida rápida. Creo haber escuchado que venden churros. Como sea. Me coloco en el lado opuesto de la entrada. No quiero encontrarme con las personas que salen de ahí. Mucho menos soportar el olor etílico. El mismo que causó estragos en mi día y me trajo hasta aquí, lejos de casa.
Alzo el teléfono. Como fondo, hay una imagen de la guitarra y un par de notas musicales. Lo más alarmante es que tiene cuatro por ciento de batería. Me apresuro, voy a la parte de las llamadas y me aparecen dos contactos, el de su madre y un nombre: Adam.
Enarco las cejas, ¿es su novio?
«Eso que te importa a ti»
Vuelvo a lo que estaba. Marco el único número que aprendí de memoria en caso de perder mi teléfono o si me perdía yo (curioso que hayan sido las dos cosas). El corazón me late con fuerza cuando empieza a sonar, pero al rato me deja un sabor amargo en la boca.
No contesta.
Lo intento unas dos veces más, y lo hago de nuevo hasta que a lo último me manda directo al buzón de voz. Mierda, ¿qué estará haciendo Martín? Observo la pantalla, tres por ciento de batería. Marco una última vez hasta que escucho el pitido prolongado. No demoro ni doy explicaciones. Solo la dirección donde me encuentro. Que venga a buscarme a penas escuche el mensaje.
—¿Escuchan eso? Viene de la plaza principal.
—¡Vamos!
Salgo de las sombras y veo a las personas correr por donde vine. Justo al lugar donde está Eleonor.
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