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31

Por alguna razón, el sonido de las latas chocando entre sí dentro de la bolsa de plástico se sentía muy acorde al de la llave encajando en los dientes de la cerradura. Metal con metal. Como cada día que estuve ahí, conseguir que la puerta cediera no fue tarea sencilla; estaba vencida en su marco, y el óxido que todos los años avanzaba en su labor de comerse el cerrojo no facilitaba mucho las cosas tampoco. Sin embargo, ya habiendo resuelto más o menos el truco, una vez que la llave giró, me empujé contra la superficie y tuve mucho cuidado en no ir a trastabillar de más. No se pudo decir lo mismo de la sopa instantánea o las botellas de agua, que seguro estarían abolladas cuando las pusiera sobre la mesa de la cocina.

Saludé a los gritos, con la intención de ir primero a dejar la comida a un sitio donde no me fuera a estorbar para hacerle la limpieza de la herida, sin embargo, lo único que me respondió fue el eco de mi propia voz entre las paredes desnudas del departamento. Aguardé en aquel incómodo silencio por unos segundos, rogando que estuviera dormido y, por lo tanto, apenas se encontrara espabilando, impulsado por mis maneras poco delicadas. Lo llamé una vez más, esta vez por el nombre; y de nuevo no obtuve contestación alguna. Las tripas se me convirtieron en una bola de alambre de púas bajo la piel del abdomen y, por un instante, me quedé bien quieto, con los pies de plomo anclados al suelo.

Con el otro yo susurrando malos presentimientos a mi oído, tuve el impulso de aferrarme a lo único a mi alcance: la bolsa en mi mano. La apreté con una fuerza más provocada por el miedo que por el coraje, hasta que las uñas se me encajaron en la palma y supe que ese día, por la tarde, algunas llamativas medias lunas pardas adornarían toda la cúspide del pulpejo. Por querer, no lo hubiese hecho, pero me obligué a andar en dirección al cuarto, incapaz de decir nada o volver a llamarlo; rogando en silencio a cualquier deidad que pudiese oírme que por favor no estuviera muerto.

Al atravesar la puerta, me recibió la noticia de que no, no lo estaba.

Aunque no supe decidir si su situación era mucho mejor que la muerte, ni tampoco quise pensar demasiado en que, de hecho, se asemejaba muchísimo a la antesala de la misma.

Su cuerpo me recibió arqueado de una forma anormal y, en cuanto lo vi, me pareció tan grotesco como tétrico. Lo suyo no era la curva natural de una persona al estirarse en medio de un bostezo, sino una "C" casi perfecta que mantenía el equilibrio en su cadera y sus hombros. Aquellos ojos cerrados con violencia, y el rastro ácido de sus lágrimas descendiendo por sus mejillas. Los dientes también los apretaba con un ímpetu impresionante, marcando de forma anormal los músculos de su mandíbula. Las manos vueltas puños, los nudillos blancos. Esa manera desesperada en que su pecho subía y bajaba arrebatado, entrecortado, como si la mera intención de respirar le costara la vida entera.

La impresión solo me permitió presenciar aquel espectáculo, digno de una película de terror, durante un momento. Sin embargo, cuando caí en cuenta de las sábanas empapadas en sudor y el chirrido de sus dientes, supe que la prisa y yo nos convertiríamos en mejores amigos. Fui hasta él y, repitiendo su nombre como si de ese modo pudiera labrarme un espacio a la cámara hermética mental en la que se encerró, traté de hacer que su cuerpo volviera a la posición natural. Me asombró la sensación dura de cada uno de sus músculos, desde los brazos, el estómago y las piernas hasta el rostro. Era como si hubiesen reemplazado sus huesos por varillas de hierro y su carne por pelotas de liga. ¿En qué momento sucedió eso? Y, para peor, una mancha granate se expandía a gran velocidad por la tela gris de la camiseta que llevaba puesta; se abrió la herida de nuevo, y sangraba como si no fuese a detenerse nunca. Me quedé frío bajo la certeza de que, esa vez, por mi cuenta sería incapaz de ayudar en nada.

Con el nerviosismo propiciando el temblor de mis manos, me tomó dos intentos conseguir marcar el único número que conocía de memoria, y a la persona que podía confiarle mi miedo. Mich respondió muy pronto, quizá alarmado por lo inusual de mi llamada a esa hora. Por medio de un mensaje, en la mañana, le conté que por la tarde estaría cuidando de Evan.

—Algo malo está pasando, Mich. —No lo saludé, no tuve tiempo. La prisa y la alarma apremiaban las palabras para ser pronunciadas lo más rápido posible, incluso si eso significaba apretujar de forma anormal unas sílabas sobre otras—. Ven, por favor.

—¿Pero qué pasa?

—No sé, no sé qué tiene. Se le abrió la herida, no responde...

La única razón por la que sabía que no estaba del todo inconsciente, fue por los espasmos que le atravesaban el cuerpo y empezaban a asemejarse mucho a las convulsiones. No me tranquilizó la escena, ni su piel grisácea.

—Voy para allá, dame la dirección.

—¿Tienes dónde apuntar?



Los minutos me parecieron horas, cada segundo fue insufrible. Lo único que atiné a hacer fue a frenar el sangrado de su abdomen con gasas y algodón, con una camiseta y todo lo que estuvo a mi alcance. El pus revuelto con el líquido escarlata que me empapaba las manos y el pantalón llevaba un aroma pestilente que, junto con el del hierro y la impresión, me orilló en un punto a levantarme y salir corriendo a la cocina para vomitar el desayuno en la tarja de los platos. El regusto amargo o el ardor del esófago ni siquiera eran el peor de mis problemas.

Los golpes en la puerta se sintieron como hielo en la espalda en el día más caluroso del verano; un sobresalto y después, alivio. Tanto, que casi me eché a llorar. Me apresuré a la puerta y al abrir, Mich me contempló de la única manera en que puede hacerse con una persona con el aspecto que yo debí haber tenido. Sin la preparación dada gracias a la llamada, seguro me hubiese preguntado por mi salud o si me encontraba herido. Le agradecí en cuanto lo vi, solo después de eso pude ampliar la visión de túnel en la que me emboté desde mi llegada y me di cuenta de que, de hecho, no estaba solo. Detrás de él venía una mujer, apenas un poco más baja que yo, tal vez algo mayor que él. Tenía arrugas pequeñitas en las comisuras de la boca y una expresión dura en la mirada; Mich me la presentó a las prisas como Joy.

—¿Recuerdas que te hablé de una amiga que podría ayudarnos con el tema de Joanne? —Asentí con la cabeza—, bueno, no era esto lo que tenía en mente, pero no se me ocurrió a quién más recurrir. Joy, él es Illya.

Me saludó con un temple casi burocrático, muy premeditado, que yo identificaba bien en los médicos, aunque no hubo tiempo para ninguna clase de formalidades. Debió intuir la urgencia en mi rostro, o en mi ropa, pues de inmediato me preguntó dónde estaba "el chico". Le di las gracias con auténtico alivio antes de decirles que me siguieran para conducirlos al cuarto, aunque no existía manera de cómo perderse en un sitio tan reducido y vacío. Joy llevaba con ella una hielera diminuta, apenas más grande que mi cabeza, y la determinación en sus zancadas.

Al entrar, la realización de la gravedad de Evan los golpeó, a los dos, por toda la cara. Los escuché contener el aliento, casi presentí su corazón parando por un segundo antes de acelerarse por la impresión. Joy murmuró, por lo bajo, el nombre de Dios y fue a toda prisa hasta él. Se arrodilló a su lado, sacó del ancho bolsillo de su abrigo un estetoscopio, se lo colocó en los oídos, y aún con Evan entre espasmos y la espalda arqueada, empezó a palpar con el aparato su piel por todo el torso.

—¿Cuánto tiempo lleva así? —Fue claro que me lo preguntó a mí, pues él, ni queriendo, hubiese podido responderle.

—No lo sé, ayer estaba mejor, cuando llegué hace un rato ya estaba así.

Continuó examinando esta vez con los dedos, presionando diferentes partes de su cuerpo, que no cedieron a sus manos. Le levantó la camiseta para encontrarse con la puñalada; sus cejas se elevaron un poco, pero no hizo mueca alguna. Mich, por el contrario, se llevó una mano a la cara para cubrirse la nariz.

—¿Desde cuándo tiene la herida?

—No lo sé... yo lo encontré hace poco más de una semana. Pero llevaba más. Quizá diez, doce días. —Mis cálculos eran una suposición, la verdad era que no lo hablé con él en ningún momento.

Joy asintió, como si aquello pudiera darle más información de la que yo me imaginaba. Entonces, luego de verificar que tratar de hacerlo volver a la normalidad no resultaría tan sencillo, soltó un largo suspiro y se colgó el estetoscopio del cuello. Aún de cuclillas, giró la cabeza para contemplarme con una solemnidad paralizante.

—¿Sabes con qué se lo hicieron? —Negué en silencio—. Bueno, así a ojo, casi puedo asegurar que tu amigo tiene trismo.

—¿Qué es eso? —Me di la vuelta para mirar a Mich, que se mostró igual de confundido que yo.

—Tétanos. Con lo que sea que se hizo, o le hicieron eso, estaba contaminado.

—¿Es peligroso? —Apenas pronunciar las palabras supe que era la pregunta más estúpida del universo, y Joy no se molestó en disimular que pensaba lo mismo.

—Es raro que hoy en día la gente se muera por tétanos, al menos si se trata bien; pero viendo esto... —Negó con la cabeza, su mal pronóstico me hundió el corazón y me secó la boca—, sin las medicinas y atenciones necesarias, se pone... así. No voy a mentirte, Illya, si no lo llevas al hospital, es muy probable que le dé un paro respiratorio o entre en un cuadro de septicemia. Y ahí sí que se va a morir, eso te lo aseguro.

Detestaba que me hablaran con términos que no llegaba a comprender, no obstante, la frustración se vio apaciguada muy pronto por la terrible certeza de que mis opciones, en ese punto, estaban reducidas con exageración casi a cero.

—Él no quiere ir al hospital...

—Algo así me comentó Mich. —Ella observó sobre mi hombro, buscando al antedicho para corroborar su información antes de volver la mirada a mí. La vi tomar una decisión en silencio y después proceder a agarrar la hielera que dejó en el suelo. La abrió y con una seña me llamó para que le prestara atención—. Mira, tu amigo necesita mucho medicamento. Lo ideal sería darle un tratamiento de antitoxinas, sedantes, ponerle la vacuna, pero no creí que estuviera así de mal. Solo traigo antibiótico y si no quieres llevarlo al hospital, vas a tener que cruzar los dedos para que funcione.

Me animó a acercarme a ella y a prestar atención porque iba a inyectarlo en ese momento y después, para seguir con el tratamiento, quedaría en mí hacerlo. Me preguntó si teníamos alcohol y yo fui corriendo a buscar la botella casi acabada que estaba en la cocina, junto con los paquetes de gasa y algodón. Destapó el frasco y se lo echó sobre las manos, dijo que como desinfección, antes de tomar un pedacito de algodón, remojarlo en el mismo líquido y acercarse a limpiarle el hombro a Evan.

—Es importante que cuando hagas esto uses guantes o te desinfectes las manos, porque sino vamos a salir de una infección para entrar a otra. —Una vez con todo limpio, buscó en la hielera un frasco con un líquido transparente y una jeringa. Sus dedos actuaron con una maestría digna de una extendida memoria muscular para abrir ambos y llenar el tambor con la medicina. Me explicó las medidas, cómo verificarlas y yo supliqué que nada se me fuera a olvidar después—. Para aplicar la inyección tiene que ser a noventa grados, nuestra intención es que entre al músculo, así que no debes tener miedo o la vas a echar toda en la piel; y no te emociones de más, porque si te pasas y le das al hueso, tendrás suerte si no te arranca la cara a mordidas.

Vi la aguja encajarse en la piel de Evan, y una vez estuvo dentro, me volteó a ver.

—Una vez aquí, tira del émbolo, pero muy poquito —me mostró cómo hacerlo y no sucedió nada—. Es para que te asegures de no haberle picado un vaso sanguíneo. Si no sale sangre cuando la regreses, está bien.

Aplicó la inyección muy despacito, y una vez que terminó, la sacó fácil y rápido, del mismo modo en que entró. Le colocó la tapa a la jeringa y la dejó a un lado, asegurando que lo mejor era si la metía dentro de una botella de vidrio, y que así no fuera a pinchar por error a nadie más. Me dejó su hielera con las dosis que, bajo sus propias palabras, me alcanzarían tres días. También me dio todas las jeringas que iba a necesitar y una más por si en alguna me equivocaba.

—De una vez te digo que es muy probable que requiera más antibióticos... —Presionó sus labios en una fina línea y se levantó, no sin cierto esfuerzo. Entonces me contempló con un deje de disculpa brillando en su mirada, que era la de alguien que sabía, de antemano, que las cosas no acabarían bien—, pero en serio no pensé que estuviera así, de verdad que no. Y no puedo hacer más, entenderás que ya estoy arriesgando demasiado solo por haberte dado medicamentos de prescripción.

Asentí y aunque sentía una bola de mortificación en el pecho, no le recriminé nada. Acababa de hacer mucho más de lo que cualquier otra persona se hubiese arriesgado, y también más de lo que yo tenía cara para pedirle. Estaba agradecido. Le pregunté qué podía hacer con Evan, y su respuesta fue tan corta como desalentadora: esperar. Se despidió, más que lista para salir de aquel nido de ratas que era el vecindario. Mich me dijo que regresaba en un segundo, la acompañó fuera del edificio hasta su auto y yo, por mi parte, me quedé con Evan, preguntándome cuándo su cuerpo volvería a la normalidad, si en algún momento lo hacía.

Muy pronto resolví que dentro de mis opciones no estaba el quedarme quiero o iba a terminar loco, desquiciado por el paso tan lento del tiempo en el reloj. En su lugar, tomé algunas de las camisetas sucias para mojarlas y poder dedicarme a intentar bajarle la fiebre. Iba por la tercera cuando Mich volvió, cerrando la puerta tras de sí, y se plantó en un lugar cerca de la salida de la habitación para poder respirar un aire que no estuviera contaminado por el aroma de la infección.

—Así que él es Evan... —murmuró con expresión curiosa, una vez que por fin me detuve un instante para sentarme en el suelo a descansar no solo la espalda, sino la cabeza. Asentí silenciosamente, a la expectativa de sus comentarios—. No es lo que me imaginaba.

—¿Qué imaginabas?

—No lo sé... un tipo que se viera más maleado, más mayor, no sé. —Lo vi llevarse el dedo a la boca y morderse la piel alrededor del pulgar. Nunca antes le vi con una ansiedad de ese tipo, tan semejante a la mía de alguna forma—. Se parece a ti, me parte un poco el corazón imaginarte en su situación.

Mi boca se quedó muda y mi mente, en blanco. ¿Qué decir a algo como eso? No es que parecerse a Evan, y menos ese día, fuera un halago; sin embargo, creí entender de dónde venía. Aunque no miento, me conflictuó que él pudiese verme de esa forma, que aquella comparación fuese la primera espina que al final acabaría mermando su opinión respecto a mí; y entonces, como era su costumbre, en su lugar decidió sorprenderme.

—¿Sabes? Te admiro mucho, Illy... —Para no dar espacio a que pudiera preguntar con exactitud a qué se refería, agregó—; la verdad, yo no considero que sería capaz de hacer todo esto por una persona con su historial contigo. Preferiría mantenerme alejado.

Me permití un instante con la intención de meditar sus palabras, ¿en serio no lo haría? Me lo pregunté un par de veces y en todas ellas llegué a la misma conclusión: no le tragaba ni un poquito.

—Yo creo que, de hecho, sí lo harías. —Me encogí de hombros, mostrándole una sonrisa diminuta, la mejor que podía invocar en ese lugar.

—¿Por? —Parecía en serio curioso por mi respuesta.

Para mí, se sentía muy claro. Ni siquiera debía pensar los porqués.

—Por todo lo que has hecho por mí. Y porque eres bueno, Mich. Realmente creo que eres la mejor persona que he conocido en mi vida.

¡Hola, hola! Espero que estén teniendo un lindo día, hoy estamos probando la programación de capítulos y, si todo salió bien, lo tienen en sábado. Si no le supe, seguro lo están leyendo en viernes.

Esta vez les traigo por fin la playlist, ya sé que lo prometí desde los primeros capítulos, pero bueno. Mejor tarde que nunca? Espero que les guste, si tienen alguna recomendación de canciones que les recuerden a LPQDEB, soy todo ojos. <3

Obviemos que me faltó una letra en forever winter, es un pequeño error para no perder la costumbre dkgj.

Nos estamos leyendo muy pronto. 

Xx, Anna.

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