Epílogo
Era otoño, pero de los que llevaban regusto a invierno; de los que venían con lluvia.
Sabía de buena tinta que en restaurantes como ese, eran de las épocas más altas; con las ventiscas húmedas y cielos grises, cualquier lugar con calefacción y luz cálida era el sitio idóneo donde entrar a refugiarse y calentarse las manos. Yo pasé del frío al acaloramiento en dos segundos; cuando llegué a la mesa, ya me urgía desenredarme la bufanda del cuello y colgar el abrigo en el perchero. Así que eso hice, antes de siquiera decir nada.
Si bien existía la posibilidad de que no me moviera la necesidad de regular mi temperatura, sino de ganar aunque fuera dos segundos para saber qué decir, qué hacer. Como si no hubiese pasado toda la semana sin pegar ojo por las noches, pensando y repasando mil escenarios distintos y otro millón de conversaciones posibles. ¿Quién diría qué? ¿Qué era adecuado? Una noche antes creí tener los hilos bien amarrados; incluso estuve seguro de ello aquel mismo día, antes de subirme al auto. Pero en cuanto crucé la puerta, me quedé en blanco. De milagro podía recordar mi nombre, las convenciones sociales que dictaban un "buenas noches" y un "gracias" al hostess de la entrada. Su rostro. Aunque si era justo, no había cambiado nada. De los treinta a los cuarenta la diferencia se notaba más bien poco; de los veinte a los treinta era otro cuento. ¿Él me reconocería a mí? La respuesta estaba en frente, sin embargo, aún me comían las ansias de confirmarla.
De pronto me sentí mucho más joven.
—Perdón por la tardanza, salí a tiempo, pero con esta lluvia la gente no sabe manejar. —Me mordí la lengua. De todas las posibilidades, aquella quizá fue la menos astuta. ¿Lo primero que tenía para decirle era una conversación basura sobre el clima y la ciudad? Quise darme un cabezazo en la mesa, pero lo contuve—. Hola...
—No te preocupes, Illy. Hola. —Me estaba sonriendo desde la boca hasta los ojos, de una forma que solo él sabía y que por alguna razón me había permitido olvidar en un punto entre nuestra despedida y su saludo—. ¿Cómo has estado?
—¿Quieres decir hoy o los últimos nueve años? —Me reí antes de encogerme de hombros, Mich me acompañó en el gesto—. Ha pasado un tiempo, ¿no?
—Un parpadeo apenas.
Aproveché la interrupción del mesero, que venía ya con un platillo y una botella, para echarle un vistazo más extendido. Tenía algunas canas en el cabello, que en su gran mayoría continuaba tan negro y abundante como siempre: no era de los que se teñían para aferrarse a una edad que ya no era la suya, pero era traga-años como nadie. Si lo hubiera visto sin conocerlo, pensaría que no pasaba de los treinta y cinco.
Me explicó que había pedido una entrada y algo de tomar, para ir aprovechando el tiempo; después, le pidió al mesero que nos dejara una carta a cada uno. Le agradecí y repasé las letras del menú como si no estuviera tan nervioso que mi estómago hecho nudo no aceptaría comida alguna. En realidad, lejos de antojos, pensaba en sus palabras.
¿Para Mich en serio fue un parpadeo? No podía decir lo mismo. Él en mi vida no fue uno de esos días que se escurrían inadvertidos del amanecer a la medianoche; por el contrario, su presencia se quedó en mi piel como si el tiempo que estuvimos juntos fuese temporada de hierra. De su ausencia ni hablar. Con el pasar de los inviernos acumulados dejé de llorar y en algún punto la emoción se me recubrió de tejido fibroso, sin embargo, no desapareció. Extrañarlo hasta perder el aliento no disminuyó en mí, sino que crecí a su alrededor y aprendí a vivir con las cosas que mis dedos habían tenido que soltar por el camino.
—No voy a pretender que no quiero saber todos los detalles de los últimos años, pero podemos comenzar por ahora. ¿Cómo estás ahora? —El mesero destapó la botella, Mich le dijo que no se molestara en servir, que él lo hacía; así que tomó su copa y la mía, y las llenó un poquito más arriba de lo que dictaba la etiqueta cuando se trataba de vino tinto. No me molestó, algunas veces yo las llenaba hasta el tope; no seguido, solo las noches de triunfos o fracasos titánicos. Cada quien tomó la suya y después de un breve tintineo, pudimos continuar.
—¿Cómo parece que estoy? —indagué en respuesta con curiosidad auténtica. Antes de ahondar en los detalles que creía que me hacían yo, quería saber cuáles eran los que veía él.
—No has dejado de sonreír... —comenzó, con una sonrisa que disimuló detrás de su copa de vino al darle un trago. Tuve el impulso de esconderme también, pero en su lugar solo agaché la mirada—, así que creo que estás bien. Espero que estés bien.
Lo pensé durante un momento antes de seguirlo en el trago.
—Supongo que sí estoy bien. —Tomé un par de palillos negros y piqué con poca gracia una de las gyozas entre nosotros; la llevé a mi boca luego de bañarla en salsa de soya—. A veces aún me pongo triste de la nada y no quiero ni levantarme de la cama, pero siempre salgo. Además, el trabajo está bien, la casa está bien, mis pasatiempos están bien; no puedo decir que haya sido todo el tiempo así, pero la vida me ha tratado mejor de lo que esperaba. Estoy conforme con lo que tengo.
—Entonces hablemos más sobre eso. —Lo vi meterse una de las empanaditas a la boca de un mordisco, y contemplarme desde el otro lado de la mesa con todo el interés del mundo.
—Seguí trabajando un tiempo como mesero, después conseguí un par de becas, algunos apoyos del gobierno, un préstamo decente para la universidad y me gradué como trabajador social. La vida ha sido mejor desde entonces. —Sonreí con cierto orgullo—. Hace varios años... —No pude decir "cuando me fui"—, no me hubiera sentido capaz de trabajar con adolescentes, mucho menos con adolescentes con problemas, pero eventualmente se volvió bastante claro que era lo que tenía que hacer. O bueno, lo que quería, ¿sabes?
Lo vi recargar el codo en la mesa y su mentón sobre la palma de su mano; sus ojos se entrecerraron y a pesar del tiempo, pude reconocer dicha expresión en su rostro. Él seguía sin saber cómo ponerse una máscara o esconder sus pensamientos, quería decirme algo.
—¿Qué? —Me reí.
—De hecho, sí sé. —Pensé que me diría una cosa sobre la vocación, o cómo él había acabado descubriendo lo mismo—. Me parece precioso, la verdad. También estás estudiando otro grado.
Dejé mi copa sobre la mesa y lo contemplé con una pizca de escepticismo cómico.
—Sí, en Psicología. Para complementar, más que nada. ¿Cómo sabes?
—Y empezaste a escribir. —No respondió mi pregunta.
—No diría que es nada serio, pero...
—Yo diría que es bastante serio, me gusta lo que he visto.
—Me recordaba a ti. Leer, luego escribir.
—Has empezado a nadar, también.
—Alguna vez me contaste que te ayudaba a callar la cabeza, quería averiguarlo por mí mismo. —Me crucé de brazos, contemplándolo sin escalas y dejando de fingir que tenía alguna clase de interés real por la cena y no por él—. Michael.
—Illya... —Volvió a sonreír, igual que si no supiera lo que estaba haciendo.
—¿Qué es esto?
—No me preguntaste cómo encontré tu número, cuando te llamé. —Tomó otra gyoza, con la mayor calma del mundo. Tenía razón; en el momento en que escuché su voz al otro lado de la línea, la cual reconocí al instante y mucho antes de que me dijera de quién se trataba, no pude pensar con claridad. Nada me pareció extraño, más bien resultó como una suerte de sueño febril que no pude procesar durante un par de horas. Y ahí estábamos seis días después, cenando.
—¿Cómo encontraste mi número? Si se puede saber. —Yo, por otro lado, le di un sorbo más al vino. Así, tal vez, podría pretender que era gracias al alcohol que me sentía acalorado.
—Esa es sencilla: busqué tu nombre en el directorio. Me facilitó mucho la vida que no seas un John Smith cualquiera. —Hizo la expresión de quien dice "¿qué se le va a hacer?"—. El resto pude averiguarlo, por una parte, ya que encontré tu Facebook; la otra, porque gracias a que no eres un John Smith cualquiera, las búsquedas en internet son fáciles.
Me quedé mirándolo, sabrá Dios con qué cara, pues acabó riéndose y dándole otro trago a su copa. Tuve que reordenar mis pensamientos no una, sino varias veces, antes de poder decir algo con un mínimo de coherencia.
—¿Me investigaste para esta cita? —Quise retractarme en el momento en que dije la palabra "cita", pensando que quizá hubiese sido preferible decir "reunión" o algo más formal. Una que no delatara que la bufanda era nueva, que llevaba mi mejor abrigo; que pasé casi veinte minutos frente al espejo decidiendo si mi cabello se veía bien. Que traía mi perfume más caro, mi favorito. Y que, en definitiva, yo lo había visto como una cita desde el primer momento.
—Ahí es donde te equivocas: no te investigué para esta cita. Yo... al principio solo quise asegurarme de que estuvieras bien, llámalo curiosidad; y después no pude parar de ver tu vida. Me daba la sensación de que estabas más cerca, de que no había pasado tanto tiempo, de que... no sé, de que te encontrabas tan al alcance como la primera vez que te vi. —Sus iris, igual de grises, se iluminaron con un deje franco y vulnerable que me hizo poner las manos sobre la mesa, y ser muy consciente de la expresión en mi rostro. De mi respiración. De mi corazón—. Como si para alcanzarte solo tuviera que levantarme y decir hola.
—Así que decidiste hacerlo. Levantarte y decir hola.
—No en realidad. Debo confesar que me tomó años atreverme a buscar tu número, y cuando lo encontré, pasaron meses antes de que me decidiera a levantar el teléfono y marcar. No sabía qué iba a decirte, o cómo iba a explicarme, al final resolví que no importaba.
Me mantuve en silencio. Yo también lo busqué alguna vez, cuando su nombre fue demasiado insistente dentro de mi cabeza y requería algo que me adormeciera la pérdida, pero jamás hubiese tenido el valor de admitírselo a la cara. Después de unos segundos, suspiré el aire en mis pulmones.
—Y aún no llega ni el plato fuerte, ¿eh? —Eso le arrancó una carcajada y deshizo todos los nudos de tensión que pudieran haber quedado entre nosotros, puestos ahí por el letargo de los años atravesados.
De pronto comprendí a lo que se refería con un parpadeo. No se trataba literalmente de la medida de tiempo en dicha acción, sino la sensación. No era que se hubiese olvidado de mí para luego despertar un día diciendo "¡ah, sí! ¿Qué habrá sido de él?", a la inmediatez entre los que fuimos y los que éramos ahora. En la facilidad de sentarnos y hablar, sin tener que preocuparnos por tallar el hielo con las uñas hasta romperlo, como al principio. Que esa barrera de años no era una pared helada de kilómetros de grosor, sino una escarcha que se quiebra con un toque. Eso era un parpadeo: una confesión. Un "no me he olvidado de lo que me dijiste la primera vez que hablamos, que no fue hola", "no me he olvidado de buscar tu nombre periódicamente, por casi una década". Un "No me he olvidado, ¿qué tú sí? No, claro que no, ya lo sabía".
Con aquella certeza tirándome de las comisuras de los labios, atravesamos el resto de la cena y nos pusimos al corriente con las vicisitudes de la vida que no estaban a la vista en un perfil de redes sociales. Me preguntó si había algún novio, alguna novia, me reí al darle mi respuesta. Unos cuantos, nadie en el presente. ¿Qué por qué? Igual la gente se cansaba rápido de las cosas que no entendía, o de quien no llegaba a tener por completo, pues siempre andaba soñando despierto con otro todos los "¿qué hubiera pasado si...?", que lo envolvían. ¿Y él había tenido a alguien? Sí, dos o tres pares, pero llevaba un tiempo ya soltero. Hablamos de Jo, que hace unos años se había casado y ahora, claro, vivía con su esposo y mi sobrina; no nos veíamos mucho, pero continuábamos llamándonos seguido. Él me contó de su padre, que había fallecido dos años atrás; no pareció afligido al respecto, aunque un tanto melancólico. Aquello, como no pudo ser de otra manera, nos llevó al tema de mi familia.
—¿Volviste a hablar con tu mamá? —indagó con mucho cuidado en sus palabras. Yo asentí con la cabeza antes de darle el último sorbo a mi copa.
—Estuvimos sin contacto por muchos años, volvimos a hablar hace poco. Dejó a James, me alegro por ella; de vez en cuando me llama, o lo hago yo. Se disculpó y no la juzgo, solo que yo aún no me siento listo para perdonarla; quisiera volver a verla un día, pero todavía no es tiempo.
Lo entendió a la perfección; siempre tuvo un don para comprender los recovecos más complejos de mi pensamiento. Decidió no manosear una llaga que, aunque ya cicatrizada, aún presumía un color rosáceo y ardía de vez en cuando. Él era así, de lamer las heridas en lugar de volver a abrirlas.
Terminamos de cenar, me ayudó a ponerme el abrigo, aunque no lo necesitaba, y contrario a como llegamos, salimos juntos. Me acompañó hasta mi auto, y a un lado de la puerta nos quedamos los dos viéndonos en medio de la oscuridad, bajo la luz del alumbrado público. No nos importó el frío, o el viento. Ni siquiera lo sentimos.
—No me contrasta qué te tiene en la ciudad, ¿yo? —indagué, con una sonrisa que delataba que en realidad solo estaba bromeando.
—Sí y no. ¿Quieres que te diga la verdad?
—Por favor, quiero solo la verdad.
Quizá era toda la bebida, pero me perdí en el vapor que expedía de su boca al hablar. O tal vez en sus labios, y como siempre solo andaba por ahí buscando escalas y excusas para llegar a donde quería. Casi me molestaba que siguiera siendo tan guapo como la última vez que me dio un beso.
—Pues la verdad es que vine a ver una casa... la vi en la mañana, pero aún estoy decidiendo si me quedo con ella o no.
—¿Y la de tu madre?
—La vendí. Eran sus recuerdos, no los míos.
—¿Y el trabajo?
—Renuncié. Ya les di suficientes años de mi vida, quiero algo nuevo. Tengo un par de ofertas aquí, pero quisiera probar hacer algo de manera independiente.
—Parecen muchas decisiones drásticas.
—Lo son.
—¿Por? ¿Es la crisis de los cuarenta? Yo tuve una cuando cumplí treinta, no lo recomiendo —Me reí tantito, y me acerqué otro poco más.
—Ninguna crisis: una corazonada y mucha fe.
—Cuéntame más de eso.
Se sacó una de las manos del abrigo para buscar la mía, y enganchó nuestros dedos con un toque muy superficial, aunque claro. La caricia de las posibilidades, pero dejando la puerta abierta para salir corriendo, si así lo quería.
—¿Qué dirías si te digo que solo estoy aquí, porque quiero que me quieras aquí?
Fui yo quien afianzó el agarre, para que supiera mi respuesta antes de que el corazón acelerado me permitiera decir cualquier cosa.
—Diría que no tienes por qué irte a tu hotel. Te diría que me acompañes a casa.
La forma en que me acarició los nudillos con la punta de su pulgar me hizo sentir algo que no hubiese creído posible ni tres horas atrás, ni diez años antes aún mientras dormía en su cama. Tuve la certeza, por primera vez en mi vida no solo con él, sino con todos los demás, que esta vez ni él ni yo tendríamos que salir corriendo.
Que esta vez iba a quedarse por mucho tiempo.
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¡Hola! Ha pasado un tiempo, ¿eh? Para nosotros y para estos dos. Yo había prometido un epílogo, no sé si por aquí, por el grupo de whatsapp (si quieren entrar, mandenme mensajito), por mis historias de instagram (si quieren saber cositas síganme por allá); la cosa es que lo prometido es deuda y aquí está.
También me sirve para compartirles que ¡LAS PÁGINAS QUE DEJAMOS EN BLANCO GANÓ UN WATTY! Eso me tiene contentísima, no saben cuánto, porque solo corona el amor que ustedes ya le han dado a esta historia. Sus comentarios fueron los que me animaron a seguir capítulo a capítulo. Pero no solo eso, sino que también ganó el Premio de Entretenimiento de Wattpad-Webtoon Studios, y ustedes dirán: Anna, ¿qué es eso? Y yo les contesto: este premio consta de una posible propuesta para adaptación. Ahí la dejo.
¿Cómo han estado? ¿Les gustó el epílgo? Las páginas no podía tener un final feliz, sino el final que Illy necesitaba en su momento, porque cuenta la historia de un periodo muy específico en su vida; no obstante, la historia de Illy en un panorama amplio, no podía terminar mal. Siempre visualicé a Mich y a Illy acabando juntos, pero no de jovenes, sino hasta que estuvieran en una condición de igualdad entre ellos. Ahora lo están, ahora son felices.
¡Nos vemos en la próxima novela!
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