34
Cuando abrí los ojos, lo hice con una sensación de pesadez cernida sobre mí del mismo modo en que lo hacía el edredón: por todo el cuerpo, cubriéndome del cuello a los pies y empujándome contra el colchón. Mis ojos estaban secos e hinchados a pesar de las lágrimas no derramadas, y una dolorosa presión me atravesaba el cráneo. Me tallé los párpados y me cubrí el rostro con las palmas un segundo, como si de ese modo pudiera esconderme de un nuevo día, o disimular la aflicción que de a poco se hinchaba en mi pecho y amenazaba con reventar entre las costillas. Vestía mi derrota del mismo modo que un condenado a ejecución su resignación al andar sus últimos pasos por el corredor de la muerte. Si pudiera haberlo descrito de algún modo entonces, lo hubiese nombrado resaca emocional.
Permanecí por un rato bastante largo acostado en la cama sin mover un músculo, incapaz de hallar dentro de mí la pizca de motivación necesaria para poder levantarme; en su lugar deseaba volver a cerrar los ojos y dormir durante unos buenos quince años, que quizá lavarían la somatización del estrés en mi espalda o las ganas de desaparecer. Cuando caí en cuenta de que no podría conciliar el sueño otra vez, por más que lo intentase, solté un suspiro y dejé la cabeza caer en la almohada. Me consoló saber que al menos no era que tuviera demasiadas razones para levantarme, tampoco; al final, hasta que no se esclareciera la decisión que debíamos tomar, no veía caso a ponerme el uniforme y presentarme tempranito a mi turno en el restaurante. Sumándole a lo temprano que era, no debían dar ni las seis.
La recámara aún se encontraba sumida en la oscuridad, apenas cortada por la languidez con la que se asomaba de a poquito un halo de luz fría; la clase de iluminación que lo cubre todo minutos antes de la salida del sol. Me hizo compañía el murmullo de la respiración plácida de Mich, quien aún dormía justo a mi lado boca abajo, con el brazo escondiendo su rostro de mi mirada inquieta, y un cachito de la piel de su espalda saludándome por entre las cobijas; también el silbido de las parvadas de pájaros revoloteando al otro lado de la ventana, que a esa hora, contrario a mí, ya les urgían bajo las alas las ganas de comerse al mundo.
Algo dentro de mí estaba seguro de que se suponía que debía estar bien con eso, al menos en un día normal. Qué más se podía pedir cuando se tenía la dicha al alcance de la mano, con un despertar tan cálido como perezoso, a lado de un hombre que me volvía loco e, incluso por encima de eso, demostró una vez tras otra ser un ejemplar admirable de ser humano. Luz tenue, el canto de las aves. Una promesa milenaria de sanidad. Seguridad. No obstante, algo todavía se sentía roto, desacomodado, inusual. La inquietud me cosquilleaba en la planta de los pies como una lengua áspera, y tenía la sospecha de que durante la noche mi piel se había vuelto un traje muy pequeño para mi propio cuerpo. Me faltaba demasiado espacio.
Lo sentía reptando por el esófago con una lentitud fraguada por la malicia: la impotencia azolvando mi garganta y la pesadez de unos ojos que le gritaban al calor en mi rostro que morían por desbordarse, aunque no sabían de qué manera hacerlo. ¿Cómo era posible sentir que un agua negra, espesa, me cubría hasta las orejas estando tan seco? Y saber que me ahogaba, aún en la plena certeza de que todo dentro de mí estaba vacío. ¿Cómo esa carencia de emoción era la que me sofocaba hasta orillarme a la desesperación por desgarrarme el cuello a arañazos y dejar escapar eso que estaba anidando en mi tráquea?
Todo lo que quería, o necesitaba, era ser capaz de llorar, pues tenía la sospecha de que si descifraba la forma de hacerlo, tal vez ese nudo de alambre de púas y cristal no se me atoraría hasta el punto de la dolorosa asfixia. No pude. Nada cayó o se liberó; por el contrario, todo continuó igual. Y aunque sabía que solo bastaba con que me levantara para que eso cambiara, no pude hacerlo sino hasta muy tarde. Horas después. Cuando Mich se estiró sobre el colchón, ajeno a mis males, y en medio de un bostezo aletargado me preguntó si llevaba mucho rato despierto y yo le dije que no, que unos minutos nada más.
Muy por el contrario a mí, Mich no contaba con excusa alguna para no levantarse de la cama. Él aún tenía una vida que mantener funcional y eso incluía, claro, ir a dar sus clases en la preparatoria. Con una expresión de disculpa asomándose por sus ojos grises, me aseguró que apenas tenía tres grupos esa mañana, por lo que en cuanto terminara con ello regresaría a casa para pasar el día conmigo; no quería que me quedara mucho tiempo solo, pero le aliviaba que la menos Jo también estuviera ahí. Yo me sentí muy agradecido por sus ganas tan inmensas como poco disimuladas de colaborar; no necesitaba ser ninguna clase de genio para darme cuenta de que a pesar de que no hacía preguntas de más y de que aparentó aceptar sin protestas o cuestionamientos cuando le aseguré que estaba bien, algo en mí, en mi cara, mi postura o mi mera energía tendría que susurrarle por detrás del oído que quizá las cosas no eran como yo estaba tratando de pintárselas. O tal vez solo tenía demasiada experiencia con chicos problemáticos como para saber que esa calma premeditada pocas cosas buenas auguraba, sobre todo en las inmediaciones del desastre. Me tenía descifrado hasta la médula, a veces pensaba que me conocía incluso mejor que yo mismo.
Se levantó de la cama con una lentitud cargada de pereza, y mientras rebuscaba en el armario por la ropa que se pondría cuando saliera de bañar, me ofrecí a prepararle —y de paso también a Jo y a mí— el desayuno. Después de todo lo hecho por nosotros, lo mínimo que podía darle de vuelta era que no se marchara con el estómago vacío y enfrentara así la mañana: con un café amargo de la sala de profesores y un paquete de galletas.
Si bien en un comienzo se mostró reacio, replicando que no era necesario y que prefería que no hiciera nada. Dijo que necesitaba descansar y si bien su boca no pecaba de falta de razón, no estaba tomando en cuenta que si precisaba reposo, no solo se limitaba al cuerpo. Requería descansar la mente, apaciguarla un rato, o terminaría volviéndome loco. De ninguna manera. Esos minutos que él pasara bajo el agua, yo escogí gastarlos centrándome por completo en revolver claras con yemas, en que los huevos se esponjaran sin pegarse en la sartén y que el café no se sobrequemara en la cafetera, antes que en continuar dándole vueltas al día anterior como si no existiera espacio para otra cosa en las paredes de mi cráneo. Ya era demasiado. Al final, quizá de percatarse que no me convencería de no hacerlo, acabó cediendo y yo me puse uno de sus pantalones deportivos arremangados por los tobillos y su sudadera antes de bajar descalzo por las escaleras hasta la cocina.
Todo el piso inferior se vio muy pronto inundado por el aroma salado y amargo de la comida; y atraído por ese olor casi igual que un ente por el humo de un incienso, Mich se apareció poco después, ya bien vestido con abrigo y todo, los mechones de cabello negro brillantes y andheridos los unos a los otros. Húmedos.
Conociéndolo tan bien, supe lo que estaba a punto de suceder y antes de que tuviera la oportunidad de replicar y ofrecerse a hacerlo el mismo, serví un plato y una taza de café para él y otra para mí. La comida de Jo la dejé en la sartén, cubierta con su tapa de cristal, a lo que me miró con duda y luego contempló en dirección a las escaleras haciéndome saber su inquietud sin tener que abrir la boca para otra cosa que no fuera darme las gracias. Yo me limité a negar con la cabeza. Conociéndola, no iba a bajar pronto; de hecho, existía la posibilidad de que ni siquiera se hubiese levantado aún.
—No falta mucho para que se gradúe —comentó, antes de darle un trago cuidadoso al café humeante y que sus ojos me buscaran por encima del filo de la taza—. También creo que podrías considerar eso. Solo quedan unas semanas para el baile de graduación; cualquier cosa que hagan, creo que es muy importante que tengan sus papeles en regla.
Asentí, aunque me llevé un bocado para así poder ganar el tiempo suficiente que me permitiera pensar en una respuesta que lo dejara satisfecho. Yo sabía que era crucial, aunque también que en dado caso de que ella y yo tuviéramos sí o sí que decidir qué hacer, algunas decisiones tendrían que ser tomadas aunque fueran difíciles. Considerar el hecho de que definitivamente no podría ayudarla a pagar una universidad en caso de que se graduara tampoco mejoraba mi poco apetito. No quise discutirlo en ese momento; ya llegarían otros días para meditarlo con más tranquilidad y ella no tendría mayores problemas porque faltara un día a la preparatoria.
Casi sin decir ninguna otra cosa, acabamos el resto del desayuno uno frente al otro y él antes que yo. Se levantó del banco y llevó el plato hasta el fregadero, y tal vez para asegurarse de que cuando se fuera no iba a lavar la loza, lo enjuagó él mismo. Sacudió las manos sobre el fregadero antes de salir de la cocina, pasó un par de minutos lavándose los dientes y luego caminó de regreso a mí. Se detuvo a un lado y se inclinó para dejar caer un cortísimo beso sobre la coronilla de mi cabeza.
—Dentro de nada regreso, ¿sí? —murmuró con los labios en mi cabello. A pesar de que sentí vergüenza de que existiera la posibilidad de que hallara entre los mechones algún aroma o sabor desagradable, fue capaz de contenerme y darme un poco de calor.
—De acuerdo. —Busqué su mano con una de las mías y luego, en medio de una revelación sobre que en realidad no podía deslindarse de todas mis responsabilidades, agregué—: Oye, tengo que ir a ver a Evan. Hoy ya le toca su última inyección y tengo que llevarle comida. Ya va cerrando, así que pienso que pronto podrá volver a trabajar y yo podré dejar este tema por la paz.
Si levanté la cabeza para mirarlo, fue con el propósito de adivinar en su rostro sus opiniones al respecto.
—Solo espérame, ¿bien? Yo te llevo, no quiero que andes solo y no se va a morir por un par de horas que te tardes, menos ahora que ya está mejor. —En realidad, esperarlo no me suponía problema alguno; por el contrario, sí que era una opción que prefería. Le dije que sí y mi nula pelea, cuando ya no debía sorprenderle que siempre fuera por ahí poniendo resistencia, le arrancó una sonrisa pequeñita que le subió hasta la mirada y se acercó para dejar un beso sobre mis labios—. Muy bien, entonces nos vemos en un rato. Te amo.
Le bastaron esas dos palabras para conseguir arrebatarme un cosquilleo en la boca del estómago, después de pensar, esa misma mañana, que no podría volver a sentir lo que era la felicidad tirándome de las comisuras de la boca en un rato tan prolongado que, si no le prestaba atención, me duraría toda la vida.
Quizá lo sabía, pero necesitaba asegurarme. Le dije que también lo amaba.
Luego de que Mich se marchara, yo terminé a mi tiempo de desayunar y me dediqué a lavar todos los utensilios. Mientras le daba un buen y merecido masaje a mi cabeza con eso, supe que no podría pasar desconectado más tiempo. Fue imposible no pensar en la conversación que sostuvimos la noche anterior, lo que desembocó inevitablemente en Jo. Por más que el tema fuese a resultar difícil, era claro que continuar aplazándolo no era una opción ya a esas alturas; sin importar cuál fuera su respuesta, era necesario actuar lo más pronto posible en consecuencia.
Subí las escaleras, esta vez sin tener que disimular a unos ojos grises el dolor que atravesaba mi cuerpo con cada paso, y una vez en el segundo piso, por primera vez de todas las ocasiones que estuve en esa casa, no fui a ninguno de los lugares ya conocidos, sino al cuarto de invitados, cuya puerta estaba cerrada. Me aproximé con cautela y toqué despacio tres veces, llamándola por su nombre en lo que no pasaba de ser un murmullo que, en caso de que estuviera dormida, la dejaría descansar más tiempo. Para mi sorpresa, no fue así.
—Adelante. —Su voz queda no fue producto del adormecimiento, sino de la timidez propia de una adolescente pasando la noche en una casa que no conocía de nada.
Abrí la puerta para entrar en una recámara que se sentía más bien impersonal, con el edredón gris y las paredes blancas. Desnudas. Fue claro que eran años los transcurridos entre ese día y la última vez que alguien durmió ahí. En cuanto se dio cuenta de que se trataba de mí, se relajó y se sentó sobre el colchón. Le hice saber que Mich ya se había ido a trabajar y me acerqué para sentarme a los pies de la cama; parecía bien despierta pese al cabello enmarañado que le caía sobre los hombros y los párpados apenas hinchados.
—Y bien, ¿cómo dormiste?
—Me costó un poco de trabajo.
—Sí... a mí también.
Sonreí, sin estar seguro de cómo iba a hacer para abrir la conversación. Ambos permanecimos en silencio durante un instante que se sintió más largo de lo que seguro fue; con una incomodidad pesada, ante el mutuo saber de que quedaban temas pendientes aún no conversados. Por un instante creí que, quizá, saldría de ella comenzar a contarme las cosas de las que necesitaba estar al tanto. No lo hizo. Sus labios permanecieron bien sellados y sus ojos se desviaron de mí a la ventana con las cortinas abiertas, por la que se colaba no solo la luz, sino un paisaje invernal que daba al otro lado de la calle.
Al final, tuve que tomar las riendas de la situación y acabé emitiendo un suspiro; no a modo de ganar confianza o fuerza yo mismo, sino de dejarle saber que tampoco era sencillo para mí ponerla en una situación que la hacía sentir incómoda. Sin embargo, cuando le di a escoger si quería marcharse conmigo o quedarse, y ella decidió irse, lo hizo sabiendo que uno de los dos tendría que hacerse responsable por ambos. Ese era yo.
—¿Cómo te fue con las pruebas?
Eso era más sencillo, y en mi mente también con más tacto, que preguntarle algo tan burdo como "¿estás embarazada?" y ya. Al instante la vi morderse el labio interior con una fuerza que, de prolongarse, acabaría abriéndole la piel. Se removió bajo las cobijas y no pude evitar que se me apretujaba el corazón cuando noté sus ojos cristalizarse mientras respiraba profundo; no fue difícil averiguar que ese era su modo de contener las lágrimas que la estaban amenazando con desbordarse dentro de pronto.
—Está bien, Jo. Cualquier cosa que sea, puedes contármela.
Busqué su tobillo por encima de las cobijas y lo apreté, como la forma más física que tuve de hacerle saber que estaba ahí. De verdad ahí, porque quería y sin reproches; sin condicionamientos. Antes de que pronunciara una sílaba, ya conocía la respuesta.
—Positiva. —Su voz no fue más que una exhalación devastada—. Todas positivas.
Aunque conocía bien las altas probabilidades de que Jo estuviera embarazada, durante todo el tiempo quise mantenerme optimista pensando que, tal vez, existía una ínfima posibilidad de que no lo estuviera. No tenía idea de qué tan común era para una mujer experimentar el tipo de retrasos que llevaba inevitables dudas, pero esperaba que fuera uno de esos casos. Cuando me enteré de que no, todo mi cuerpo se sintió extrañamente frío y hasta pude jurar que se me taparon los oídos.
Antes de decir nada al respecto, y cuidando muy bien el no ir a hacer ninguna clase de mueca o expresión que pudiera delatar que, de hecho, sentía muchísimo miedo en ese momento, me concentré en su rostro y nada más. Ella me miraba de vuelta, ambos deseábamos conocer qué era lo que el otro pensaba, meternos en nuestras respectivas cabezas y poder saber lo que pasaba ahí dentro sin tener que hablar u obligarnos a decir algo.
Me tomó un par de minutos acomodar todas mis ideas, una por una, para ir dándoles un orden lógico. Cuáles eran las opciones, qué podría pasar con cada una de ellas.
—No te preocupes. —Era imposible no decirlo, era la clase de cosas que decían las personas y yo no pude evitar caer en lo mismo—. Estoy seguro de que hay opciones. Cuando estaba en la preparatoria, una amiga quedó embarazada y fue a una clínica, donde...
No pude ni terminar de decir la frase cuando me interrumpió, con la primera voz decidida que escuché esa mañana salir de su boca.
—No.
—¿A qué te refieres con "no"?
—No quiero abortarlo.
No era una opción que yo hubiese considerado hasta ese momento, el que quisiera quedarse con el bebé. Sin embargo, ella parecía haberlo meditado bastante. No pude evitar preguntarme cuáles eran las razones por las que ella querría hacer eso; si quizá se trataba de miedo, culpa, compromiso. Incluso del propio Dan, que de alguna manera la hubiera convencido de ello.
—Piénsalo bien, Jo, no es cualquier cosa. Tú eres muy joven y...
—Ya lo pensé, Illy. Quiero hacerlo.
—¿Es por Dan?
A esa pregunta no obtuve una respuesta tan rápida como las anteriores; muy por el contrario, vi la forma en que las palabras se le tropezaron en la punta de la lengua y obligaron a sus labios a cerrarse con disgusto. Los iris marrones le brillaron con una resignación furiosa, determinada. Pronto, cuando volvió a hallar el coraje para mirarme a la cara, lo negó.
—Hablé con él. —Se encogió de hombros—. Me dijo que no iba a hacerse responsable del bebé, que no quería saber nada de él, y que seguramente lo hice a propósito para obligarlo a dejar a su esposa. —Sentí que me ardió el rostro en cuanto la escuché, pura furia condensándose bajo la piel y esas ganas asesinas de buscarlo, porque cada cosa que sabía de él era peor que la anterior. Antes de que pudiera llegar a proferir la larga lista de insultos que me bullían en la garganta, Jo se me adelantó—. Que se vaya a la mierda, no me importa él. Pero quiero quedarme con el bebé.
—¿Estás segura de eso?
—Muy segura. —Se abrazó a sí misma y de pronto sus ojos perdieron ese brillo lloroso, para adoptar un orgullo seco que la hizo incluso levantar el mentón—. Sé, estoy consciente de que no va a ser fácil, Illy. E igual lo quiero; no me importa si Daniel no quiere saber de él, o de mí. Por mí puede morirse, no quiero tener nada que ver con él; el bebé es algo que deseo por mí... anhelo a alguien de quien cuidar y querer.
Me pregunté si sabía las dificultades de las madres solteras. Del estigma, de lo que diría la gente cuando la viera por la calle. De lo complicado que podría volverse si algún día ella decidía, y podía, continuar con sus estudios.
—¿Realmente estás consciente de que no va a ser fácil? No es una decisión que puedes tomar a la ligera, Jo.
—No vas a conseguir hacerme cambiar de opinión.
Me lo dijo de tal forma que no era un "no te metas en mi vida" con furia adolescente, sino de un modo sereno y decidido que no me dejó dudas: decía la verdad. No me quedó otra cosa que acercarme para envolverla en un abrazo. Todo lo que quería que supiera es que yo jamás la juzgaría por ninguna decisión que pudiera tomar, y si creía que era lo mejor para sí misma, iba a estar ahí sin importar qué. Solo entonces se echó a llorar sobre mi hombro.
—Está bien... —Le sobé la espalda, como si con eso pudiera destensar el miedo enredado entre sus músculos y ligamentos—. Si es tu decisión, así será. ¿De acuerdo? Todo lo que quiero es que no mires atrás un día y te comas la cabeza... el arrepentimiento es difícil de cargar en los hombros y yo no quiero que tú tengas que llevarlo contigo del mismo modo en que he tenido que hacerlo yo.
La escuché sorber sobre la sudadera, y sentí sus dedos aferrarse a mi ropa. Por más cosas que sucedieran, incluso cuando se convirtiera en madre, jamás dejaría de ser mi hermana pequeña.
—Vamos a hacerlo funcionar, ya verás.
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