02
Eleonor, mi supuesta captora, me dio unas aspirinas que guardaba en la guantera y a partir de ese momento no hemos vuelto a cruzar palabra.
Debió pasar más de diez minutos cuando la vuelvo a observar de reojo, lleva puesta una chaqueta extra grande, unos jeans gastados y el cabello desaliñado que cae en mechones sueltos sobre su rostro. Además, no carga ni una gota de maquillaje y los cálidos rayos de sol caen con suavidad sobre sus pronunciados pómulos.
Tiene una belleza natural, imponente y gélida que muchos hombres estarían encantados de conocer.
Inclusive yo.
Vuelvo la vista al frente y mantengo el silencio por unos cinco minutos más. Pero de a poco, los segundos me empiezan a parecer eternos. Para empeorar las cosas no hay un maldito sonido que no sea el viento ametrallando nuestros oídos.
Olvidaba cómo se sentía algo como esto. Estar en un constante vaivén entre decir cualquier cosa o no hacerlo en lo absoluto. No me pasa con Martín, porque siempre tiene algo que mencionar sobre los eventos del día. Y con Kate mucho menos, ni comiendo deja de hablar.
Por una vez en mi vida, debo liderar una conversación.
Con la boca seca, carraspeo.
—¿Eres de Matuna?
Corto el silencio y mi voz se estampa contra el viento. No me paro en pensar sobre la tonta pregunta porque el auto carga con todas sus pertenencias.
—Sí.
—¿Estabas en Gabhaden por trabajo?
—Sí.
Genial. Está respondiendo más por cortesía que por las ganas de seguir la conversación. Como sea. Pierdo el interés rápidamente y solo observo la ventana. Los árboles desaparecen detrás de nosotros y sus pequeñas hojas bailan al vuelo. Para complementar, los rayos del sol se dispersan y pintan el cielo con su paleta de colores. Creando así, el paisaje más hermoso que he visto en mi vida.
—¿No hay de esto en tu mundo?
Doy un respingo y volteo a verla de inmediato. No sé a qué ha venido esa pregunta, pero no me ha gustado el tono que usó.
—¿Qué insinúas con eso de mi mundo? —Las palabras se escurren de mis labios mucho antes de que pueda detenerlas. Pero al rato, me importa poco mi imagen. Por alguna razón, a ella le parezco divertido. Como si sacarme de mis casillas lo fuera.
En ese instante, su cabello danza al aire e impregna mi espacio con un característico olor a rosas y canela. Relajo los hombros. No me había fijado antes, pero sus ojos so-
—Eres August Beckett —Vuelve la vista al frente, como si nada—. Sabes a qué me refiero.
—Ya.
Claro que sé, pero prefiero no hablarlo y mucho menos con una desconocida.
—¿Cuánto falta para llegar? —pregunto para zarandear el asunto.
—Lo suficiente para que recuerdes cómo te metiste en mi coche.
Ruedo los ojos. Era mejor cuando estaba callada.
—¿Qué pasa? ¿No querías hablar?
Se mofa, a mi costa.
—Eres muy directa, ¿lo sabías?
—De sobra.
Sin previo aviso, gira brusco a la izquierda y luego enderezar el timón en el mismo segundo. El corazón me salta desbocado. Que mierda. ¡Esta mujer nos va a matar!
—¡¿Por qué haces eso?!
—Huecos.
Un hueco en la cabeza me va a sacar a mí.
—Será mejor que yo maneje.
Resopla como si fuera lo más estúpido que ha escuchado.
—¿Y regresar a Gabhaden? No lo creo.
—No lo haré. Quiero seguir con vida, gracias.
—Y yo no quiero llegar tarde.
—¿Tarde a qué?
No responde, y si hay algo que me enseñó Martín es que si pasa cinco segundos de silencio es porque lo está considerando todavía, y si pasan diez no te lo dirá.
Ella se lo llevaría a la tumba antes de contármelo a mí.
Por la hora, la carretera empieza a oscurecer. Puedo ver mi reflejo en la ventana. Mis ojos se notan hundidos, los labios están agrietados y mi cabello es como un nido de ratas. Observo más abajo. La camiseta blanca tiene una mancha enorme junto al cuello, tiene que ser de la noche anterior y de la cual no quiero recordar su procedencia; llevo los pantalones arrugados y los zapatos pisoteados.
Me veo del asco.
Cepillo el cabello con los dedos, y arreglo mi camiseta para mantener un poco de decencia en esta alma desdichada. La primera persona que buscaré cuando regrese será la rapera Kate River. Tiene mucho que explicarme y cómo me convenció para beber más de cuatro vasos.
La última vez que lo hice fue en una fiesta jugando a la botella. Al día siguiente desperté sin camiseta y con un video que, afortunadamente, solo grabó Kate.
Mierda. Se forma un nudo en mi garganta y restriego mi rostro con las manos. ¿Cómo puedo ser tan idiota? Ojalá no haya echo nada estúpido.
Un sonido extraño parte mis pensamientos en dos. Mi captora murmura una maldición antes de apagar el motor y suspirar como si un peso enorme le cayera encima.
—¿Qué pasa?
—Las llantas —masculla, y el timón hace un sonido estrangulado cuando ella la aprieta con fuerza—. Los Stones...
Se deshace del cinturón y rodea el auto por la parte trasera. Yo también abro la puerta y veo por donde apunta la linterna de su teléfono. El material está aplastado contra el piso, dejando el auto levemente inclinado.
Vaya mierda.
—Debe haber uno de repuesto —murmuro, tratando de convencerme que no estamos varados en la maldita nada.
—Lo tenía —La pelinegra suspira con pesadez. Pone los dedos sobre el puente de la nariz y va nuevamente hacia el coche, dando pisadas fuertes.
La sigo, todavía con el corazón golpeando fuerte. No estará pensando en arrancar el auto así, ¿o si?
—Hay un taller a unos cuantos metros más —añade mientras gira la llave y el motor hace un sonido ahogado. Lo intenta de nuevo y de nuevo—. No puedes hacerme esto ahora.
Su voz se quiebra, y me sienta mal pensar que no soy el único. Ella también necesita el auto.
Eleonor lo intenta un par de veces más hasta que el motor da sus últimas palabras y rompe nuestras esperanzas. Ella hunde los hombros y deja caer la cabeza contra el respaldo. Estamos jodidos.
—Ha estado así desde esta mañana.
—Dame tu teléfono —Extiendo mi brazo. No pienso rendirme—. Revisaré el coche.
Ella me observa, titubeante.
—Que tenga un chofer personal no significa que no conozca de autos —insisto nuevamente y ella, sin mediar palabra, enciende la linterna y me lo da.
Al abrir el capo reconozco que he mentido. Hace un año que tuve mi examen de manejo y no he vuelto a tocar un timón. Creo recordar que este tubo es para los frenos y este de abajo es la batería. Apunto la luz de cerca, uno de los extremos está corroído.
Mierda.
—Es la batería —anuncio, cerrando del todo el capo—. No tiene caso.
Eleonor murmura algo inentendible y luego baja del auto, pisando rápido con sus botas.
—Hay que empujarlo.
No me da tiempo a replicar cuando ya tiene la chaqueta fuera y una simple camiseta de tirantes hace que la revise por más tiempo del que debería. Trago grueso.
—¿Te vas a quedar mirando?
Aparto los ojos y arremango la camiseta con prisa. Que me haya pillado me hace sentir verdaderamente culpable.
«No estaba mirando»
Eleonor se pone por delante, al lado del asiento del piloto y yo por detrás. Al principio nos cuesta, luego el auto cede y se nos hace más sencillo moverlo. No tengo idea de cuánto llevamos o cuánto tiempo ha pasado. Solo me concentro en empujar más rápido. Si seguimos así, llegaremos a ese maldito taller, llamaré a Martín para que me recoja y cada quien por su lado.
La tierra se aplasta bajo mis zapatos. Respiro, trago y sigo andando. Pero luego, siento las piernas más pesadas que nunca y no puedo moverme más. Las extremidades me fallan y caigo sobre la hierba, a un lado. Agarro grandes bocanadas de aire y el sudor no deja de correr por mi rostro. Cierro los ojos un momento. El corazón golpea con fuerza mi pecho y la fría brisa me hace temblar.
Abro los ojos. Las estrellas destellan en lo alto y otra respiración agitada se mezcla con la mía. Eleonor. Me siento de golpe. La chica está sentada justo al otro lado, tiene las piernas pegadas al pecho mientras intenta recuperarse.
Observo donde partimos, y se me forma un nudo en la garganta. No avanzamos casi nada. Es imposible que logremos llegar. Estrangulo las hierbas bajo mi puño. Mierda, ni siquiera tengo las fuerzas para levantarme.
Desde que desperté no dejan de pasarme cosas malas. El teléfono, la señal y ahora este vehículo que, quién sabe cuántas veces al año lo lleva a mantenimiento.
—Debo ser muy estúpido para meterme en el auto equivocado —Apenas lo digo, me arrepiento de inmediato. Eleonor me está mirando, sus cejas son tan expresivas que no puede ocultar lo indignada que está.
Trago grueso. Mierda.
—Yo n-
—No te obligué a meterte y tanto tú como yo, queremos llegar a ese taller —Antes de que pueda decir algo, ella me calla nuevamente—. Por lo menos no voy a vender tus estúpidos órganos, imbécil.
Se da la vuelta para colocarse en la esquina del auto más apartada, escondiéndose de mí.
Joder.
Restriego el rostro con las manos y suspiro. Tiene razón, soy un imbécil.
—Eleonor-
Las palabras se las lleva el viento cuando veo unas luces extenderse desde el piso. El sonido del motor bate mis esperanzas.
Un auto.
No lo pienso mucho, me pongo en su camino y extiendo los brazos para que pare el coche. Estamos a salvo. Estamos a salvo.
Un señor regordete nos recibe. Tiene una camiseta blanca a tiras y un pedazo de hierba entre los labios. Además, lleva tatuado una víbora en em brazo izquierdo.
—¿Un tres, cuatro o cinco? —pregunta, de forma sonsa.
—¿Qué?
Se quita la hierba de la boca con desgana, dando a entender que no quería hacerlo en primer lugar y que, mi falta de entendimiento pueblerino con códigos, lo obligó a hacerlo.
—¿La batería, llantas o secuestro?
Todas las anteriores.
—Es la batería y una llanta —Se adelanta Eleonor, que se ha puesto en un lugar lejos, pero visible.
—Vaya, pero si es la hermana de Adam Rowan —Una risa socarrona brota de su garganta.
Me hubiese aliviado que se conocieran, pero el tono que usa con ella no me gusta para nada.
—¿Usted nos puede ayudar?
Voltea a verme y eleva una de sus comisuras.
—Con costo adicional, muchacho —chasquea la lengua, echando ojitos a Eleonor—. Y no me refiero a lo monetario.
Asqueroso de mierda.
—¿Y bien? —insiste, dejando sus ojos especialmente sobre el escote de la pelinegra—. Habla de una vez, niño.
—Te puedo dar algo más valioso.
Hace un sonido burlón.
—¿Algo mejor que la hermana de Adam Rowan? —se ríe nuevamente, y yo aprieto los puños—. ¿Qué puede ser mejor que dos melones y un buen trasero, eh?
—Te partiré los dedos antes de que me toques.
El hombre se quita el cinturón y se baja del coche. No sé en qué momento me he puesto frente a ella.
—Escuchar eso me pone aún más caliente.
—Hijo de p-
—Te daré un auto —interrumpo y ambos se quedan atónitos, creyendo haber escuchado mal.
—¿Qué dijiste, niño?
—Un auto nuevo, último modelo con todo incluido.
Se acerca a mí, pisando fuerte hasta que estamos frente a frente.
—¿Por quién me tomas, niñito? ¿Crees que nací ayer? —Su aliento a pescado me golpea la cara. Arrugo un poco la nariz con discreción y voy quitándome la única pertenencia de valor que cargo encima para entregárselo.
—Ve a Gabhaden, pregunta por Martín Gómez en la gran estación de DS y enséñale esto. Dile que te he regalado un auto. Dile dónde me vistes.
Posa sus ojos sobre el reloj y luego en mí. Hay desconfianza en su mirada, duda de todo lo que dije hasta tal punto que agarra el borde de mi camiseta y veo todos sus granos de cerca.
Aguanto la respiración.
—Si esto es un engaño, yo mismo te buscaré y te partiré la cara, ¡¿oíste?!
No espera mi respuesta y me suelta con brusquedad. A Eleonor le echa un par de miradas más antes de enganchar su camioneta al jeep y llevarnos al taller.
.
Hola :D espero se encuentren bien hoy.
¿Han ido alguna vez de viaje? ¿Dónde?
¿Dónde les gustaría viajar? Yo por todo el mundo, pero no hay dinero :'D
Es todo, gracias por seguir aquí <3
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