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21

Las ramitas secas crujían al sentir mi peso a cada paso sobre ellas. De haber podido, me hubiese gustado ser un poco más silencioso. En momentos así, deseaba incluso ser capaz de parar por completo el sonido de mi aliento, alborotado por el andar apresurado que me conducía a las entrañas del parque hasta el Jardín de las Estatuas. Me aferré una vez más a los tirantes de la mochila a la espalda, volteando cada pocos segundos bajo la creencia, siempre errónea, de haber escuchado algo unos pasos por detrás. Técnicamente, no tenía razones de peso para entregarme de ese modo a los brazos de la paranoia; en la práctica, no estaba seguro de qué tan buenos fueran Evan y Dylan en cuestiones de mantener la boca cerrada. Y aunque supieran cómo hacerlo, no me constaba que Paul no tuviera a alguno de sus tantos ojos siempre por ahí.

En realidad, muy pocas veces había escuchado de un topo echando de cabeza a alguien en Purple, o en cualquier otra pandilla de la ciudad. Una parte de mí estaba seguro de que temíamos más por todas esas leyendas y el miedo infundido, que por los hechos verdaderos de lo sucedido en la oscuridad del barrio y los callejones más desiertos. Pero no quería ser la excepción.

Algo que Dylan y Evan no sabían por no haber crecido donde yo, por no pasar su adolescencia jugando a todas esas estupideces, era que cada tanto se debían dar unos sustos para que el resto aprendiera cómo se hacían las cosas. Y ellos las habían estado haciendo muy mal.

En pleno corazón del invierno, el jardín ya se encontraba desnudo. Sin follaje alguno sobre los árboles que bloqueara la luz del sol blanco que, a medio día, estaba en su punto. Faltaban solo semanas, si no era que días, para que comenzaran las nevadas y todo pasara de ese aspecto marrón y húmedo a uno seco y pálido. Cuando llegué a la estatua del ángel, Evan ya estaba ahí.

No podría haber dicho si el vaho de su boca era vapor de su aliento caliente al contacto con el aire frío, o solo el humo del cigarrillo que, tan pronto verme, bajó entre dos dedos a la altura de su cintura. Mientras me acercaba, aproveché a pasar la mochila de mi espalda al pecho e ir abriendo el cierre y poder hacer el intercambio tan rápido como resultara posible. No hubo saludo de su parte, y por supuesto que tampoco de la mía; no obstante, contrario a otras ocasiones, levantó su barbilla en un gesto de bienvenida que era lo suficientemente cordial para saber que ya no quedaban ganas de seguir discutiendo por todas las cosas que ya era demasiado tarde para cambiar o para que siguieran importando.

Me cubrí apenas detrás de la base de la estatua, que nos juzgaba desde su altura, mientras yo le pasaba uno de los paquetes envueltos en cinta y él los acomodaba dentro de su propia mochila, debajo y detrás de los libros que llevaba y eran, con toda seguridad, solo señuelos. No tardamos más de dos minutos, no me quedaba más mercancía suya, aunque no era tanto así el último asunto por resolver.

Antes de que tuviera la oportunidad de recordarle nada, me hizo un gesto para que esperara y se metió la mano libre en la bolsa del pantalón, de donde sacó un pequeño fajo de billetes sostenidos por una liga; todos de a dólar. Extendí la mano para tomarlos, con una cautela incluso mayor que antes y les saqué la liga con la intención de comenzar a contarlos.

—Son cincuenta —murmuró, como si quisiera ahorrarse la espera y le ofendiera la duda; aún pese a su mala mirada, yo conté cada uno de los billetes antes de corroborar que, en efecto, era la cantidad que él decía—. Te dije.

—Prefiero asegurarme.

Metí el fajo dentro de mi mochila y me la volví a echar al hombro al tiempo que levantaba la mirada al ángel. Di una respiración profunda, llenándome los pulmones del aire frío, antes de suspirar todo fuera de mi sistema. Cuando estaba por darme la vuelta para marcharme, su voz me sorprendió dirigiéndose hacia mí. O hacia el parque, como si yo no estuviera justo en frente. No lo habría podido adivinar de haberlo intentado lo suficiente.

—Ve solo todo lo que no debería... —Por la dirección de su mirada, estuve seguro de que se refería a la figura andrógina que se cernía con su biblia sobre nosotros—. Me pregunto si lo sabían cuando la pusieron ahí. Que sería una vigilante, me refiero.

—Tal vez. Sin culpa y miedo, la gente no sabe cómo comportarse. —Me pregunto si habrá visto mi mirada. La gente era él, y era yo; y quizá todos nuestros conocidos en común. Esto éramos con culpa y miedo: drogas, tristeza, suciedad, desesperanza. Sin temor, habríamos sido mucho peores—. Necesito el resto del dinero la próxima semana.

—Solo te puedo ir pagando de cincuenta en cincuenta.

Suspiré, no era que quisiera acomodarme del todo a sus comodidades, pero sabía que no era que tuviera muchas más opciones a mi disposición. Me encogí de hombros, tratando de hacer parecer como que no me afectaba antes de volver a hablar.

—Me da igual mientras no dejes de pagar. Aquí, la próxima semana.

Asintió y, sin decir una palabra más, cada uno nos fuimos por nuestro lado.



Por la tarde, el frío no se sentía igual de cruel sobre la piel de la cara como por la mañana. O tal vez era yo quien se hallaba acalorado, pues la expectativa empezaba a comerme las entrañas. Luego de ir un par de veces más a la tienda de cómics y no tener la suerte de encontrarme a Dan en ella, era hora de intervenir más de cerca a sus hijos.

Me senté a la entrada de la preparatoria hasta que sonó la campana del final de las clases, y aguardé con una paciencia más bien endeble a que todos los adolescentes salieran del edificio en oleadas que, en realidad, dificultaban bastante la tarea de distinguirlos los unos de los otros. Todos me parecían más bien iguales.

Entonces, por fin sucedió. Y deseé en ese momento haberme hecho un espacio de pararme frente a la escuela mucho antes, pues fue distinguir la cabellera castaña de Joe, bajar la mirada, y encontrarme también con la aflicción que le cruzaba el rostro. Conocía muy bien esa expresión de mejillas coloradas y la boca fruncida, era la misma que mostraba siempre que trataba de contener el llanto. Nunca la había visto andar así, hecha pequeñita con la cabeza casi hundida entre los hombros, avanzando a las prisas. Detrás de ella, Tyler.

En un primer momento, la intención realmente había sido observar. Pero ver su boca moviéndose detrás de mi hermana, sin ser capaz de escucharlo desde la distancia, aunque imaginándome muy bien de qué iba toda su palabrería, fui totalmente consciente de la manera en que la sangre empezó a hervir dentro de mis venas. Antes de darme cuenta, ya estaba de pie y avanzaba por el césped del patio delantero en su dirección.

—...si de cualquier forma ya te comportas como una prostituta.

No entendí el contexto, tampoco me preocupé por averiguarlo.

La primera en notar mi presencia fue Jo, que levantó la mirada para encontrarse con la mía, y vi transformarse sus ojitos frente a mí con una rapidez impresionante. Primero la sorpresa, después el pánico. Antes de que tuviera tiempo de pronunciar una sola palabra, de detenerme o voltearse para advertir al muchacho que la seguía, pasé a su lado y le estampé la palma abierta en el pecho, tomándolo en un puño por la camiseta y arrastrándolo fuera de la corriente de chiquillos para aparatarlo de la multitud. Por un instante no supo ni lo que estaba sucediendo, solo se dedicó a tropezar siguiendo el camino que marcaban mis pasos. Una vez que su espalda hizo contacto con el muro de la preparatoria, ni los ojos de ciervo en carretera me hicieron tentarme el corazón.

—Repíteme lo que estabas diciendo. —No hubo presentaciones, pero estuve bastante seguro de que comenzaba a entender lo que estaba pasando, pues con una desesperación casi infantil miró por encima de mi hombro para buscar la ayuda de la persona que unos segundos atrás se comía viva.

—Por favor suéltame, no le dije nada —tartamudeó, sus mejillas eran más pálidas que la cal.

—No seas marica, Tyler, me vas a repetir, palabra por palabra, lo que estabas diciendo. ¿Quién se comporta como prostituta?

Las manos de Jo se envolvieron en mi brazo, mientras me pedía que lo dejara en paz. Ella, al igual que el resto de curiosos que alentaban su andar para enterarse de lo que sucedía al pasar a un lado, retrocedieron con solo una mirada de mi parte. Advertencia silenciosa de que ese día, en ese momento, ya no me sentía de ánimos para ser cuestionado y mucho menos por uno de ellos.

El miedo y la rabia eran dos emociones que, con frecuencia, podían coexistir a la perfección dentro de una persona. Había estado ahí. Reconocí mi propia mirada en la de aquel adolescente que llevaba el pánico en los ojos, pero las ganas de escupir sus verdades una tras otra en la manera en que apretaba los dientes y tensaba la mandíbula. De haber sido diferente la situación, quizá me habría ablandado un poco ser capaz de interpelar una versión de mí mismo en ese silencio forzado, pues no eran las escasas las ocasiones en las que me había tenido que tragar una a una mis palabras para salvarme el pellejo. Y quizá le habría perdonado sus estupideces si con quien se hubiera metido fuese conmigo. Pero, para su mala suerte, era Jo a la que hizo pasar por un martirio. Eso yo no me sentía capaz de perdonarlo.

Afianzando incluso mejor la tela de su camiseta en mi puño, lo presioné con más fuerza contra la pared de ladrillo, y me acerqué a él con la intención de que dejara de desviar su mirada entre mi hermana y yo y se concentrara solo en mí.

—En lugar de meterte con ella, mejor cuestiona al enfermo de tu papá... —siseé muy bajito, lo suficiente para que él y nadie más que él, me escuchara. No sabía si el resto de compañeros de Jo conocía la historia, y por si sí o por si no, no iba a ser yo quien regara el chisme por ahí—. ¿Piensas que ella o cualquiera va a buscar a un tipo de su edad por gusto? Si se parece a ti, no lo creo. Mejor ve y pregúntale qué hace queriendo cogerse adolescentes.

»Y escúchame muy bien esto... —de pronto, mi voz se transformó en un susurro hecho y derecho—: mejor que le dé vergüenza y se aleje, ¿me escuchas? Porque sino voy a ir a verlo en persona. No sabes de lo que soy capaz, no lo averigüen.

Era una amenaza, me alegró que lo entendiera. Fue soltarlo y sostenerle la mirada suficiente para que observara a su alrededor antes de salir corriendo como alma que llevaba el diablo; en poco tiempo, con suerte y tras algunos rumores, acabaría dándose cuenta de que no mentía. Para mi último periodo de estudiante en ese lugar, mi mala sangre y la saña que le metía a mis peleas no era un secreto, bastaba con una sola persona se enterara para hacer que no volviera ni a mirar en dirección de Jo y, si Dan era lo suficientemente listo o se preocupaba por su cría, seguiría el ejemplo de Tyler.

Estiré los dedos de ambas manos para deshacerme de las tensiones, también del cosquilleo urgente de darle un puñetazo que le desviara de por vida la naricita recta a ese chico, y cuando volteé detrás de mí para buscar a Jo, me encontré solo.

Me aferré a la mochila en mi hombro, procurando no evidenciar de más lo perdido que me sentí de pronto, sin el subidón de ira y sin mi hermana a la vista. Volteé a todos sitios, tratando de encontrarla entre la multitud, cavilando la posibilidad de que se molestara y hubiera decidido regresar sola a casa cuando yo ya estaba ahí, sin decirme. Supuse que me esperarían días de silencio y me pregunté por qué, ¿no fue ella quien me pidió, en primer lugar, que me encargara de ese chico y de su hermana a la que aún no conocía? Quizá al hacerlo en ese sitio, de esa manera, había ido un poco más lejos de lo que ella quería o necesitaba.

Pero cuando me estaba dando por vencido y asumiendo de una vez cómo haría para que me perdonara por ello, por encima de las cabezas de todos los adolescentes que apenas hacían su camino hacia la calle, al estacionamiento o en dirección a los autobuses, distinguir la cabellera castaña de Jo escaleras arriba, en la entrada de la escuela. No iba sola. A su lado, Mich me observaba también de vuelta con una expresión consternada.

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