Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

26

Venía caminando por la acera, apresurado, su silueta siendo enmarcada por la luz fría y la nieve. Aquel día no salió el sol, se mantuvo escondido detrás de las nubes espesas y grises arremolinadas, con la amenaza latente de dejar caer en el momento más inesperado una tormenta que bloquearía caminos, puertas, autos. Llegó hasta mí expulsando su aliento blancuzco y escondiendo las manos al interior de los bolsillos, con una expresión que me dijo, tan pronto lo tuvo cerca para adivinarle el ceño fruncido, que no traía a mí las noticias que yo estaba ansiando escuchar.

—¿Nada? —pregunté, tan pronto estuvo frente a mí y todo lo que respondió fue una negativa con la cabeza y un suspiro de cansancio y frustración entremezclados.

Asentí, tratando de asimilar que me estaba quedando sin opciones y que, con toda probabilidad, acabaría teniendo que resignarme a que ese dinero no iba a volver a mí. Con una mueca en el rostro me acomodé mejor en la pared detrás de mí, uno de los ladrillos se me encajó en la costilla, sobre uno de los moretones, y me hizo sisear mientras me ponía en pie. El frío me tenía más tieso que lo común, el dolor tampoco ayudaba mucho.

Por un momento Dylan no dijo nada, se limitó a ver y a dar un paso atrás para que yo tuviera espacio. No me sorprendió su mutismo absoluto, incluso cuando pretendiendo que no era de esa forma, sus ojos me escudriñaban sin detenerse en ningún sitio por mucho tiempo. Eran las viejas costumbres, al final del día. Él jamás dijo nada ni cuando éramos los mejores amigos, nunca preguntó si estaba bien o me hizo saber que si quería contarle algo, podía hacerlo. Y no había problema. En su momento, me hubiera muerto de vergüenza; de adolescentes lo vi como su forma de permitirme conservar la poca dignidad que me quedaba cuando me veía forzado a atravesar los pasillos de la preparatoria en condiciones deplorables. Pero en ese momento, viéndolo desde otra perspectiva, con la edad, me di cuenta de que nunca lo hizo con la intención de protegerme a mí, sino para no mortificarse él. Dylan jamás quiso someterse a conversaciones incómodas, ni mancharse con todas esas cosas que se daban por hecho y no se manoseaban de más. No iba a empezar ahora, y estuvo bien. Ya no lo necesitaba.

—Fui a su casa, tampoco estaba ahí... —comenzó Dylan, al cabo de un momento, perdiendo su mirada por la avenida, sin molestarse en verme a la cara—. No creo que haya estado ahí en un rato y no creo que tenga caso seguir por ahí.

—¿Por qué lo dices?

Vi su mandíbula tensarse, apretando los dientes, considerando si decir lo que estaba a punto de salir de su boca. Al final, solo una mueca precedió un encogimiento de hombros.

—Abrió su papá... me dijo: "no está. Y si lo ves, dile que mejor no se pare por aquí".

—Ya.

No me sorprendió. Si no era por una cosa, sería por otra; la única realidad, es que Evan jamás conseguiría cumplir con las expectativas y caprichos de su padre, siempre iba a acabar de la misma manera.

Lo cierto fue que una sensación extraña me nació en el pecho, como una raíz delgada, casi transparente, rompiendo semilla y germinando entre mis músculos. Un presagio extraño. Quizá por ese problema él huyó, pero, ¿a dónde?

—Voy a tratar de pensar en qué otro lugar puede estar, voy a preguntar, y si me entero de algo más te lo haré saber, ¿de acuerdo? —murmuró, recargando su peso en un pie y luego en otro, con lo que interpreté como una urgencia terrible por salir corriendo de ahí ya fuese por el frío o mi presencia. Quedaba claro que no tenía ni idea y, con toda probabilidad, no podríamos averiguar más a partir de ahí. Asentí—. Bien.

Sin decir mucho más, sin despedirse siquiera, miró a ambos lados de la calle, se cruzó la avenida, y emprendió su camino de regreso, quizá, a casa. Lo observé andar entre los autos, rebasando personas, y lo perdí hasta que dio vuelta en la esquina, dejando tras de sí solo el fantasma de sus palabras.

Casi terminaba de anochecer cuando presioné el timbre a un lado de la puerta de entrada de Mich; escuché la campana hacer eco por la sala y un par de segundos después, me percaté del sonido de una silla arrastrándose por el suelo. Desde la noche anterior me llamó quizá unas cinco o seis veces, y yo no respondí a una sola. Me sentía demasiado agobiado para hablar con nadie, al menos en el principio; luego, no supe lo que le diría cuando me respondiera un mensaje y no resolviera qué contestar si preguntaba por qué tanto silencio.

Ahora, con los segundos contados, frente a su puerta, tuve el impulso de salir corriendo. Totalmente incapaz de lidiar con tener que sostenerle la mirada. Antes de que pudiera darme la vuelta y salir corriendo, Mich apareció al otro lado de la entrada.

Por un instante me quedé observando el tapete de "bienvenidos" mientras la nieve sucia se derretía en el. Sentí su mirada sobre mi rostro y yo, en cambio, no fui capaz de devolverle el gesto. Por lo general, adoraba que sus pupilas me escudriñaran, me hacía sentir como que era algo que valía la pena ser contemplado por unos ojos tan bonitos y, sin embargo, en ese instante deseé que nadie me viera nunca en una posición así de vulnerable. Tan frágil y expuesto. Mucho menos él.

Había algo terrorífico en la posibilidad de mostrarme así y en consecuencia perder su respeto o, lo que sería incluso peor, ganarme su lástima. La lástima de un hombre que sin importar lo que le dijera, me veía siempre a su par. Una vez más, la idea me llevó a saborear la necesidad de dar la vuelta y salir corriendo para fundirme con la nieve y la ventisca, pero antes de que eso terminara de cocerse entre mis planes, su mano, que siempre era cálida, envolvió sus dedos alrededor de mi muñeca y me atrajo hacia él, al interior de su casa, y cerró la puerta para después enmarcar mi rostro entre sus manos.

No supe si fui yo o él, pero algo me obligó a levantar la cabeza y perderme en sus ojos. Y tan pronto como mis iris se encontraron con ese universo metálico que guardaba en la mirada, supe que no sería capaz de contener durante mucho rato las emociones que, desde la noche anterior, me envenenaban del centro hacia afuera, rasgando todos mis órganos vitales en el proceso.

—Estás helado.

¿Realmente lo estaba? Lo dudé y tuve que verificar, pues mi piel se sintió arder bajo los mimos de su tacto, siempre tan reconfortante como nunca sentí otro. Tan inhumano en el mejor de los sentidos. Creí que tendría asco de mí, un desagrado natural a mi aspecto; pero en su lugar, acarició mi piel y deslizó con suavidad su pulgar sobre aquellas zonas donde la sangre ya se había coagulado bajo la piel, dibujando manchas en sus escalas del amarillo al púrpura: la sien, el pómulo, el puente de la nariz, el mentón.

Sentí el impulso de huir de su mirada, pero me obligó a continuar ahí, anclado a la suya; y en ese instante estuve cerca de echarme a llorar una vez más, del mismo modo en que había hecho toda la noche anterior, pues tuve la impresión de que nadie, jamás, me miró así.

—¿Qué te pasó, Illy? ¿Quién te hizo esto?

Las ganas de decirle algo estuvieron ahí, cualquier cosa, incluso un simple hola. Pero no pude. Cuando abrí la boca, nada salió de mi garganta. Mis cuerdas vocales no se movieron un milímetro. En cambio, se sintió como si un puño muy grande se cerrara alrededor de mi garganta provocándome un dolor inmenso. Indescriptible. Me sostuve de sus manos como mi forma muda de decirle que aunque deseaba emitir una palabra, me resultaba imposible. Pero que lo quería ahí, cerca, que me sostuviera y me ayudara para que las rodillas no me fallaran justo ahí. Él lo entendió.

No había cosa que Mich no supiera leer en mí.

Así que en lugar de obligarme a hablar, me abrazó contra su pecho por un segundo y después, con toda la paciencia y el cariño que pudiese tener un hombre en el mundo, me pidió que le diera mi mochila, mi chamarra, y las dejó a un lado sin cuidado antes de envolverme los hombros con su brazo y conducirme escaleras arriba. Tardamos una eternidad en subir, casi la misma que me tomó esa mañana bajar las de mi edificio; y una vez que estuvimos en el segundo piso, no me llevó a su habitación, como creí que haría, sino a otra puerta al otro lado del pasillo. Cuando abrió para que entrara, descubrí el baño.

Me quito la camiseta, el pantalón, los zapatos, la ropa interior. Después, me ayudó a meterme en la bañera.

El agua que llenaba la tina era reconfortante y caliente, tanto así que su vapor espeso se elevó por todo el lugar y empaló el espejo, dejando una niebla cálida que era difícil de respirar. A pesar de ello, me abracé a mí mismo dentro del agua que pronto me llegó al pecho como si estuviera helada. Me hice un ovillo y observé la manera en que Michael desabrochó los puños de su camisa y la dobló con absoluta parsimonia hasta el codo.

No supe qué de todo, con exactitud, fue lo que me cohibió tanto. ¿Estar desnudo frente a él? No sería la primera vez, no había un centímetro de mi cuerpo que no conociera. ¿Entonces qué? Quizá el hecho de que, a pesar de eso, la mirada que me dio no cambió ni un poquito, en ningún momento. No me observaba con deseo, pero sí con algo más. Su entrecejo, durante todo el tiempo, se mantuvo fruncido y la preocupación brilló cada instante en sus pupilas.

Me sacó de mi trance cuando tomó la regadera, con un chorro muy suave, y lo empezó a pasar por esas zonas que no cubría el agua de la bañera. La dejó caer en mi cabeza, empapando mi cabello y mi rostro, antes de tomar un poco de champú, frotarlo entre sus manos para hacer algo de espuma y entonces comenzó a lavarme el cabello, esmerándose en cada mechón. Cuando llegó a la nuca y sus dedos se encontraron con la costra en mi cabeza, no pude contener el siseo de dolor y la mueca de desear que no fuera a abrirse de nuevo y teñir todo de rojo; el pasó saliva y con las yemas, muy suavecito, despegó las bolas de sangre seca del cabello sin tocar lo que mantenía el cuero cabelludo cerrado.

No estaba seguro de por qué hacía eso, por qué era tan delicado en su tacto sobre mi piel. Ni tampoco la razón por la que se encargó de enjabonarme con tanto esmero los hombros, el cuello, el pecho. Con un excesivo cuidado de no presionar los moretones. Tampoco por qué se humedeció las manos y lavó mi rostro con la misma delicadeza con la que un restaurador se entrega a la reparación de un viejo cuadro cuyo marco se ha astillado, pequeñas partes del lienzo han sido comidas por el aceite y el barniz se ha amarillentado por el pasar de los años. Sus pulgares besando mis párpados, luego debajo de mis ojos delineando las ojeras antes de recorrer su camino hasta mis pómulos. Y tampoco por qué no era capaz de dejar de mirarlo, o por qué suspiraba cada vez que sus ojos se encontraban con los míos. Mucho menos por qué se deshizo de la sangre seca que aún se pegaba a mi espalda, que marcaba su camino por mi columna y todos sus relieves. O el masaje suavecito sobre mi ceja derecha, la caricia en mi boca hinchada, su forma de delinear mis labios partidos.

Bajé la mirada, incapaz de sostenérsela, cuando quitó el tapón de la bañera. Mientras se iba toda el agua sucia a través del desagüe, él se deshizo de sus propios zapatos para entrar junto a mí en la bañera, aunque quizá el término más acertado hubiese sido frente a mí.

Se arrodilló y, si bien debería haberme embargado el pudor, no pude pensar ni en taparme de forma alguna cuando tomó de nuevo la regadera y emprendió una vez más el proceso de mimo y limpieza que dio sobre la parte superior de mi cuerpo, ahora en la inferior. Lavó mis pies, mis piernas, los costados y el abdomen, que también estaban salpicados por aquí y por allá de cardenales. Tomó mis manos, lavó mis brazos, cada uno de mis dedos. Su ropa acabó empapada y no pareció importarle ni un poquito, del mismo modo que no le interesó que en algún momento de su acto gentil yo hubiese comenzado a desbordarse de forma silenciosa. Supuse que llorar era la única opción aceptable cuando alguien como él te trataba, por primera vez, como si valiera la pena curarte.

Después de un rato me sacó del agua, me envolvió en una toalla y con otra me secó el cabello tanto como pudo. Aun entre sus brazos, me guio en completo calor hasta su cuarto, sacó de su clóset un pantalón de pijama y una de sus camisetas, me ayudó a vestirme y luego se cambió él. Nos metimos en su cama y me abrazó muy cerquita de su pecho, no me había besado una sola vez.

Era el mejor hombre del mundo.

—Mich... —murmuré, despacito. Sabía que él no iba a pedirme nada, pero yo quería darle tanto como estuviera en mis manos—. Pasó ayer. Fue mi padrastro. No puedo hacer nada, no voy a hacer nada. Pero quiero que lo sepas.

Pude ver las emociones cruzar su rostro aún en la oscuridad.

—¿Es la primera vez? —Guardé silencio por un segundo, antes de negar con la cabeza muy despacio—. Tienes que denunciar.

—¿Con quién? ¿Con él? —Sonreí con cierta tristeza—. Él trabaja en la policía, no puedo hacer eso.

—Entonces necesitas salir de ahí.

—Es el plan. Al menos eventualmente.

—¿Cuándo?

—Cuando pueda llevarme a Jo conmigo.

Su agarre se afianzó a mi alrededor un poco, lo suficiente para que yo lo sintiera y me viera con la confianza de recostar la cabeza en su rostro, arrullandome por el latir de su corazón siempre tranquilo, acompasado. Su voz, al volver a hablar por lo bajo, vibró sobre mi oído.

—No quisiera que te sucediera nada, no quiero que te pase nada malo... —suspiró apenas—, perdería la cabeza.

Y así mismo me abracé yo a él, con todas las fuerzas que me quedaban. Dejé un beso sobre su camiseta, en su pecho.

—Nada me va a pasar. La hierba mala no se muere.

Y durante unos minutos muy largos, que tal vez fueron horas, en las que quizá me dormí y volví a despertar un par de veces, ninguno de los dos dijo una sola palabra más, ni se movió. Igual nos negamos hasta a pensar por el horror que suponía imaginar que el otro pudiese, de una forma u otra, escuchar nuestros pensamientos.

Sé, o creo saber, por qué era así.

Iba a decirme algo, y yo iba a decírselo de vuelta. Y no era malo, pero tampoco era tiempo de hacerlo en voz alta, me bastaba con su mirada y su abrazo y sus besos.

Entonces no estaba seguro de muchas cosas y, sin embargo, si de algo sí, eso era que éramos iguales. Tal vez en un principio no, pero un día el mundo luminoso y la oscuridad se mezclaron y se volvió imposible distinguir dónde comenzaba el suyo y dónde el mío. Por eso permanecí en silencio, sin exigencias, ni preguntas, ni necesidades o confesiones. Esas podía tenerlas después. Así que cuando al cabo de mucho tiempo lo escuché pronunciar "¿sabes...?", para luego solo volver a guardar silencio, no le pedí que continuara. No tuve dudas, incluso. No tenía que decir nada más.

Sí. Sabía.

¡Hola, hola! Espero que estén teniendo un lindo domingo, espero también que el capítulo les haya gustado mucho. Eta vez no hay mucho que decir, solo un capitulo más ligerito. Espero que les guste mucho. <3 

Nos leemos el próximo fin. 

Xx, Anna.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro