32
Tres inyecciones después, el antibiótico funcionó en Evan. Lo primero en desaparecer fue la fiebre, los espasmos; luego el pus y al final la hinchazón de la herida por fin comenzaba a bajar. Y no solo eso: empezaba a hacer costra. Tuve por fin la claridad de que, contra todo pronóstico, al final era cierto lo que decían por ahí. La hierba mala no se muere; a él le pareció muy gracioso cuando se lo dije, desde la cocina al desechar la jeringa de esa tarde. Lo acompañé mientras comía y me aseguré de dejarle cerca otra cobija que usar si la noche enfriaba demasiado, igual que un par de botellas de agua que pudieran alcanzar hasta que volviera al día siguiente. Aunque ya se encontraba en plena capacidad de levantarse y caminar sin necesidad de que yo lo ayudara, además de casi sin dolor, yo tenía a bien asegurarme. Solo fue hasta que recibí el mensaje de Mich, anunciando que ya me esperaba fuera del edificio, que le pregunté si no le molestaba si esa tarde me marchaba antes; no estaba durmiendo bien y necesitaba descansar un poco más. Evan, más dócil y renovado después de su sueño febril, me dijo que no me preocupara.
No era uno de los días en los que iba a poder estar con Mich; sin embargo, desde el momento en que trajo a Joy, se ofreció sin opción a rechazo a traerme si estaba en sus manos y recogerme sin falta. Algo dentro de mí tenía claro que Mich, aunque lo intentara con todas sus fuerzas, jamás iba a poder forzarse a descifrar a fondo mi situación o la de Evan gracias a lo fuera de su alcance que estaba, debido a su contexto, y él lo sabía. No era malo en lo absoluto, casi mejor que no conociera de ello; él hizo algo incluso más importante: escuchar y comprender. Ayudar.
Me llevó a casa, no sin preguntarme durante todo el trayecto si Evan se recuperaba, o cómo estaba yo. A decir verdad, con su apoyo, mucho mejor. No me limité ni un poco en dejarle saber todo el bien que me hacía contar con él para llevar la situación, ni lo mucho que me hubiese gustado haber resuelto antes la manera de hacerlo. Veía en su sonrisa, en la forma en que apenas desviaba la mirada, lo que le costaba aceptar los cumplidos y aunque decía que no era nada, lo era todo.
Nos despedimos de un beso cuando me dejó frente a mi edificio. Subí las escaleras a paso lento, calmado; no por otra cosa sino el cansancio ya acumulado que esperaba purgar aquella noche con una ducha caliente y una siesta larga. El turno en Alloro's era vespertino, por lo que podría dormir hasta que el sol me despertara y la cama me escupiera de las sábanas. Estaba añorando sentir la frescura de la almohada.
Comenzaba a olvidarme de que mi lugar no era junto a aquellos que tenían permitido hacer planes y esperar cosas.
Oído contra la puerta, estaban en casa. Claro, era tarde, pero no lo suficiente para encontrarlos dormidos. Con la intención de continuar con el desentendimiento pactado en mutuo silencio, en el que las cordialidades y las hostilidades detenidas no eran otra cosa que la existencia del otro (yo uno, ellos otro, como el mismo ente) pasada por alto, metí la llave en la cerradura y entré en el departamento.
Supe que algo estaba sucediendo desde el instante que di un paso en el interior; no sé si me lo dijo el silencio anormal, o la sensación sobre la piel. Un presentimiento o un auténtico cambio en el aire, volviéndolo pesado e irrespirable. James y Diane estaban en la cocina y aunque yo lo sabía, y no existía forma humana en que ellos no me hubiesen escuchado entrar, traté de hacer el menor ruido posible al cerrar la puerta y comenzar a caminar; una cautela bien medida que esperaba me volviera invisible. Por todo el salón flotaba la certeza de que, en ese lugar, ellos sabían algo que yo no. No me gustó sentirme en desventaja.
Apenas iba a mitad de camino cuando llegó a mí la voz de Diane, abrasiva como ella sola. Al voltearme para mirarla de reojo, la vi hablando sin dirigirme la vista, pretendiendo estar más ocupada en pasar el pelador sobre la piel de unas papas que en mí y en el tema que estaba abriendo sin previo aviso.
—¿De dónde vienes? —No hubo ninguna clase de saludo. Inhalé profundo, iba a ser una de esas conversaciones cargadas de inquisiciones. Me aferré a las tiras de la mochila porque eran lo más cercano a mí, y no deseaba que se notara el naciente temblor en las manos a raíz del nerviosismo. Me encogí de hombros, como si la respuesta fuese obvia cuando fue mi modo de ganar los microsegundos suficientes para pensar en una excusa.
—Estaba con Susan y Dylan. —Ella antes que él, pues esperaba que escuchar de primeras un nombre femenino limara algunas de las asperezas en su voz. No funcionó. En su lugar, la vi fruncir el ceño y por fin girar la cabeza para verme, escrutándome de una manera que goteaba displicencia. A su lado, James, que muy bien hizo guardando silencio, profirió una risita mordaz que le echó chispa a mi sangre.
—¿Lo ves? —preguntó y supe que no estaba esperando una respuesta. Observó a mi madre con un deje de victoria en las pupilas antes de voltear hacia mí, viéndome de arriba abajo como si fuera un bicho desagradable que estaba listo para pisar y limpiarse de la suela del zapato en el borde de una banqueta—. Te lo dije, es un mentiroso.
Me paralicé en mi sitio. ¿Era posible que supieran de lo que pasó con Evan? Valoré mis opciones. De la respuesta ser un sí, mis salidas eran pocas y ninguna terminaba bien.
Años atrás, cuando Dylan nos encontró en los vestidores del equipo y consideró que su mejor salida era contarle a otro chico, que acabó diciéndole a alguien más hasta que todo el mundo se enteró, Evan no fue el único que tuvo problemas. Claro que fueron más complejos y devastadores que los míos, pero la revelación de la relación que sosteníamos llegó también a oídos de Diane y James. Decir que les disgustó la noticia sería poco, lo odiaron, porque mi madre conocía a muchas de las vecinas cuyos chicos iban también a la preparatoria, él tenía un puesto importante en su trabajo. Era una vergüenza que se murmurara por ahí que su hijo era maricón. Ellos no iban a soportar humillaciones de esa clase y menos por mi culpa. No fue la primera vez que James y yo nos fuimos a las manos, pero sí que se ensañó de más; la noche acabó con una visita a urgencias y seis puntadas sobre la ceja derecha, alegando que me tropecé en las escaleras del edificio. "Se tropezó" quedaba mucho mejor que "lo empujé" frente a los ojos de los médicos y la trabajadora social, queriendo averiguar por qué un menor de edad llegaba en esas condiciones.
Me dejaron claro que no lo iban a permitir y aunque por un tiempo traté de cambiarlo, más bien pronto me di cuenta de que no podría hacerlo. Incluso en mis días, semanas, meses de mayor tristeza y vacío, de furia por lo irremplazable, acababa envuelto con tipos que se parecían más a mí de lo que indicaba... su moral, porque tampoco creían en un Dios que repudiara a los que eran iguales que yo. Lo que sí hice fue esconderlo de ellos y con cualquiera con quien pudiese tener problemas al respecto; a veces, cuando el cuerpo me ganaba, me permitía ser yo escondido en habitaciones sucias con tipos que nunca veía otra vez. Hasta Mich.
Lo único claro después de ese incidente, fue que jamás pude volver a tener un amigo con normalidad, pues siempre existía sospecha de por medio. Así que solo dejé de conocer gente, para no verme en la necesidad de lidiar con sus comentarios. Ahora, si se enteraban de que mis desapariciones por la tarde tenían algo que ver con Evan, detonante de mis males, se pondrían como locos. No obstante, en cuanto escuché salir de su boca el resto, casi deseé que se tratara de eso.
—¿Quién es el tipo que te lleva y te trae? —Diane me veía como lo hace una persona que sabe todo, y está probando la veracidad en otra. El corazón me golpeó con fuerza el pecho y me ensordeció por un segundo—. Illya, yo te creía capaz de muchas cosas, pero si te estás acostando con gente por dinero... no sabía que podías caer tan bajo.
Noté la sangre espesa comenzando a burbujear dentro de las venas, en las inmediaciones de mi cabeza. El hervor se hallaba a punto de romper y solo el hecho de que insinuara que me estaba prostituyendo me hizo sentir acabado y sucio; sobre todo por tratarse de Mich.
—No me acuesto con nadie por dinero.
—¿En serio piensas que te voy a creer eso, Illya? James lo vio. Qué va a hacer un tipo de su edad, con ese carro, contigo si no es por eso. Deja de pensar que soy estúpida y puedes inventar lo que sea. Ya basta.
A mí podían decirme cualquier cosa, y quizá por el cansancio y las ganas de ahorrarme problemas, lo hubiese aceptado con la cabeza agachada para que me soltaran pronto. Como hacerse el muerto frente a un oso. Pero en ese momento, Diane no hablaba solo sobre mí; acababa de inmiscuir a Mich en la conversación y si mi nombre ya estaba manchado, maldito, marcado... no permitiría que hiciesen lo mismo con el suyo. No el de una persona más de lo que eran ellos dos juntos; una quizá hasta mejor que yo y cualquiera de nuestros vecinos en el edificio. Un veneno ponzoñoso me cosquilleó en la garganta y lo escupí sin filtrarlo antes por mi cabeza. Me arrepentí en el momento que lo dije, pero supe así mismo que no iba a retirarlo.
—Pues piensa lo que quieras; solo porque tú lo harías, no significa que el resto también.
No soy capaz de ordenar muy bien lo que sucedió a continuación, es más borroso en mi memoria que tantas otras cosas. Supe que la cara se le desfiguró con la misma indignación herida que a mí me atravesó el pecho cuando ella insinuó primero que podía caer tan bajo, como que a todo lo que era capaz de aspirar era a ser usado por los que tenían un poco más que yo, pues ese era mi lugar en la vida, en el mundo, en la cadena alimenticia. Nada más porque era eso lo que ellos habían hecho conmigo desde que tenía memoria. Si supo lo que me dolió, fue debido a que me saqué esa daga que con cizaña intencionada encajó en mi espalda y esa vez fui yo quien se la clavó a ella en el estómago y se la removió entre las tripas para que sintiera el ardor.
También supe que James intervino sin opción a diálogo o negociaciones, cruzó la mesa hasta mí exigiendo que me disculpara con Diane y por toda respuesta halló la defensa de la víbora fría y rastrera en la que, de tanto decir que era, había terminado convirtiéndome. Le escupí en el rostro y lo mandé a la mierda, con toda la intención de hacerlo enfadar y, con suerte, poder hallar la venganza que aún me picaba en las manos cada que escuchaba su voz. ¿Qué me quedaba por perder, después de todo?
Nunca supe muy bien qué buscaban las personas con sus movimientos y palabras tan afiladas, sino una reacción. Nadie podría ser tan estúpido como para esperar sumisión la vida entera, era de libre conocimiento que al final todo se rompía, todo reventaba. Las heridas, de tanto toquetearlas, se contaminaban y yo llevaba infecto el tiempo suficiente para regarles por la cara su colaboración en ello.
Me golpeó y no lo sentí.
Me gritaron y no escuché nada.
Todo lo que mis ojos vieron fueron sus labios moverse, la piel de su rostro tornarse roja.
Esa era la clase de locura de la que susurraban las personas, de la que mi padre me hablaba al contarme sobre tipos que no podían ser derribados sin importar cuánto o cómo se les golpeara; ni detenidos, aunque varios pares de manos lo intentaran. De la que conseguía que la gente terminara amarrada para no hacer ni hacerse daño. La que poseyó a Evan el invierno en que volvió siendo otra persona y vio en mi cara el rostro de sus verdugos.
La clase de locura que definía y cambiaba la vida para siempre en un momento.
Solo sentí la vibración de las sillas, de la mesa; de los muebles que tiramos en la pelea. La de una voz gritando que nos detuviéramos de una buena vez, porque una vez que Diane tuvo lo que quiso, se dio cuenta de que lo prefería muy lejos de ella, donde no pudiera dañarla o revivir los mismos recuerdos que a mí me acosaban por la noche.
Y de pronto, mientras mis rodillas se presionaban sobre sus piernas para no dejarlo escapar, y mis manos le apretaban la garganta con un gusto fúrico que nunca antes sentí en mi vida, vi mi propia sangre gotear sobre su rostro. No supe cuándo o con qué me golpeó con la fuerza suficiente para que pronto toda su mejilla estuviera manchada de rojo, tampoco me importó. Pero verme en los reflejos de los focos sobre el charquito escarlata me hizo pensar en la vida.
Siempre que miraba hacia atrás, era eso lo que veía. Sangre y golpes y gritos. Seguro fue la misma fortuna de aquellos que estuvieron antes que yo, porque estábamos todos muy bien atados por las asfixiantes cadenas del destino perdido. Mi madre solo tuvo esas relaciones, igual que sus padres, y los padres de sus padres. Me pregunté si ella cuando era adolescente alguna vez tuvo a bien ser idealista y pensar que cambiaría el juego, rompería el círculo. O si su vida se desmoronó al darse cuenta de que ni queriendo lo conseguiría y fue cuando todo se vino abajo para mí también.
Al su cara comenzar a tornarse púrpura, lo solté, pero aquella ira aún era bombeada a latigazos por todo mi sistema. Me levanté, llevado por la desesperación y la sensación de que algún día tendría que escapar.
Me tropecé un par de veces en mi carrera por el pasillo, y en lugar de girar a mi recámara para encerrarme, lo que tal vez él creyó que haría, fui al otro lado. A su habitación. Mis rodillas enviaron descargas eléctricas por mis piernas al golpear el suelo con violencia, pero ni eso se interpuso en mi mano deslizándose entre el colchón y la base de la cama hasta palpar el frío mango del revólver que pronto tuve bajo los dedos. Vi las balas en el tambor, aunque solo la forma en que James se detuvo en seco, levantando los brazos y retrocediendo muy despacio, me habría dicho que estaba cargada. Ni sostener el arma con ambas manos pudo evitar que temblara, ya no de nervios, sino por la certeza de que estaba a punto de cambiar mi vida para siempre.
Pude ver frente a mí, con una claridad que nunca antes, la bifurcación inevitable de mi destino, que se determinaría por una decisión que se limitaba a dos opciones sin matiz: presionar, o no, el gatillo del revólver.
No solo vi los dos senderos abriéndose paso igual de listos para que yo los caminara y aprendiera a vivir con las consecuencias. Pude verme apretando el gatillo y casi escuché el sonido de la explosión, silenciando el mundo entero por un par de segundos; cortando la noche y la vida de mi familia sin remedio. Supe que vería sus ojos consternados por el sonido mucho antes de darse cuenta de que ya no estaba vivo; detectaría más pronto el miedo que el hueco en su frente, o su estómago, o su pecho. Y vería su sangre salpicar la pared, encharcarse en el piso; quizá moriría al instante, tal vez boquearía como un pez fuera del agua por unos minutos eternos antes de cerrar los ojos para siempre.
Y entonces mi destino se vería dividido de nuevo. ¿Enfrentaría las consecuencias o huiría? En caso de escapar, tendría dos opciones. Correr escaleras abajo y perderme en la oscuridad de la noche, entre los callejones. No podría volver con Mich, él tendría que enterarse la mañana siguiente de la forma en que había decidido sellar mi destino al ver las noticias o el periódico, donde acabaríamos siendo una nota roja más, otro número; un punto más a las estadísticas. El mundo sumaría un deje de vergüenza en su fallo a la sociedad, él tendría que vivir con el saber lo mucho que llegó a querer a un asesino, porque eso sería.
O podría concretar el que fue el plan desde el segundo uno: correr, pero escaleras arriba, saber que la única forma de librarme de lo que acababa de hacer, y de mi cabeza que iba a atormentarme para siempre, era la caída. Y saltaría de la azotea, moriría de un paro cardiaco antes de llegar a tocar el suelo.
O enfrentaría las consecuencias. Cuando viera las luces permanecería en el salón mientras Diane le lloraba al cuerpo sin vida de su esposo, y existiría para siempre viéndome ya no como su hijo, sino como al hombre que le quitó al amor de su vida. Porque así era la memoria. Suavizaba lo malo y se quedaba con lo que nos daba más paz; ella jamás se resignaría y pensaría que quizá fue lo mejor, ni se daría cuenta de que su vida a lado de James no fue producto del amor, sino de la soledad; pondría su recuerdo en un pedestal que adorar para no lidiar con la culpa que le comería el pecho de la misma forma que a mí al pudrirme en prisión. Y cuando la policía entrara en la casa les contaría todo, me entregaría, permitiría que me esposaran y sabría, al verla a los ojos, que no iba a visitarme un solo día de mi condena.
Y quizá eso era lo prescrito, el que sin afectar cuántas cosas interfirieran, al final siempre sería el mismo. Tal vez el matar a James era aquello que, sin importar qué, no podría evitar.
Estuve cerca de tirar el gatillo; sentí el impulso eléctrico, la presión en el dedo, el coraje reuniéndose en mis manos y llegando desde cada fibra de mi cuerpo. Lo hubiese hecho; no obstante, antes de que una sola falange marcara para siempre mi vida, Jo abrió la puerta.
Entró en la casa y desvié mi atención un instante; pude ver la sorpresa y el miedo cruzarle el rostro en un segundo. La confusión de no entender qué hacíamos ahí parados, por qué el alboroto, y el terror cuando su cabeza encajó todas las piezas de lo que estaba a punto de ser testigo. Palideció, no dijo nada. No hizo un movimiento. Ni siquiera queriendo lo hubiese conseguido. Sus ojos bien abiertos y la respiración contenida me hablaron del shock.
Entonces pensé en ese camino de la vida en el que ella me odiaría hasta el fin de sus días por abandonarla; por dejarla a su suerte. Y aunque era evidente, caí en cuenta, con toda la brutalidad de su peso, de que en esa bifurcación sí existía una opción B. Esa en la que no disparaba, soltaba el arma y decidía que no iba a aceptar que estaba arruinado solo porque él me hizo creer eso.
No se trataba del destino, sino de una elección.
Aún no había nada escrito, y yo todavía tenía en mi poder el decidir que, después de todo, quedaba en mí si convertirme, o no, en un monstruo.
¡Hola, hola! Espero que estén teniendo un lindo sábado. Yo ando de viaje, pero ni eso me va a impedir tenerles su capítulo en tiempo y forma. Esta vez fue uno un poco fuerte, pero para mí ha sido uno de los más significativos.
¡Gracias por estar aquí una semana más!
Todo el amor,
Xx, Anna.
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