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Mich.
Solo existía un trecho de cinco lunas entre nuestro encuentro y aquel momento. Era casi hilarante. Me bastaron nada más ciento veinte horas de ser consciente de que él y sus ojos grises iban por el mundo, para que la regularidad con la que las cuatro letras del nombre que llegaba importunando en mi no-tranquilidad se tornara en un problema tan incómodo e imposible de ignorar que la etiqueta de una camiseta nueva dándote comezón en la nuca.
En ocasiones no era tanta la molestia. Era sencillo pretender que no picaba demasiado al estar en casa, al fin y al cabo, tampoco me exigía mucha atención si lo único que podía hacer al matar las horas, que siempre eran muy largas al ocultarse el sol, era perder la mirada al otro lado del percudido cristal de la ventana, en la oscuridad de una noche que casi nunca mostraba estrellas, pues la espesura de las nubes no le daba tregua al pueblo una vez muerta la primavera. Articular en silencio la única sílaba de su nombre, demorándome en la 'm' y remarcando la 'ch' resultaba bien si necesitaba arrullarme antes de dormir.
Mas no era lo mismo en los momentos donde era mi obligación estar despierto al ahora y así conseguir recordar qué pedido era correspondiente a cuál de las cincuenta y tres mesas durante las pesadas jornadas de trabajo. Mucho menos cuando después de varios infernales meses, por fin había conseguido el truco para ganar poquito a poco el favor de la estricta mujer que mi jefa llegaba a ser. Luego de no solo haber derramado una bandeja con un par de bebidas al darme un encontronazo de frente con uno de los clientes, sino cometido el error de confundir, sin querer, el plato de las hamburguesitas tamaño infantil de la mesa veintiuno; hecho derivado en una triada de ejecutivos sin saber cómo proceder con panes tan pequeños como sus palmas y un grupo de niños jugando con los espaguetis y los camarones, pude ver en sus ojos reaparecer la inmutable mirada de hastío que siempre me profesaba. Al menos esa vez sí me la gané a pulso..
Algo era seguro, y no era necesario ser un genio para darse cuenta: ella aguardaba a que yo cometiera una última equivocación magistral a fin de poseer así la excusa perfecta de echarme a la calle sin ninguna clase de remordimiento y, por supuesto, sin ser increpada por sus propios superiores. No estaba en posición de permitirme que eso sucediera y quedarme sin empleo de nueva cuenta, y no se trataba nada más de mi desmedida renuencia a darle la razón o, peor aún, el gusto; sino que ese trabajo, incluso con sus bajas y bajísimas, con el cansancio que me tendía sobre los hombros y el horario que estaba seguro era una nueva forma de esclavitud y explotación moderna, era mi eterno pretexto a la hora de excusar todo el tiempo que yo pasaba muy lejos de casa.
Además, perderlo hubiese llevado también a suspender de forma indefinida esos ahorros de tantísimos meses justo cuando por fin comenzaban a hacer tangible la posibilidad, en algún momento idealista, pero cada vez más lógica, de sacar a Joanne de aquel sitio antes de que las cuatro paredes que nos resguardaban por la noche se tragaran sus ilusiones al igual que lo hicieron con las mías.
No, de ninguna manera.
Era mi absoluto deber concentrarme en qué era lo que me conservaba con vida, lo que significaba, asimismo, parar de una buena vez con la estúpida manía de dibujar aquellas cuatro letras en el polvillo de la cornisa por las tardes, en las servilletas del restaurante en mis minutos libres y sobre las superficies de a todo sitio a donde iba. Mich, era el momento de dejar de montar toda esa pila de patéticas ideas alrededor de una interacción que con suerte acarició los dos minutos.
Seamos honestos, al final no te conocía nada más allá del nombre. Estaba sobre la mesa la posibilidad de que resultaras siento un tipo aburridísimo, que me dejaras harto hasta la saciedad una vez nos encontráramos de nueva cuenta con la intención vernos las caras; o que fueras una persona desagradable y punto. Sin tanta ciencia. Muy triste resultaba ya de por sí sangrar todas mis horas esperando con tanto entusiasmo un martes cualquiera, que en otras circunstancias no me hubiese representado otra cosa que el día de descanso. Sumarle las extrañas e inoportunas ilusiones era tan solo la cúspide de la patetiqués. Así que me mentalicé: «sacarás a Mich de tu cabeza. No, no le digas por su nombre. Empecemos de nuevo. Sacarás a ese tipo de tu cabeza hasta el martes, entonces irás, lo vas a odiar, aceptarás el libro que te dé por mera cortesía y el miércoles volverás a esa biblioteca; entonces le dejarás el ejemplar al bibliotecario con la instrucción de que se lo regrese en tu nombre. Con suerte, después de eso, no tendrás que volver a verlo en tu vida».
De esa forma era mejor para los dos.
Cerré el trato con la voz de la razón en mi cabeza, asentí en silencio y luego, al cabo de haberlo ya postergado un buen rato, me dispuse a acercar el oído a la puerta de entrada al departamento. Aguardé un par de segundos y cerré los ojos, con la marcada intención de reconocer cualquier sonido al otro lado antes de disponerme a atravesar el umbral. Ni siquiera los años consiguieron arrancarme de la piel dicha costumbre; estaba tan arraigada en mí que no podría dejar de hacerlo nunca sin importar a dónde fuera. Y era tan, pero tan comprensible, que los vecinos ya no me miraban con extrañeza cuando, de pura mala suerte, dejaban sus casas irrumpiendo en mi pequeño ritual a mi llegada del turno en Alloro's.
Uno de los primeros miedos que recuerdo dando vueltas en mi cabeza, en las ocasiones que soy capaz de rescatar aunque sea un poco de mi memoria infantil y magullada, surgió tiempo antes de que Jo llegase a este mundo. Es nada más ese detalle el que me permite darme un aproximado de que fue a los cinco, o tal vez seis años, que me comenzó a causar un terror sofocante la idea de que mis padres se matasen a ellos mismos o entre sí.
Jamás fui capaz de salvar un recuerdo completo que fuese más allá de momentos, imágenes que ni siquiera llegaban a ser segundos enteros. Y aunque quizá fuese mejor de esa manera, siempre guardé la sospecha de que, de poder salvar el conjunto de un todo, tal vez hubiese sido sencillo entender mejor las cosas durante los dieciséis años que me separaban de ese entonces a los veintiuno.
Pero no, todo lo que me quedaba eran escenas cual ráfagas de luz, como una película muy caótica para seguirle la pista: el puño de Diane sosteniendo un cuchillo corto de cocina con tanta furia que los nudillos se le tornaban blancos, y un degradado en negro. El rostro de Adrien teñido en rojo por el enfado, smash cut. Ella mordiéndole los brazos, rasgando su cara. Él golpeando la puerta, dejando un orificio del tamaño de su mano en la madera; lanzando un vaso que caía al suelo hecho añicos luego de explotar contra la pared. Mi madre encerrándose en el baño de su habitación con el cuchillo aún en mano, mi padre golpeando la puerta con su palma bien abierta. «No hagas ninguna estupidez», le rogaba desconsolado, con el peso de su cuerpo rendido contra el marco. Las luces de una patrulla, sonrojando las insulsas paredes blancas de la casa con su bermellón y su cerúleo. El palo de la escoba partido a la mitad a un lado de la entrada, la habitación pequeña hasta la asfixia.
Son breves destellos que suceden de noche, aunque nunca llegué a saber si eran parte de una sola o de varias que mi mente decidió agrupar, con el objetivo de que así yo pudiera creer que no era habitual sentir tanto temor.
No sé de dónde aprendí que matarse a sí mismo era algo que las personas eran capaces de hacer, pues estoy seguro de que para entonces la palabra 'suicidio' no formaba parte de mi reducido vocabulario; sin embargo, siempre que mi madre en su cólera se encerraba en algún lugar, yo rezaba por que no fuera eso lo que hiciera. A esa edad me pensaba capaz de negociar con Dios: «por favor, que no le pase nada. Haré lo que tú quieras».
Tampoco era consciente de que un humano podía matar a otro, al menos no fuera de las películas que rentaba Adrien con el fin de verlas juntos, sin embargo, recelaba la posibilidad de que eso se hicieran cuando Diane tomaba el cuchillo o cualquier cosa pesada que estuviera al alcance de sus manos; o él comenzaba a golpear los muros, diciéndole que se callase, no obstante ella en lugar de hacerlo tornaba más provocativos sus hirientes insultos en su dirección, llevándome a temer que lo hiciera perder la cabeza, la alcanzara y la asesinara a golpes.
Nada más eso puedo recordar: el terror, no el miedo, ante la idea de que nuestro departamento se convirtiese en el testigo de un crimen que yo lloraba por las noches aún si no había sucedido. Eso, y los gritos que se lanzaban el uno al otro. No su contenido, solo la rabia, la furia, los alaridos tan altos que deforman voces, rasgan el aire y desgarran gargantas; siempre entremezclados con mejillas sonrojadas y ojos vidriosos.
A eso estaba reducida mi memoria: breves instantes. Trozos de vidrio roto que, como sospeché y confirmo ahora, no servirían jamás para formar de nuevo un espejo. Islas que nunca terminarían de conectarse.
Si bien es cierto que no era necesario levantar dichos puentes entre recuerdos encapsulados para que yo supiera, de una u otra forma, que de ahí derivó mi desidia cada vez que de volver a casa se trataba. Por supuesto ya no era lo mismo que tantos años atrás, dado que mucho había llovido desde entonces; además, Diane no era tan violenta al pelearse con James como lo fue alguna vez con mi padre. Pero James bastaba por los dos, unas por otras.
En aquella ocasión todo estaba en silencio.
Al abrir la puerta me encontré a Jo sentada a mitad de la sala de estar; no era poco usual vislumbrar su cabello enmarañado y grasiento, la camiseta tres tallas por encima de la suya manchada de comida y el mismo pijama que usaba por semanas seguidas. La recuerdo con el control de la play en las manos y los ojos irritados de tanto mirar la pantalla del televisor.
La saludé, intuyendo por su concentración que esa oportunidad no iba a ser una en la que se dignaba a devolverme el gesto. Por su parte, obtuve un «no te atravieses», dicho a modo de gruñido cuando salté frente a ella los cables del control, antes de que agregase―: Mamá nos dejó para que preparemos sopa.
―¿Tú ya comiste?
―Me comí unas galletas en la escuela. ―Presionó con ímpetu del necesario los botones del mando, en su intento de que Leon se librara de unos cuantos zombis antes de volver a prestarme atención―. Y me compré un jugo.
Remembro la hora que encontré al ver el reloj: veinte para las ocho.
―¿Nada más? ―Se giró a mirarme por un instante, como preguntándome qué otra cosa quería que comiera. Suspiré―. Recoge la sala, llévate tus cosas a tu cuarto y barres mientras te hago la sopa, si mi mamá llega y ve que no has hecho nada nos va a joder a los dos. Córrele.
―¿Tú no vas a comer?
Mi estómago rugió ante su pregunta―: No tengo hambre.
¡Hola, buenas! ¿Qué tal su fin de semana? Espero que bien.
Aquí les dejo el segundo capítulo. Como se habrán dado cuenta, las actualizaciones tendrán lugar los fines de semana, no puedo asegurar por completamente si sábado o domingo pero uno de los dos.
Espero que les guste. <3 Como siempre, ¿qué les parece, qué impresiones tienen? Cuéntenme. Ojalá los temas no se vuelvan demasiado densos.
Hasta el próximo fin, los amo.
Xx, Anna.
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