3
Contemplé cómo las gotas de lluvia deformaban el reflejo en el cristal.
En esencia, era la misma persona que solía encontrarme de vez en cuando. Los surcos grisáceos bajo los ojos continuaban ahí, tan inamovibles como de costumbre; las facciones de su rostro no habían cambiado y los mechones de cabello aún eran hilillos de cobre retorcido.
Levantamos la mano al tiempo y ambos presionamos con fuerza nuestro pecho. Aquello no reventó la burbuja de vacío que se esparcía al interior de mi caja torácica con tanta libertad, y estoy seguro de que tampoco lo hizo la suya; sin embargo, el dolor que provocaron los nudillos contra la delgada capa de piel que recubre el hueso me devolvió a la realidad. Por un instante, me reconocí una vez más en el rostro que respondía a mis expresiones.
Me abracé, protegiéndome de la ventisca gélida que siempre traía consigo la lluvia mientras me debatía si debía, o no, cruzar el umbral de la biblioteca. Aún estaba a tiempo de marcharme sin mirar atrás, como si mis pasos jamás me hubiesen guiado al centro, o si nunca me hubiera enterado de que, en algún lugar del pueblo, existía un hombre llamado Mich que quería que leyese un libro.
¿Qué ganaba con ello, de todos modos? Después de tantos días, era claro que su presencia en mi cabeza era estúpida y no me beneficiaba en mucho, que cumplió su propósito de mantenerme con vida aquel día y ahora, tal vez, ya no tenía caso volver. Además de que él también podría haber olvidado nuestro trato, o decidir un día antes que no valía la pena continuar con algo tan absurdo. Pero, ¿y si sí?
Quizá asistir a nuestro encuentro podría ser mi forma de darle las gracias por salvarme, y de esa manera no volvería a sentir jamás que estaba en deuda con un perfecto extraño. Tal vez si le daba mis agradecimientos podría sacármelo de la cabeza y no volvería a irrumpir en ese lugar sin permiso. Suspiré, miré de nueva cuenta mi reflejo y le pregunté qué es lo que tenía que hacer.
Me respondió que no le importaba, que decidiera yo y lo dejara tranquilo.
Así que entré.
El lugar era mucho más silencioso que de costumbre, el eco de cada uno de mis pasos rebotó por los muros de cristal y las estanterías metálicas, de la misma forma en que lo hizo mi voz al saludar al bibliotecario en la entrada, que de tantas veces verme ahí, ya se conocía hasta mi nombre.
La calefacción aquel día estaba apagada, lo que significaba que no había mucha gente; por supuesto, solo un idiota saldría de su hogar a mitad de un diluvio. Claro, ahí estaba yo. Y Mich también.
Pudo advertirlo mi andar o la mirada que le dediqué tan pronto vi su cabello negro se atravesó frente a mí, pues levantó la cabeza y me reconoció tan rápido como yo a él. Estaba seguro de que la única razón por la que no dudé al encontrar familiares los ángulos de su rostro, fue porque este ocupó gran parte de mis pensamientos durante la última semana. No recordaba con tanta facilidad a la gente que me presentaban aquí o allá. ¿Cabía la posibilidad de que, así como yo, Mich hubiera sorprendido a mi rostro pululando entre sus ideas al final de un día muy largo? Las probabilidades me dijeron que de ninguna manera; no obstante, la forma en que, muy lejos de fruncir el ceño por un segundo, que habría delatado el cuestionamiento de su cerebro en un "¿es o no es?", sonrió. Se puso en pie y sonrió. Casi como si mi presencia lo hubiera aliviado.
Mientras me acercaba a él, y él aguardaba por mí, supe lo que saldría de sus labios mucho antes incluso de que una sola palabra fuera pronunciada.
―Pensé que no venías. ―No saludó, no era necesario. Estuve seguro de que la expresión en sus ojos me recibía mucho mejor de lo que cualquier formalidad lo hubiera hecho.
No supe qué responderle, porque bien pudo recriminarme por la grosera demora: cuarenta y cinco minutos después de la hora acordada. Y, en su lugar, cuando me quité el abrigo salpicado de agua por todos sitios, me extendió la mano para tomarlo y acomodarlo sobre el respaldo de la banca, mostrándome su amabilidad.
¿Su "pensé que no venías" podía, tal vez, significar "me alegra que vinieras"?
¿Cómo decirle, luego de eso, "yo también creí que no vendría"? Que un par de horas atrás, ni siquiera la idea de sus ojos grises me había parecido motivación suficiente para levantarme de la cama. Que fue el otro yo el que me obligó a ponerme en pie, porque era el mismo que me murmuraba su nombre en los momentos menos adecuados, el que desdibujó su rostro hasta el abstractismo absoluto antes de volver a reconstruirlo.
No supe qué responderle, así que no lo hice. En su lugar, apreté los labios en un amago de sonrisa apenada. Me vi en la necesidad de recapacitar dos, tres y hasta cinco veces lo primero que saldría de mi boca en cuanto me atreviera a abrirla, pues si no tenía el suficiente tiempo de meditarlo, acabaría confesando algo. Ni el hecho de que dos minutos atrás ni siquiera pensé que verlo fuera una buena idea, confesar que estuve a punto de no asistir a nuestro encuentro, algo mucho peor.
¿Cómo no iba a venir, si llevo toda la semana pensando en ̶t̶i̶ el libro que vas a prestarme?
Aquello podría considerarse demasiado en los modales implícitos entre dos sujetos que se citan en una biblioteca. No, dos sujetos no. Dos extraños, dos completos desconocidos, dos líneas paralelas que por alguna razón de la vida estaban demasiado cerca en ciertos puntos.
Traté de arrancarme eso de la cabeza.
También podía ser que su "pensé que no venías" fuera un escueto "pensé que no venías y estaba ya por irme, porque tampoco es como que importe mucho si vienes o no".
―Perdón, la lluvia ―me excusé, y eso pareció ser suficiente para él, ya que no me lo cuestionó.
―Dios, sí, es un desastre cuando llueve así. ―Colocó una de sus manos en el respaldo de la silla, encima de mi abrigo. Desvié la mirada y me percaté de la palidez que dejaba el frío en sus manos. Los nudillos, por otro lado, sonrosados aún con la piel tersa sobre ellos. Me preguntó si vivía lejos, y yo volví a mirarlo a la cara pues tal vez era raro quedarme mucho tiempo observando sus manos.
―Un poco... a las afueras. ―No quise entrar en detalles, aunque no pareció percatarse.
―¿En los suburbios? ―Me pregunté si habría notado las manchas de tinta en la sudadera que llevaba puesta, probablemente no. Negué con la cabeza.
―En los edificios de la veintitrés.
Presté atención a su rostro, curioso de su reacción. Durante la época de la juventud de mi padre fue muy problemática, y si bien bastante se limpió desde esos años, nunca se le pudo arrancar del todo la fama que, como no podía ser de otro modo, terminamos arrastrando los residentes. Me sorprendió no hallar rastro de sospecha.
Lo que sí obtuve, fue una pregunta―: ¿Los rojos? Me parecen muy bonitos.
Agucé la mirada y sonreí en respuesta, tuve la impresión de que me estaba mintiendo.
―¿También vives por ahí? ―cuestioné.
―No, a unos minutos de la preparatoria, por la doce. ―Me tomaba el pelo, no quedaba duda―. Pero a veces voy a la veintitrés a comparar, su mercado es más barato que Wal-Mart. Es pintoresco, muy industrial.
Me hizo gracia que se refiriera a mi barrio con esa descripción.
―¿Eres de por aquí? ―cuestioné, curioso―. Tienes cara de que vienes de otro lado.
Con eso, y en no muchas palabras, me contó que se había mudado al pueblo no hace tanto. Algunos meses, apenas, por lo que cobró sentido que no solo se refiriera con tales adjetivos a la veintitrés, sino que tuviera las agallas de pararse por el mercado así como si nada. Si no le asaltaron fue solo de milagro.
Aquella breve conversación zanjó los preliminares de un encuentro un poco extraño, solo hasta que terminó se sentó, y al ver que yo permanecí de pie, me invitó a hacerlo también. Le vi inclinarse a buscar dentro de una maleta de hombro; revolvió durante un rato antes de sacar de la misma tres libros distintos que dejó sobre la banca en el espacio que existía entre nosotros. Me ayudó a respirar mejor la barrera que eso supuso.
―Estuve pensando estos días y me di cuenta de que ni siquiera te pregunté qué te gusta, películas que ves o hablamos lo suficiente para que pudiera saber qué recomendarte ―comentó, y creí reconocer vergüenza en los tintes de su voz―. Así que traje tres que pienso que le gustan a todo el mundo, aunque supuse que estaría bien conocernos un rato y así ver cuál te dejo. Así me hago una idea mejor.
Lo contemplé, bajé la mirada a los libros y de nuevo mi atención volvió a ser suya.
Una manera mucho más sencilla, pensé, hubiese sido que me contara de qué iba cada uno y con eso yo pudiera elegir cuál llamaba más mi atención. Estuve incluso a punto de decírselo, no obstante, el otro yo optó por aparecer de vuelta, interesado por primera vez en nuestros asuntos. Tuve que obligarme a hacerlo cerrar la boca para que pudiera escuchar a Mich sin sus intervenciones subjetivas.
―Dudo que puedas conocerme en una tarde.
La intención escondida detrás de mis palabras era una insinuación del sinsentido que estaba proponiendo, pues, según yo, no se podía conocer a nadie en tan poco tiempo. Podrías aprender su nombre, su color favorito, a la escuela a la que había asistido, sobre sus padres, la canción que tarareaba en la ducha sin falta; los detalles de su vida, su vida incluso, pero no lo que era después de eso.
Mich, en cambio, pareció entender en el subtexto de mi pesimismo algo muy distinto, pues una de sus cejas se enarcó y sus labios pintaron una sonrisa diferente a todas las demás que le vi hasta ese momento. Me preguntó si me refería a que necesitábamos, entonces, más días en compañía del otro para que pudiera recomendarme el libro.
―Porque yo no tendría problema en hacerlo ―aseguró, al no obtener respuesta alguna.
Por supuesto, tampoco era eso a lo que yo me refería. En lo absoluto. Quise poder golpearme la frente con la palma de la mano, pues si no tenía claras muchas cosas, había una que sí: no deseaba que nuestro encuentro se multiplicara en varios más. No debía quererlo.
«Puedes», aseguró el otro yo, escabulléndose entre los pliegues de mi cerebro y así poder verlo a través de mis ojos. «Solo dile que sí es lo que querías decir, él ya dijo que...».
Tuve que forzarme a detenerlo, callarlo en seco antes de que se atreviera a expresar una sola cosa más. Sí, ambos lo habíamos escuchado, a Mich 'no le molestaba', aunque, ¿qué significaba? Eso era lo que el otro yo no entendía, que no todo lo llegaba a él era lo que trataban de decirle. 'No me molesta' podría ser 'pues no es mi idea favorita, pero por cortesía te voy a responder que no me molesta' tanto cómo el 'no me molesta, porque en serio quiero pasar más tiempo contigo' que el otro yo creía que era.
Era un cincuenta-cincuenta atestado de demasiadas posibilidades.
Mich me estaba mirando muy atento, aguardando una respuesta que yo no podía darle porque ni siquiera mis pensamientos eran capaces de ponerse de acuerdo en la dirección que deberíamos tomar.
―Tal vez varios, sí, aunque bueno, para lo que es ni siquiera vale la pena.
―Bien, eso déjame decidirlo y ya te diré si lo hace o no.
Me desconcertó que su rostro y palabras siguieran regalándome esa inusual amabilidad, sobre todo después de un comentario dicho con toda la intención de que pensase que era un idiota. ¿Tal vez no estaba siendo lo suficientemente mezquino? ¿O quizá Mich era tonto y no se daba cuenta de lo que yo estaba haciendo?
Volví a mirar los libros cuando me sonrió, negándome a sobre-analizar aquel gesto suyo. No es que su sonrisa no me gustase, porque con las pocas veces que la había visto ya pensaba yo que era muy linda, esa forma en la que sus labios se curvaban hacia arriba, enalteciendo sus pómulos, achicando sus ojos, hundiendo dos valles discretos en sus mejillas. Tenía una sonrisa preciosa, por eso no podía verla mucho. Si cometía el error de escurrir mi mirada por sus líneas durante más segundos de los saludables, sería letal para el otro yo. Si este llegaba a darse cuenta y yo no lo aplacaba, significaría que tarde o temprano acabaría haciéndome albergar esperanza.
―¿Por qué no vamos a una cafetería? ―preguntó, no al cabo de mucho. Con todos mis largos silencios y miradas evitativas, terminaría creyendo que era tonto―. Aquí comienza a hacer algo de frío y, por lo que veo, vamos a necesitar un buen rato.
―No tienes que hacerlo... ―Mich frunció el ceño, como preguntándome "¿hacer el qué?"―. Quiero decir, tal vez fue por sacar plática lo de la vez pasada, en serio no es necesario que hagamos todo esto. Préstame el que sea, o ninguno, está bien.
Algo distinto pareció brillar en su rostro, una sonrisa en medio de un suspiro. Negó con la cabeza y con un suave gesto de sus manos me invitó a detenerme.
―Illya... ―nunca le había escuchado decir mi nombre. Estuve tentado a pedirle que lo repitiera, pues sonaba distinto dicho de su boca―. Está bien si no quieres, creí que sería divertido o algo así, si te incomodé no tenemos por qué. Perdón si...
―Yo no dije que no quiero. ―Me apresuré, sin preocuparme en cómo vería él mi interrupción―. Dije si tú no quieres.
Entornó la mirada. Por fin lo confundí lo suficiente para dejarlo pensando durante unos segundos.
―Pero... ―Se tomó un instante―, yo te estoy invitando porque quiero. Si no, no lo haría.
―¿Por qué?
Era consciente de que tal vez yo le estaba dando muchas vueltas a un asunto que no era para tanto, no podía evitarlo. Había demasiadas cosas que no terminaban de acomodarse en aquel extraño rompecabezas.
―Porque me apetece ―dijo así, sin más, como si no tuviera mucha ciencia.
Su "porque me apetece" me hizo caer en cuenta en un segundo que, a pesar de no haber acariciado ni por proximidad su mundo, este era uno abismalmente diferente al mío. En mi mundo las personas no te sonreían porque sí, como lo hacía él; el único gesto que se vislumbraba en las muecas de dientes listos para despedazar que era mi realidad, era la mordacidad. El cinismo. No era posible encontrar así su bondad, su amabilidad, su ternura. Su "hablo contigo porque me apetece"; "me meto en tus pensamientos sin permiso pues deseo que al mirar a la noche por la ventana solo pienses en mí".
Su mundo parecía tan luminoso, tan falto de esa maldad, tan de cielos cerúleo y brisas frescas de primavera; no de lluvias, huracanes, tormentas, terremotos, erupciones volcánicas, humo, ceniza y tornados. Y yo quería tocarlo aunque fuese un instante, sin embargo, ¿tendría siquiera la oportunidad luego de ese día? Si yo vi su mundo brillante, ¿no vería él el mío caótico e inhabitable?
Su cuerpo estaba inclinado en mi dirección, su tobillo derecho reposando sobre su rodilla izquierda. Y tenía una de las manos en el muslo, mientras que la otra, la más cercana a mi persona, estaba recargada sobre el respaldo de la banca; fue esa la que toqué. Lo hice por puro impulso y, si bien me contempló, no hizo nada por apartarla.
Traté de rescatarme dando patéticas patadas de ahogado, mencionando los tres pequeños lunares en forma de triángulo que tenía sobre el dorso.
Excusas, excusas.
―Lo tienen todos los hombres de mi familia ―sonrió―, y así de fácil ya conoces algo sobre mí.
Fue esa su manera gentil y considerada de dejarme ir, de hacerme pensar que él creía que yo creía que mi interés por sus lunares era auténtico y no emoción demasiado cruda para poder ser digerida sin que haga daño. Pero no fue lo único que hizo, pues me invitó a dejar la mano ahí con una mirada. No una de "solo es raro si lo haces raro", sino "hazlo extraño si quieres, no me molesta"; no hubo manera humana en que yo pudiese negarme a tal petición de intimidad que, naturalmente, la luz le pide al vacío de vez en cuando.
Tal vez fue ese el instante en que me perdí, en que el otro yo tomó mi lugar. En que me sustituyó y se hizo con el mando. Cualquiera que me hubiese visto habría pensado que estaba enamorado, incluso cuando era imposible caer así nada más por el toque de alguien que no conoces.
Tal vez es porque Mich me miraba como si me conociera muy bien.
Me costaba un horror permanecer en el presente; de hecho, casi nunca estaba ahí. Me la vivía en el pasado o en el futuro. Pasado cuando notaba las mejillas ardiendo por un mal comentario dicho hace años a alguien que, con toda probabilidad, ni siquiera lo recordaría. Pensaba, cuando me daba la oportunidad, "¿cómo sería si no hubiera dicho x o hecho y?".
Futuro si me perdía en las preguntas de qué sucedería cuando terminase aquel día. ¿Me daría su número, me pediría el mío o nos encontraríamos la siguiente semana en el mismo lugar? Quizá en algún momento sí que iríamos a un café y conversaríamos sobre su trabajo, mi familia o cualquier cosa que no se habla con cualquiera, pero que, en ese punto, sí entre nosotros; pues ya habríamos formado un lazo de suficiente confianza.
Me imaginé incluso las pláticas que serían sostenidas recordando aquel día, tiempo después; donde yo llegué tarde, él acomodó mi abrigo, le toqué la mano y le diría: en ese momento yo ya sabía que un día estaríamos aquí.
Aunque, con todo, no podía centrarme en el presente. No porque seguía levantando murallas entre nosotros, como la que construí al apartar la mano, rompiendo el hechizo y rehuyendo de Mich. Reforcé las defensas al enlistar todos los motivos por los cuales era mi deber absoluto desechar su nombre, su rostro y su recuerdo. Golpearme la cabeza hasta que cualquier atisbo de su existencia fuese eliminado de mi universo.
Volver a mi mundo, dejarle regresar al suyo.
Enderezar nuestras líneas de vida y devolverlas de nuevo a su sitio, lejos, muy apartadas la una de la otra. Recordar algún día solo a ese extraño sujeto de la biblioteca cuyo nombre comenzaba con M y así, en un futuro, tal vez lo encontraría al cabo de unas cuantas décadas. Nos daríamos un saludo y seguiríamos andando por la calle, tan normales.
―Vamos, Illya, conozco una cafetería buena como a dos cuadras. Ya comienza a helar.
Me echó de vuelta a la locura. Me arrancó toda coherencia al pronunciar de nuevo mi nombre con esa cadencia que, a pesar de no estar seguro, intuía que era muy suya. Estampó un martillo contra los muros solo con su sonrisa; esos ojos llameantes me tuvieron en un segundo listo para atravesar el atlántico en bote si él lo deseaba así. Sin defensa ni resistencia.
Una palabra y yo estaba anhelando arrodillarme, alabar sus manos, besar los tres lunares en forma de triángulo y cada uno de sus nudillos. Restregar el rostro contra la tela de su pantalón y rogarle una y otra vez que si ahora éramos desconocidos, por favor no permitiera que volviese a ser así.
No me arrodillé. No besé sus manos. No imploré.
Pero sonreí, qué significó lo mismo.
―Está bien, vamos. ―Y bien sé que hubiera ido a donde él dijera, cuando él quisiera.
¡Hola! Lindo domingo, espero que el capítulo les haya gustado y no se sienta algo confuso.
Gracias a los que están por aquí, tienen todo mi amor.
La pregunta en esta ocasión tiene y no que ver con la historia, ¿les gustaría una playlist para spotify-youtube de LPQDEB?
Xx, Anna.
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