29
Por solo unos segundos, coloqué la palma abierta sobre su frente. No sudaba y tampoco ardía de la misma forma que el día anterior, al encontrarlo; no obstante, aquello no significó que su estado hubiese mejorado con notoriedad. La infección, incluso después de la debida limpieza que le di a su herida, no se mostró dispuesta a ceder así tan fácil a nuestros —o mejor dicho, mis— burdos intentos de arrancarla de su piel y exiliarla ahí donde no pudiera hacer más daño. En dos ocasiones, aunque quizá fueron incluso tres, llevé de vuelta a la mesa el comentario sugerente de que un hospital era una opción más adecuada que yo, que a mi alcance no tenía más que insumos precarios y una limitada manga de conocimientos cuando de medicina se trataba. No me funcionó, pues todos mis intentos acabaron en el mismo sitio que los algodones húmedos de alcohol, sangre y lo que fuese aquella pasta amarilla que brotaba de su carne abierta: la basura.
Primero limpié su herida de la misma manera en que lo hice antes. Tenía la forma perfecta de una 'L', seguro por la brutalidad de la mano que lo apuñaló y con toda intención se ensañó a la hora de sacarle la navaja del abdomen. Luego de cubrirlo con un parche de gasa, le pasé una de mis camisetas y dejé que fuese él mismo quien se la pusiera, indiferente de cuánto pudiese tardar en ello; en ese momento aún no llevaba prisa.
En vez de quedarme ahí de pie, solo viéndolo cambiarse en silencio, fui hasta mi mochila y saqué de ella un tupper con la pasta que Sarah, últimamente muy desentendida de las que por mucho tiempo fueron nuestras contiendas usuales, tuvo la amabilidad de dejarme luego de que me preguntara qué llevaba de almuerzo y yo le dijese que ninguno. Siendo honesto, hubiera preferido ser yo quien se la comiera, pues no siempre contaba con el dinero para comprar un plato de Alloro's, por más que este no fuese el restaurante más lujoso ni de la ciudad ni de su calle; pero antes de poder darle el primer bocado, caí en cuenta de que no podría estar gastando demasiado dinero en conseguirle comida; ya su buena cantidad iba a costar el trasladarme en autobús hasta su lado de la ciudad y, con toda probabilidad, se convertiría en un gasto fijo por un buen rato. Con suerte, pues dependía solo de que Evan decidiera que si las cosas que le sucedieron en el pasado no consiguieron acabar con él, tampoco se lo iba a dejar en bandeja de plata a unas cuantas bacterias.
—No tengo dónde calentarla... —murmuré tan pronto como dejé la comida a su lado, junto con un tenedor de plástico que me robé del almacén antes del final de mi turno; movimiento que, con una sonrisa de complicidad, Dany decidió no ver—, pero así fría está buena, y de todos modos cualquier cosa es mejor que quedarte con el estómago vacío.
Si bien no dijo gracias, y tuve el presentimiento de que jamás lo haría, me hizo un gesto que en mi mente significó casi lo mismo: una brevísima inclinación de cabeza tan corta que, de haber parpadeado, quizá hasta me la hubiese perdido. Para mí fue suficiente; de entre todas las cosas que creía necesitar, una de ellas no era el probar puntos con él. Si era capaz de romper o no con su orgullo llevaba años dándome igual, así que no lo presioné a emitir palabra alguna.
Me di la vuelta para regresar a la mochila y, con todo el cansancio del mundo cayendo de un segundo a otro sobre mis hombros, recosté la espalda contra la pared y me deslicé despacio hacia abajo, hasta acabar sentado sobre el suelo frío. Desde ahí, con los metros interpuestos entre los dos, lo miré por un momento. Ahora llevaba mi camiseta, uno de mis suéteres, se protegía del frío con mis cobijas. No se molestó en pretender que no se estaba muriendo más de hambre que por la puñalada, le quitó la tapa al recipiente y le dio los primeros bocados de la misma forma que si probara por primera vez la comida.
Por fin desvié la mirada, eché la cabeza hacia atrás y cerré los ojos por un momento. Alguien, en alguno de los pisos superiores del edificio, no había dejado de martillar una pared desde que llegué al lugar, y aunque en cualquier otro momento o circunstancia el ruido hubiese terminado desquiciándome por completo, en ese instante lo aprecié de sobremanera. Primero pensé que solo pasaba con las conversaciones, pero en ese momento me di cuenta de que en realidad cualquier cosa continuaba siendo mejor que el sonido de mis pensamientos incesantes o el molesto parloteo del otro yo.
—Sabes... —Su voz emergió tenue de su boca, muy pronto me percaté que no era nada más un tema de debilidad, sino de cautela. Abrí los ojos y aunque por un momento me enfoqué en el techo con grietas por la humedad, pronto bajé la mirada con la intención de contemplarlo. Evan picoteaba la pasta con un airecillo tan nervioso como indisimulable. Llevé las rodillas a mi pecho y abracé mis piernas, cayendo de pronto en cuenta del hecho de que los años pasaron y ni siquiera podía asegurar saber quién era él, porque no se asemejaba ni un poquito a la persona que alguna vez yo conocí una vida atrás. Y, de todos modos, fui capaz de reconocer aquellas manías aún tan familiares ante mi memoria. Se transformó entero y ni eso fue suficiente para arrancarle lo inherente a la persona sepultada bajo los escombros de lo que era ahora—. Desde ayer no puedo dejar de pensar, y... de todas las cosas que no entiendo, creo que la que menos es por qué.
Una desconocida prudencia fue la que me hizo procesar bien sus palabras antes de poder responderle nada. Tuve la impresión de que, incluso si parecía que sí, no me estaba diciendo cualquier cosa—: ¿Por qué, qué?
Aunque Evan también fue con la cautela de quien camina por un lago congelado cuando se acerca el deshielo, pareció más claro a la hora de responder.
—¿Por qué tú?
Incapaz de descifrarlo, o quizá no queriendo hacerlo, o sabiendo la respuesta, pero deseando equivocarme, me tallé el rostro con las manos. Presioné mis ojos con las yemas de los dedos hasta que una explosión de colores se grabó detrás de la oscuridad de mis párpados.
—Necesito que te expliques, no tienes tanta fiebre para delirar así. Sé claro. —«No voy a sacar conclusiones que luego puedas echarme en cara», quise decirle, pero se me quedaron las palabras enredadas con el nudo en la garganta.
Lo vi tratar de acomodarse. Tratar, puesto que en cuanto intentó enderezarse un poco, una mueca de dolor le cruzó sobre el rostro y le obligó a volver a su posición inicial, respirando con pesadez y presionando su herida con la mano libre, por encima de las prendas. Cuando pasó el momento, dejó de buscar comodidad para encontrar, en su lugar, las palabras.
—Me da hasta rabia que me ayudes, no entiendo por qué lo haces.
—¿Prefieres que me vaya? —No se lo dije con afán de iniciar una discusión, sino con la mayor disposición del universo. La intención de hacer algo por él se encontraba ahí; y, de todas formas, no podía obligarlo a aceptar la mano que trataba de tenderle. No consiguió decirme que no, así que continué—. Ya te lo dije, no quiero que te mueras. Es por eso que te ayudo.
Evan permaneció en silencio por tantos segundos como nuestras miradas se quedaron enganchadas por la desconfianza y el recelo. Su pecho subía y bajaba, tuve claro que luchaba contra las palabras que le arañaban la garganta y aparentaban necesitar salir a borbotones de su boca. Tardó tanto tiempo que pensé que no diría nada, que vencería sobre él ese mutismo fraguado en sus labios a base de años de silencio; sin embargo, al final, habló. No era lo que esperaba que me dijera, aunque no estaba seguro de a la expectativa de qué me encontraba, en realidad.
—¿Te digo algo? Yo sí que llegué a querer que te murieras.
Me quedé sin palabras, con la cabeza en blanco y sin saber de qué forma deshacer el nudo que enredó mis tripas. Abrí la boca, pero no fui capaz de emitir un solo sonido. ¿Cómo reaccionar cuando alguien confesaba una cosa así? Le pregunté al otro yo, esperando que él tuviera una respuesta, pero estaba igual de estupefacto. Yo lo sabía, de alguna forma. No es como que no me lo hubiese dejado claro con sus acciones; no obstante, escucharlo de viva voz y sin tapujos ni dilaciones, fue una cosa distinta. Creí, incluso, recordar el instante exacto en que por un segundo cedió a esos deseos.
Con los nervios a flor de piel, no me di cuenta del momento en que empecé a rascarme los costados de los pulgares con los dedos índices, sino hasta que el ardor me hizo sisear y al bajar la vista, me encontré con la carne al rojo vivo. Aunque, si soy honesto, quizá no fue el dolor tomándome desprevenido el que me orilló a apartar la mirada de él, sino la necesidad de huir de la situación y los recuerdos que llegaron uno a uno con la potencia con la que caen los relámpagos antes de una tormenta, haciendo vibrar todos los cristales de una casa.
¿Quién olvidaría una mirada así, asesina como la suya? Ojos desorbitados, iris claros oscurecidos por una pupila demasiado grande. Mejillas sonrosadas por el frío, por la rabia; y esos dedos que me pintaron moretones por el cuello y no me dejaron olvidar lo cerca que estuve de la muerte y el ímpetu con el que deseé, por tanto tiempo, que lo suyo no se hubiese quedado en un intento. El aliento pálido que cortó el invierno y con él todas mis esperanzas de recuperar a la única persona que amé (y por un instante en el tiempo también me amó de vuelta) siendo un adolescente. Esas cosas no se confunden con nada.
—Créeme, ya lo sé. —¿Qué más decir a eso? ¿Una excusa, cuando no la había? ¿Un perdón, cuando solo pensarlo me envenenaba la garganta? Yo lo superé todo, pero nunca fui capaz de olvidar nada.
—No, no lo sabes. —Y después de un instante, agregó—: No tienes ni idea.
A pesar de la tensión que provocaron en el aire sus palabras, no llevaban ponzoña. Intuía el cinismo y la aspereza a un kilómetro de distancia y lo que sentí sobre la piel no fue la lija de las malas intenciones. Su voz llegó cargada con un tinte inconfundible de culpa tan oscura como espesa. De nuevo, al buscarle la cara, lo vi luchar consigo mismo. Lo reconocí haciendo de todo por contenerse y supe, mucho antes de que pasara nada, que otra vez sería incapaz. Me lo dijeron sus manos temblorosas, y esa película vidriosa sobre unos ojos que no soltaban una sola lágrima.
—Ellos tenían una foto tuya; no sé por qué, aunque seguro fue cosa de mi padre. —No tuvo que decirme de quiénes hablaba. Lo supe por intuición o por la sensación del mal presagio—. Se la deben haber pedido y no dudo que fue la escuela quien se la dio, o tal vez la encontró en uno de los anuarios. No lo sé. Llevabas el cabello corto. Y ellos... no se te ocurre las cosas que hacen con las personas ahí adentro.
—No tienes por qué contármelo, si no quieres.
Hablé a la brava, cortándole su discurso, no solo porque supe cómo delinear a la perfección aquellas maneras en que el tema lo perturbaba sin opción a disimulo. También lo hice por mí. A pesar de que por demasiado tiempo quise saber las razones de una desazón tan terrible que le llevara a alejarse de mí como lo hizo, en ese momento supe que no estaba listo para escucharlas y que seguramente jamás llegaría a sentirme del todo preparado. Pero él no pareció oírme, pues en cuanto me callé, siguió contándome.
—Ellos dicen que dan pláticas, y lo hacen, pero no es solo eso. Cuando no te están hablando de lo enfermo que estás, de la cura y la salvación que necesitas, o haciéndote rezar hasta que se te llenan de moretones las rodillas, lo más usual, al menos conmigo, era... ellos... —Las palabras, en un comienzo firmes, con cada oración comenzaron a atropellarse entre sí. Tartamudeó, y una sonrisa que de alegre no tenía una gota, le brotó por los labios igual que una hierba parasitaria entre el concreto. Los nervios le desfiguraron el rostro—. Ellos no me dejaban dormir. Nunca. Yo tenía varios guardias, y se aseguraban de mantenerme despierto dos, tres días; depende de cómo me hubiera portado, de cuál fuera mi progreso. Y cuando terminaba mi "vigilia", me daban unas pastillas y me llevaban a un lugar que llaman "el cuarto blanco".
»Las paredes, el piso, todo es blanco y aun así es tan oscuro. No hay una ventana. Ahí tienen un proyector y me ponían vídeos de tipos cogiendo, o tu foto, o ambos; entonces me golpeaban hasta que ya ni siquiera me dolía. Saben dónde darte para que no pierdas el conocimiento, al menos no tan pronto. Y solo entonces me sacaban. Después de eso, siguen las "verificaciones". Luego de recuperarte un poco, a los días, uno de los médicos...
Me horrorizó escuchar hasta ahí, y sin querer pensar que hubiera más, le interrumpí de nuevo.
—No necesitas contarme todo esto, Evan. Está bien, lo entiendo.
Pero no fue suficiente. Continuó, incluso cuando la vergüenza y el dolor le ocupaban todo el rostro.
—Los guardias te desnudan y te dejan con el médico, y él te masturba, o te mete cosas. Y si tu cuerpo reacciona de nuevo... entras otra vez en el "circuito de corrección": baños fríos, vigilias, cuarto blanco, verificación. Y así hasta que pasas todas tus pruebas, solo entonces te dan de alta como curado.
Sentí náuseas de pronto. El estómago revuelto y el escalofrío que me atravesó la columna me advirtieron que no le diera vueltas, o iba a terminar mal. Por fin, Evan halló el coraje de mirarme de nuevo a la cara y yo no pude apartar la vista solo por respeto.
—Estoy curado, me dijeron que estoy curado, pero me siento... insano. —Lo vi estirar sus dedos, dándome la impresión de sentirse muy chico para su cuerpo, como si la piel que le cubría huesos y músculos perteneciera a otro, aunque no a él—. Antes podía respirar, pero desde entonces ya ni siquiera sé si soy humano. No me siento humano, y creo que el resto no me ve como uno tampoco. Y te veo... y... y solo ver tu cara me lleva de vuelta ahí, y al mismo tiempo eres... Yo quería que te murieras por hacerme pasar por todo eso, y aun así eres el único que está aquí.
Y si pensaba que no tenía dentro de mí perdones para él, en ese momento me brotaron todos. Evan, pero el Evan que yo solía conocer, asomó por esos ojos que por fin me dijeron la razón por la que ahora nada más eran capaces de verme a través de una pantalla de ira. Fue solo un instante, antes de volver a desaparecer.
—Lo que intento decir es que aunque me cuesta ver tu cara, y sé que ya no somos amigos, pienso que fuiste el único amigo que tuve alguna vez.
Miré sobre mi hombro antes de dejar las dos cajas frente a ella. Jo subió la cabeza en ese instante, echando de lado toda la atención sobre su cuaderno plagado de ecuaciones para, en su lugar, verme a mí. El miedo que le brillaba en la mirada se asemejaba mucho al refulgir una navaja desenvainada a media noche, habitando un sitio al que no debía pertenecer, pero en el cual se hizo espacio a la fuerza. No me pasó por alto su reticencia a estirar las manos y tomar las pruebas de embarazo, como si con tocarlas hiciese más tangibles el terror enredado en su cabello. No estuve seguro de si era mi deber decir algo, o si existían palabras que valieran en ese momento, pero evoqué las primeras que me parecieron correctas, como si tuviesen la capacidad de apaciguarla, aunque fuese un poco.
—Sé que estás asustada... —Mi voz fue suave, conciliadora a propósito, baja para no ser percibida por oídos a los que esas palabras no iban dirigidas—, pero pase lo que pase, vamos a encontrar cómo solucionarlo, ¿de acuerdo? —Jo tomó una bocanada de aire que le hinchó el pecho entero, y asintió despacito, a la par que dejaba ir el oxígeno añejo de sus pulmones—. Hazlas fuera de casa, ¿bien? En la escuela o en el centro comercial, no quieres que Diane vaya a encontrarlas en el bote de basura.
—Le voy a decir a Karen si me acompaña mañana.
—¿Y qué hay de Dan? —Indagué, ladeando la cabeza y adentrándome en ese terreno pantanoso con cuidado de no irme a quedar atorado en una mala arena movediza—. ¿Ya le contaste lo que pasa? ¿Te dijo algo?
Se removió en su silla y presionó los labios, no tuvo que decir nada para que yo supiera que no estaba en sus planes responderme esa pregunta y lo acepté, porque no podía hacer otra cosa. Antes de irme, coloqué una mano sobre su hombro y le pedí que en cuanto supiera los resultados, me lo dijera. Aseguró que lo haría y solo entonces atravesé el pasillo con la intención de ir de su cuarto, al mío.
Me eché en la cama con el cansancio de diez vidas en la espalda; cerré los ojos por un segundo, procurando descansar del dolor de cabeza que me martilleaba el cráneo. Me pregunté cuándo las cosas se volverían más sencillas, si algún día no tendría que saber de lo que no debía ni someterme a situaciones que no deseaba. Pensé que no. Y si no estaba en mi destino tener un escape permanente, al menos sí al alcance de mi mano una pausa momentánea a todo lo demás. Aun acostado, metí los dedos en la bolsa del pantalón y saqué el teléfono, en lugar de buscar el contacto, marqué de memoria el número de Mich, quien contestó tan solo después del segundo tono.
La llamada fue breve. Antes de que pudiera decir nada, o siquiera viera la oportunidad de saludarme, me disculpé por la falta de noticias y las pocas llamadas. Me aseguró que no pasaba nada y que si estaba todo bien, y aunque mi primer impulso fue decirle que sí, la palabra no consiguió formarse en mi garganta. Era mi respuesta predeterminada, no tanto así la real. No, las cosas no estaban bien. No era que no todo estuviera bien, sino que directamente no me sentía seguro de si algo sí. Se ofreció a pasar por mí y aunque una parte de mí tenía la impresión que lo mejor era decirle que no se preocupara, no pude negarme. Dijo que llegaría en un rato antes de despedirse y colgar.
Me quedé ahí tirado un momento, hasta que la sensación viciada de la ropa comenzó a marearme. Era como si el aroma a encierro y sangre oxidada se hubiese impregnado entre las fibras del pantalón y de la camiseta; bien podía no ser así, pero una vez que la idea se metió en mi cabeza no hubo qué la sacara de ahí. Así que me cambié entero antes de volver a acostarme, y no supe por cuánto tiempo me quedé dormido, sino hasta que la notificación de un mensaje me arrancó del sueño. Cuando abrí los ojos, la tarde ya casi terminaba de morirse.
"Ya estoy abajo", tres palabras iluminando la pantalla que me hicieron recuperar la esperanza de superar el día y no solo perecer sobre el edredón hasta que este me atrapase por los brazos y piernas. Me coloqué otra chamarra, porque el abrigo se sentía tan podrido como todo lo demás, y partí de la habitación con una avanzada firme por el pasillo y hasta la puerta.
De salida, ni siquiera hubiese sabido cómo pretender pasar por alto la presencia de James y Diane, que le daba de cenar al primero luego de que llegara del trabajo en algún momento de mi siesta. Pero ni los volteé a ver y ellos no lo hicieron tampoco, no hubo preguntas, ni reclamos o saludos, solo me dejaron marchar bajo un silencio que gritaba más de lo que pudo hacer cualquier palabra o mirada.
¡Buenas, buenas! Lindo martes, espero que estén teniendo un lindo inicio de semana. Una disculpa por el ligero y elegante retraso, el finde fue el cumpleaños de mi mamá y de uno de mis hermanos, así que fueron días de pasarlos con la familia. Y ayer que les iba actualizar, cayó una señora tormenta y no tuve luz en todo el día, así las cosas en mi México mágico.
YA ESTAMOS BIEN CERQUITA DEL FINAL, como que me da impresión, pero estoy feliz, pero quiero llorar sdkgfj. La exagerada. Espero que el capítulo les haya gustado mucho, trataré de que ya no haya más retrasos y si a wattpad se le da la gana de dejarme usar la opción para programar capítulos, ya no va a pasar.
¡Espero que tengan un una buena semana!
Xx, Anna.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro