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〖 uno de dos 〗


Tiniebla absoluta. Silencio denso. El bosque parecía la boca de un lobo, donde nadie en su sano juicio querría meterse una noche cerrada y sin luna como aquella. Pero una figura, pequeña y menuda, se deslizó entre la maleza, perdiéndose rápidamente en las sombras de la arboleda. Muy lejano quedaba el pueblo, igual que lejanos quedaban los ruidos del hatajo de guardias, ocupados en una persecución infructuosa.

En la otra punta del bosque, otra criatura se internaba cada vez más hondo en la espesura. La primera figura se deslizó entre las ramas, ignorando los espinos, sin producir ni el más mínimo ruido, sin que una sola rama se quebrara bajo sus ligeras patas. Al fin, el animal llegó a un pequeño claro, parándose a escuchar; su finísimo oído apenas captó los ruidos lejanos. Juzgó que podía detenerse y descansar. Alguien podría haber pasado por allí sin advertir al pequeño raposo, de finas patas, larga cola y enhiestas orejas, que ahora olisqueaba el aire alzando su elegante hocico. Algo hizo que se paralizase, como si una corriente eléctrica lo hubiera dejado tieso. No era el único ser viviente en aquel claro. Ante sus ojos apareció una criatura con plumas, presumiblemente un ave, más grande que una gallina, de complexión robusta, con un pico exageradamente importante, patas cortas y alas de pollo raquítico. El ave miró al zorro de vuelta, con una inexplicable mirada de estúpido asombro, mientras el zorro lo miraba con genuino recelo. Ambos se identificaron rápidamente como seres del mismo tipo: no eran simples animales. Al fin, el ave dio el primer paso, mostrándose en su otra forma.

Un ser humano apareció allí donde antes estaba el animal, y miró al raposo de hito en hito mientras este lo analizaba enteramente. Chico de pelo rizado desordenado y oscuro, estatura media, piel blanca, mirada tranquila de ojos verdosos...

—Hola —habló, casual—. ¿Vas a estar así todo el rato, mirándome como si te fuera a violar o tú me fueras a violar a mí?

El animal pareció reaccionar ante estas palabras. Devolviéndole la confianza que había mostrado él, se transformó. Una chica, algo menuda, en la que resaltaba el pelo corto castaño y la ropa andrajosa, apareció frente a él. Eran cambiaformas, y como cambiaformas, podían reconocer al instante a otro ser de su clase. Los dos estaban sorprendidos; quedaban tan pocos, que era de lo más singular encontrarse con otro.

—Hola... —«¿Y ahora qué?» pensó la chica. Odiaba las situaciones en las que se quedaba sin nada que decir. Tenía la sensación de que encontrarse con un otro cambiaformas podía salir muy bien o muy mal.

—No esperaba encontrarme con alguien como tú. ¿Cómo te llamas?

—Adharinduriel.

—Te diré Adha. Yo soy Anditwasknownas, pero dime Andy.

La confianza con que la trataba relajó a la chica, la cual sonrió, un asomo de sonrisa sincera en la oscuridad. Su fino olfato detectó algo; una fruta.

—¿Nísperos?

—¡Sí! ¿Quieres? —ofreció el dodo, sacando los mencionados frutos de sus bolsillos. A la zorra se le iluminó la cara, metafóricamente hablando—. Son mi fruta favorita.

La zorra tomó una de las que le ofrecía, y ambos terminaron sentados en el suelo, compartiendo nísperos y charlando. A la zorra, nombrada Adha, le traían recuerdos de tiempos pasados y felices. ¿Por qué se habían encontrado esas dos criaturas tan peculiares? Tan dispares, pero en verdad tan afines. Casualidad, destino, o lo que sea, el caso es que el dodo y la zorra conectaron enseguida. Ambos casi olvidaron las sombras que llevaban tras de sí, en aquella charla que les alivió la mente y el corazón. Hasta que un rumor recorrió el bosque.

La primera en captarlo fue la zorra, de oído suspicaz; se puso alerta. El aire, que ahora sopló entre las hojas de los árboles creando un murmullo inquietante, trajo el ruido de algo que se venía acercando rápidamente. Podría haber sido una manada de olifantes, destrozándolo todo a su paso. Pero lo que apareció en verdad dejó mucho más impactados al dodo y a la zorra: era una calabaza, o al menos eso era su cabeza y cuerpo; una calabaza clásica y verdadera, nada de las modernas de Halloween; pero eso no era todo, era una calabaza con brazos y patas, que además llevaba un sombrero de paja y unas gafas de piñas. Entró, como se ha dicho, en una carrera loca y desenfrenada, la cual solo paró de sopetón al encontrarse con inesperada compañía.

—¡¿Pero qué coj...?! —dijo el dodo, al borde de la risa o el espanto.

—Ejem... —masculló la calabaza, parándose de puntas sobre sus piececitos.

—¿Quién eres, qué haces y qué pretendes? —interpeló la zorra.

«Una alfa, esta», pensó el vegetal con patas.

—Lyrailalinbanza la Calabaza con otros tantos apelativos que poco importan. Lo que hago: correr. Lo que pretendo: correr. Si el extraño y bizarro cuadro de dos tipos comiendo nísperos en la oscuridad de un bosque no me hubiera detenido.

—Estáis loca, sin duda.

—Mira quién lo dice. ¡La locura está infravalorada, puesto que si el loco es en su locura a gusto se encuentra, en ella se queda!

A partir de ahí, se convirtieron en mejores amigas.

Tres caminos muy extraños que se entrecruzaron aquella noche oscura, de buen recuerdo. Tres seres que huían de su pasado, y que vivían el presente totalmente desmadrados. Una zorra, un dodo y una calabaza, tres cambiaformas de los pocos que quedaban y que solo saben reconocerse entre ellos. De una forma u otra, como eran unos fuera de la ley y se hacían buena compañía mutua, terminaron errando juntos, entre mil y una aventuras descabelladas.

x-x-x

Mucho tiempo había pasado desde entonces; desde que la calabaza, la zorra y el dodo se encontraron, con nísperos de por medio. Habían vagado mucho, las más de las veces huyendo por variadas cuestiones, hasta que acabaron en un pueblo perdido en los confines del mundo, de los que nadie recuerda, un pueblo clásico, con sierras y montes, con árboles y animales, con ríos y fuentes, con todo aquello que les gustaba. Ellas no preguntaron cuando el Dodo las llevó a una casa grande de tres pisos; simplemente se extasiaron ante el nuevo lugar que llamarían suyo.

—Diez kilómetros cuadrados para nosotras, con huerto incluido; tres pisos de casa sola, siete camas... Casa, comida y cama gratis, no os iréis a quejar. Y me tenéis de puto criado —concluyó él.

—¡VAMOS!

—Prometo que os daré de comer todos los días.

—¿Mínimo tres veces?

—Mínimo tres veces... sin contar lo que venga después del postre. Y nos vamos al río todos los días también.

—¡SÍ, QUIERO! —gritaron la Zorra y la Calabaza.

Entraron como huracanes en la casa, clásica y algo destartalada, y recorrieron los tres pisos enteros. Riendo de puro alborozo. Los tres, en sus formas humanas y normales, se sentaron a la mesa a dar cuenta de unos buenos platos de carrillada en salsa de miel que había preparado el Dodo.

—Me rindo a tus pies, dodo —dijo la Zorra, devorando como animal que era el alimento y chupándose los dedos de forma literal.

—A las zorras se las gana por el estómago...

Por algún motivo terminaron en una conversación que les hizo reírse como idiotas al final. Se sentían alegres y ligeros, ignorantes de lo que ocurriría en el futuro.

Tenían una planta de la casa para cada uno, y así durmieron la primera noche. Luego se aburrieron y terminaron todos en la misma planta, en habitaciones distintas, aunque siempre se cruzaban para ir a molestarse mutuamente. Hasta que, no sé cómo, dormían los tres en una misma habitación. Lo cual les permitía quedarse hablando y elucubrando de grandes dudas existenciales hasta las tres de la mañana, o que quien se levantara primero le tirara a los otros una almohada. También juntaron camas, una grande y otra mediana, lo cual hacía matrimonio y medio; como alguien apuntó, lo que era un trío.

Hogar, dulce hogar. Un canario cantando desde bien temprano, un perro ladrando cada vez que pasaba alguien por la calle, detalles que hacían aquello más familiar. Cada uno de ellos se alegraba para sus adentros. De tener compañía, por fin; de encontrar un hogar, por fin...

—¡Aaaaaaa despertar todo el mundo! —gritó la Zorra a pleno pulmón.

Gruñidos extraños le respondieron desde la cama del Dodo.

—Puta —fue la respuesta que llegó de la cama en que yacía la Calabaza.

La pequeña raposa hizo un mohín.

—Que me aburro. No es justo que yo me despierte la primera. Tampoco lo entiendo, si soy una perfecta dormilona, pero vosotros también pasáis el récord.

—Ña ña ña ña, tú te dormiste como una zorra. Yo estuve despierto hasta las más de las cuatro —refunfuñó el Dodo.

—Por hot.

Risitas ahogadas de la Calabaza.

—¡TE DESPIERTAS O ME LANZO ENCIMA!

—¡Noo! Que te me tiras al cuello. No me importa, la verdad... pero eres menor.

Una almohada impactó brutal y certeramente en la cabeza del Dodo, dejándolo más despeinado todavía de lo que estaba. La Zorra salió victoriosa de la habitación riéndose sola. Saqueó la cocina sin saber qué desayunar, y cuando por fin bajó el Dodo y después la Calabaza, la encontraron sentada en la encimera bebiendo del brik de leche y hurgando en una caja de galletas de chocolate, que llevaba ahí desde que la abuela dejara la casa; caducadas de un par de años mínimo.

—Chicos, me apetece hacer algo.

La miraron.

—No sé, conquistar Gibraltar estaría bien.

—OH yeees. Hay que recuperar lo que es nuestro. Quitárselo a los inglesitos que creyeron que podrían conservar tierras españolas para ellos. Abajo las colonias.

—Y que encima vienen a las playas a tirarse de los balcones —añadió la Calabaza.

Elucubraron un buen rato. Ya tenían un plan, en el que el Dodo se haría pasar por una chica guiri sexy y se infiltraría, tras lo que aparecerían la Zorra y la Calabaza con los cócteles Molotov.

—Pero si salimos la policía nos pillará —apuntó, muy certera, la calabaza Lyralinbanza.

—Cierto... ¿cuánto hace que robamos aquel cargamento de zumo de naranja?

—Unos mesecillos.

—Y de aquello... Uhm, bueno, en verdad hay muchos motivos por los que nos buscan —reflexionó la Zorra.

—Uno de ellos la ilegalidad de que quieras que te... —empezó el Dodo con una mirada significativa, cortando la frase y riéndose de la cara que puso la zorra Adha.

—Quisieras —Adha se metió una galleta en la boca, intentando disimular la risa, que casi se le atraganta.

x-x-x

Lo pasaron bien, hicieron la cabra por los montes, le sacaron todo el jugo que pudieron a aquel pueblo perdido, a la casa y sobretodo el campo a su alrededor. Hasta se cayeron a un pozo, no muy profundo, pero que serviría como tumba para tres como ellos.

—¡Mierda!

—¿Quieres dejar de decir mierda y pensar en cómo salir de aquí?

—¡No, mierda, no! ¿Cómo coño salimos, subiéndonos unos a otros?

Así es como se subieron unos a otros, lo cual, por cierto, costo mucho más de lo que puede parecer. El dodo, la calabaza y la zorra hicieron una torre, en ese orden, hasta que la última consiguió alcanzar el borde; con muchos daños y raspones para diversas partes de su cuerpo, consiguió salir al exterior, donde estuvo un rato riéndose como desquiciada, mientras los otros seguían dentro; hasta que echó a correr a toda velocidad. Volvió con una cuerda y consiguió sacarlos de ahí, echando maldiciones y con la ropa llena de tierra.

Experiencias de lo más divertidas y gratificantes como esas les sucedían a menudo.

x-x-x

Y entonces llegó ese día, en el que estaban los tres tirados en el suelo del salón, con bastante poca ropa y delante del ventilador, con pinta de llevar así todo el día. Aunque no lo pareciera, era un día especial, pues uno de ellos se hacía un año más viejo, lo cual celebraron con el desayuno más colosal que jamás se haya visto. Cosa que quizás también influía en que ahora estuvieran así.

—Oyee, me aburro. Ya no sé qué hacer aquí.

—Yo también.

—No vamos a ir a ningún lado, loquitos.

—Porfaaa.

—¿Porfiii?

—Bueno... vale, pero solo porque es el cumpleaños del dodo.

—¡YAAS!

Con ansias de locura renovada, se activaron. Vestirse de forma decente para ir a la ciudad estaba sobrevalorado, así que con camisetas de casa, pantalones cortos o de pijama, blusas demasiado ligeras, bikini o nada de ropa interior, salieron brillando como estrellas.

Llegaron a la city. Tan campantes ante las posibilidades que se abrían ante ellos... hasta que recordaron algo que fue como un jarro de agua fría.

—Coño, no tenemos dinero.

—Oh... cierto. Por ser unos pendejos cambiaformas a los que busca la poli por muchas ilegalidades y por ser unos radiactivos fugados...

—¡Robemos un banco! —saltó la Zorra.

—Vamos —exclamó la Calabaza, sin pensarlo absolutamente ni una pizca.

—Pero tú, bicha, en un día y sin planes no podemos robar un banco, cojones —intercedió el Dodo haciendo de mente razonable.

Volvieron a quedar silenciosos y deprimidos, con la fabulosa idea de la zorra chafada.

—¿Entonces qué hacemos?

—No sé, quiero libros, no me quedan libros.

—¿Y la estantería llena de libros que aún no leíste?

—Calla, eso son imaginaciones tuyas.

El Dodo siempre se reía, asistiendo a los diálogos así entre las dos chicas.

De alguna forma u otra... localizaron una librería, en la cual se metieron más rápido de lo que una salamanquesa atrapa una mosca. Disfrutaron como pulgas viendo los libros, tocándolos, dando grititos al ver sus favoritos, riéndose de otros, acumulándolos sin miedo alguno en los brazos... y saliendo a todo meter de la librería, ante el estupefacto dependiente. Por supuesto, antes de salir gritaron: «¡Gracias, que Dios se lo pague!», cosa que jamás fue dicha con intenciones más literales.

Riéndose como desquiciados, intentando que no se les cayeran los montones de libros —metidos en las camisetas, en los brazos, en los sobacos, en la cintura del pantalón y donde pudieron—, acabaron extenuados en un callejón con poca gente.

—¡Mira esto!

No solo habían cogido buenos libros, también habían cogido los más malos que pudieron encontrar. Los hojearon juntos, parándose a parodiar fragmentos en voz alta, riéndose de lo malas que eran algunas cosas, de los clichés mal llevados y de los escritores modernos que plagaban el mercado; les gustaba hacer de críticos literarios, lo cual hacían de maravilla, con mucho sarcasmo.

Estaban tirados entre unos bidones en la parte trasera correspondiente a algún bar de mala muerte; alguien que se asomara al callejón solo vería un amasijo de extremidades asomar y risas estentóreas, sin contar comentarios de lo más variados.

—Tengo hambre —sentenció uno de ellos, tras un largo rato de estar así.

—Podemos ir a algún sitio a comer... y que Dios se lo pague.

Se miraron y sonrieron de forma deliciosamente maliciosa, divertidos de sí mismos.

Salieron del callejón intentando que nadie los reconociera como posibles ilegales, actuando como «personas normales», o intentándolo con dudoso éxito. Fueron al mejor restaurante de la ciudad, de esos a los que solo va gente bien vestida que se puede permitir pagar la cuenta sin mirar el precio, solo por la experiencia gastronómica de otro nivel; y, por supuesto, el postureo. Con las pintas que llevaban, entraron como si fueran los amos completos del lugar.

—Buenos días, queríamos una mesa para tres —El Dodo, muy formal, se dirigió a la chica de la recepción, que se los quedó mirando curiosamente... no sabían ellos por qué, a no ser que fuera por lo buenos que estaban; demasiada belleza junta.

Casualidad, tenían mesa, una reserva que había sido cancelada, así que no tuvieron que sabotear la agenda. Mesa con mantel de algodón blanco bien planchado, cubiertos colocados milimétricamente, y un camarero que les puso las servilletas en el alda con unas pinzas mientras ellos se miraban, flipando con tanto sofistipijismo. Nunca habían estado en un sitio así, y se lo estaban pasando como enanos. El menú fue una exquisitez tras otra, que hubiera merecido la pena pagar lo que valía.

—¿Qué, dodito, nada mal el cumple, eh? Te hemos traído al restaurante más pijo de la ciudad.

—No podía esperar menos.

Los tres cambiaformas dieron cuenta de todo lo que se les entregó, sólido o líquido, haciendo honores a su calidad, y cuando acabó la lista de platos que parecía no ir tener fin, incluyendo los postres —la mejor parte según cierta zorra—, el pulcro camarero trajo la cuenta a pagar. Cruzaron una mirada de quien va a liarla y lo sabe, y entonces el Dodo dijo:

—Vaya, creo que he olvidado la cartera. Adhy, ¿llevas suelto?

La chica se palpó la indecente ropa que ni bolsillos tenía, poniendo cara preocupada.

—Cielos, no llevo nada. ¿Y tú, Ly?

—Nanay, me dejé los cuartos en el coche y se lo ha llevado el chófer.

Miraron al camarero.

—Lo sentimos mucho, tendremos que pagarle luego. O podemos quedarnos a fregar platos.

—Mis disculpas, señores, pero deberán pagar la cuenta o llamaremos a la policía —dijo sin dejar sus modales, pero bastante descolocado.

—¡Pero! ¡Si ya se lo hemos dicho, no llevamos nada! Pueden registrarnos.

—Ha sido un despiste, culpa nuestra no es.

—Extendería un cheque ahora mismo, pero también me dejé el talón de cheques...

—Le prometo que se lo pagaremos, y además con una buena propina.

El camarero seguía dudoso.

—Esperen un segundo.

Se retiró a hablar con alguien, seguramente en busca de una autoridad más competente que se hiciera cargo del caso. Ese era el momento que deberían haber aprovechado para huir por patas, pero el muy tunante avisó a un guardia, que se quedó posicionado vigilandolos.

—Se va a liar —comentó la Calabaza, como quien dice que va a llover.

Tranquilísimamente, se levantaron de la mesa y con porte regio dirigieron sus pasos hacia la puerta, donde el guardia los interceptó.

—No pueden irse sin pagar.

—A ver, ricura, ¿quién te dice que no hemos pagado? Vamos ahora mismo a por los fajos de dólares que tenemos en el Maserati. Está aparcado ahí mismo.

Con cara de «no me la das con queso», el tío miró a la calle y no vio ningún Maserati.

—Está calle abajo —aclaró rápidamente la Zorra—. Se lo prometo —Sonrisa angelical.

¿Quién no caería?

El Dodo se pasó una mano por la cara, gesto de seriedad en medio de un trance como ese, que en realidad solo pretendía disimular una sonrisa. Se estaban partiendo de risa en su fuero interno.
Aunque deberían haberse empezado a preocupar, dado que no se veía escapatoria de aquella.

—Si uno de nosotros se queda y los otros van a por el dinero, ¿nos cree?

La Calabaza miró al Dodo, quien había pronunciado aquello, mientras el guardia hacía lo mismo. Pensándolo.

—Bueno...

La brecha de duda fue aprovechada.

—Vamos, id vosotras. Yo os espero aquí.

Ellas miraron al Dodo, confundidas. ¿Se iban y lo dejaban? ¿Cómo se escaparía? Pero solo un gesto tranquilo recibieron de él, así que la Zorra tomó las riendas, confiando en su amigo. Bajaron la calle a paso seguro, lo más rápido que se podía sin que resultara sospechoso.

Pero entonces varias cosas confluyeron, como siempre sucede en las desgracias. Algún sujeto con mayor autoridad y el camarero volvieron, para encontrarse que dos de los tres pájaros habían volado —curiosamente, el verdadero pájaro fue el que se quedó—, arruinándole la posibilidad de escapar al Dodo, ya fuera por astucia o por otro medio. Cuando iban a salir detrás de Adha y Ly, aparecieron los policías. Alertados desde que habían robado la librería de que unos ladrones estaban en la ciudad, unos que casualmente atendían a las señas de los fugitivos tan buscados, llevaban todo el día patrullando y buscándolos. De hecho, los cambiaformas se habían encontrado tres carteles de se busca, de ellos tres —habían tenido la decencia de ponerlos juntos, pero juzgaron que la imagen no hacía justicia a la realidad—. La Zorra y la Calabaza se vieron entre dos fuegos, sin tener ningún lugar a dónde ir; lo único que podían hacer era correr. Echaron de menos tener de verdad un Maserati esperándolas. Pero corrieron, y vaya cómo corrieron. Calle abajo, con los guardias de la policía y los del restaurante detrás, arrasando todo lo que tuvieran por delante —una ristra de chorizos, un periódico, una papelera y varias personas atropelladas—. Habrían tenido una posibilidad de salvación, pero entonces la Calabaza se torció el tobillo. Cayó al suelo, con un grito desgarrador seguido de unas palabrotas dichas con más sentimiento que todos los rezos y las misas del mundo. La Zorra se volvió para ayudarla, y vio cómo se acercaban los guardias.

—Mierda, mierda y mierda.

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