17
Al asegurar, apenas un par de minutos atrás, que era de hecho un gran bailarín, Mich no dijo una sola mentira. Si bien no llegaba a ser un sujeto demasiado estrafalario con sus movimientos en la pista de baile, de alguna manera era capaz de que cada acción de su cuerpo, por pequeña que esta fuese, se adecuara a la perfección con la música que ocupaba todos los rincones del sitio. Y, por otro lado, estaba yo. Los primeros minutos fui incapaz siquiera de despegar un centímetro los pies del suelo, demasiado tenso y apenado para arriesgar aunque fuese un poco; él, como era su costumbre, se percató del momento exacto en que era hora de rescatarme. Era tan bueno que decidió que esa noche yo iba a aprender a bailar y él sería quien me enseñase cómo.
No estuve seguro con toda certeza de cómo fue que lo hizo, la manera en que consiguió que me relajara lo suficiente para pasar por cualquier cosa que no fuese un maniquí recién salido de fábrica cuando el baile consistía en algo muy distinto. Quizá se trató del instante en que se percató de que yo era incapaz de dejar de observar a nuestro alrededor, a las decenas de cuerpos que nos rodeaban por todos sitios, y para distraerme colocó su dedo índice en mi barbilla y me invitó a dejar de verlos a ellos como un animalito deslumbrado para darle mi atención a él y a nada ni nadie más.
—¿Quieres que te cuente cuál es el secreto del baile? —preguntó, acercándose a mí para no gritar y que de todos modos yo pudiera escucharlo. Me estaba sonriendo con la mirada y yo no fui capaz de emitir sonido alguno por un instante. Mich, pese a mi falta de respuesta, continuó—. Divertirte, Illy. Nada más. Esto no es ballet, aquí de lo único que se trata bailar es de pasarla bien.
—Entonces, ¿si me divierto voy a bailar mejor? —Por el tono, la pregunta y mi expresión resultó evidente que bromeaba; él lo sabía, sin embargo, negó con la cabeza despacito para responder con toda la paciencia del mundo.
—No puedo prometerte que eso vaya a suceder, pero sí que al menos no te vas a comer la cabeza y que nos la vamos a pasar incluso mejor. —Antes de que siquiera pudiera pensar en objetar algo al respecto, una de sus manos se deslizó por mi costado hasta mi espalda baja, donde sus dedos se anclaron con firmeza, y con un solo tironcito me acercó a su cuerpo lo suficiente para tener que pasarme el repentino nudo en la garganta tragando saliva—. Tú solo déjate llevar, te juro que a nadie aquí le interesamos ni nosotros ni cómo bailamos.
No conseguí identificar si en serio le creí, o nada más se trató de que la cercanía de su cuerpo y el siempre embriagador aroma de su colonia surtieron el efecto que ya identificaba a la perfección: noquear cada una de mis neuronas funcionales lo suficiente para apagar la cordura durante un buen rato. No importaba, en realidad, así que me solté tal y como me pidió que lo hiciera.
Al ritmo de la música bailamos tres, cuatro, diez canciones; tal vez muchas más. Bebimos entre cada una de ellas, no siempre alcohol, de vez en cuando también del otro con un pico fugaz que era tan inocente y casi de amigos que solo cumplió con la función de embriagarnos tantito. Con cada minuto, segundo, pareció que nos olvidamos un poco más de las inhibiciones naturales que aún existían entre nosotros y de las cuales estábamos anhelando deshacernos.
No en todo momento bailamos cuerpo a cuerpo, con una cercanía que de haber llevado solo un poco más allá hubiese terminado por resultar obscena; eso no fue necesario para continuar juntos a cada instante. En todo momento hubo un puente entre nosotros, ya fuera su mano sosteniendo la mía o la mera conexión de nuestras miradas, siempre que la luz colorida y estrambótica lo permitía de esa manera.
Antes de darme cuenta empecé a divertirme en serio, a cantar aquellas canciones cuya melodía reconocía de algún sitio que no recordaba y sonreír de una manera en que no lo había hecho en años, quizá. Las mejillas y pómulos llevaban el mismo malestar que las plantas de los pies, y ni siquiera eso fue capaz de detenerme. Aquella noche, justo a medio camino de una agradable entonación que no llegaba a convertirse en borrachera, los cantos desafinados tanto suyos como míos y el cruce casual de nuestras existencias, no me sentí tranquilo, en paz o libre del otro yo y del resto de voces que se mantenían al acecho con sus millones de '¿y sí...?' todos los días. No estuve nada más absuelto del malestar punzante e invariable, sino que recordé con una autenticidad abrumadora lo que era estar contento; aunque sospechaba que, tal vez, lo estaba siendo de verdad por primera vez en la vida.
Cuando salimos de ahí y ya nos encontrábamos en nuestro camino a su casa, la música continuó, aunque en aquella ocasión a su cargo. Ahora lo que escuchábamos era rock, no pop, y si bien ahí no podíamos bailar, sí mover la cabeza al ritmo de la batería, como si no existiera otra cosa mejor que hacer en la vida.
La noche estaba helada, nosotros muy acalorados. El trayecto lo recorrimos con todas las ventanas del auto abajo, disfrutando como nunca de los últimos vientos otoñales antes de las nevadas revolviendo nuestro cabello y palideciéndonos los labios. Por las calles no rondaba un alma, tampoco autos; atravesamos el pueblo casi volando y, en algún instante, Mich hizo aquello que yo deseé hacer más temprano aquel mismo día: me tomó la mano y entrelazó nuestros dedos, mientras que con la otra continuó aferrado al volante. No fue un momento ceremonioso en lo absoluto, hubiese detestado que fuera así, lo que me hizo feliz fue que no lo pensó, solo actuó.
Lo que aleteaba en mi estómago tenía que ser felicidad, no podía ser otra cosa.
Al llegar a su hogar descendimos del vehículo tan rápido como subimos en primer lugar, atravesamos juntos el jardín delantero y la entrada. Fue Mich quien cerró la puerta detrás de nosotros para luego recargarse un instante sobre su superficie. No hizo amago alguno de alcanzar el interruptor de la luz y, por supuesto, tampoco lo hice yo, por lo que durante un instante solo estuvimos los dos mirándonos el uno al otro en medio de la penumbra absoluta, viéndonos a la cara tanto como la luz argenta de la luna a través de las cortinas vaporosas nos lo permitía. Sonriéndonos y llamándonos sin abrir la boca.
Luego de tanto ruido estruendoso, el sonido de nuestras respiraciones intranquilas era opacado nada más que por el del profundo silencio de la madrugada.
Tal y como sucedió no mucho tiempo atrás en el lago, no fue necesario ni siquiera decir o hacer preguntas. No se trató de intuición de los deseos del otro tampoco, sino de una simbiosis tan repentina y maravillosa que dejó espacio para una sola opción. Nada más. Ambos lo sentimos. Fue Mich quien se enderezó sin separar la espalda de la puerta de madera y echó su cabeza para atrás, hasta que la coronilla se encontró también con la superficie; no obstante, quien se acercó fui yo. Y lo hice porque él, aún sin emitir palabra alguna, me invitó a hacerlo, a invadir su espacio personal para respirar los dos el aire de la misma burbuja. Sobre sus hombros reposé las manos, mis pies hallaron sitio entre los suyos y el ponerme de puntitas para conseguir alcanzar su boca fue una pertinencia necesaria.
No fue solo que me recibiera ahí contra su cuerpo, sino que echó candado a nuestro contacto y no me dejó otra alternativa que no fuese quedarme. Me sostuvo tal y como lo había hecho en la pista de baile, aunque en esa ocasión con ambas manos, el doble de ímpetu empleado en su agarre. Quizá no se tratase de fuerza meramente dicha, sino de un ánimo crudo que invitaba a desaparecer cualquier ápice de duda, así como el espacio para un solo átomo entre nuestros cuerpos. Si era honesto, no podía querer nada más; si Mich ponía atención, no tendría que decírselo. No con palabras.
Quedó claro que los dos estábamos al tanto de lo que iba a suceder, pues ese fue el mensaje implícito desde la vez en que acordamos que pasaría la noche en su casa. Para qué más si no. A pesar de ello, en los días posteriores a la llamada no me digné a pensarlo a profundidad, pues aunque sí que deseaba que sucediese, eso no evitaba que me embargaran unos nervios enfermizos que parecían haber convertido todas mis tripas en hilos tensos de cobre. No existía en Mich una sola cosa que no me encantaste, si me refería a lo físico, y la posibilidad de no llegar yo a encender lo mismo en él me destrozaba la cordura si me permitía meditarlo por más de un microsegundo. En ese momento ya no tuve miedo; supe que los dos corríamos en una sola dirección.
Me lo gritó su cuerpo.
Lo contaron las manos inquietas, los labios hambrientos y su lengua curiosa; esa respiración que compartimos cuando nuestros pulmones se encendieron en fuego y ardieron exigiendo su pronto alivio. También esas reacciones de su anatomía que, al estar tan cerca de la mía, no se pudieron disimular al presionar sobre mi abdomen. Nunca antes, hasta ese momento, estuve con alguien como él; que me atrajera tanto de una forma que resultaba magnética, que subyugaba toda voluntad y razón habitando en mi cabeza. Deseaba que me quitara la ropa, yo deshacerme de la suya. Tan próximos nos encontrábamos el uno del otro que me temí que podía leerme la mente, seguro lo hizo; o tal vez intuyó mis dedos revoltosos que comenzaban ya su camino en son de complacer mis deseos.
Antes de conseguirlo, me privó de sus besos. Mis labios se antojaron fríos sin los suyos, y algo aún más profundo se sintió vacío sin su contacto.
«¿Y ahora que lo hemos probado, cómo vamos a vivir sin él?», murmuró bastante preocupado el otro yo. Le respondí que no sabía. «Tal vez podamos, pero no queramos. Ahí estaba el asunto, me temía que aunque podría, ya no desearía hacerlo. No sin él.
Antes de que el otro yo se pusiera a llorar, y yo con él, la voz de Mich nos arrulló—: Vamos a la habitación.
Ir al segundo piso se me antojaba lejísimos cuando ahí teníamos a nuestra disposición la puerta, el suelo, el sofá. En el lago estaba listo para hacerlo sobre la madera, por lo que la alfombra tampoco me parecía una mala opción. A pesar de todo no me quejé, ya que no era que no quisiera estar en su cama, sino que era un desesperado sin remedio. Lo dejé tomar mi mano y conducirme por las escaleras; el eco de sus pasos detrás de mí concordaban con el latir acelerado de mi corazón no solo ante la expectativa, sino a todas las revoluciones que me corrían por las venas.
La planta de arriba estaba tan o más oscura que la primera, y pese a ello, me guio de tal forma en que no me choqué contra ningún mueble de camino a su recámara, la cual, y ni siquiera iba a fingir que no, sí me moría por conocer.
Cuando entramos ahí, el sitio no era diferente a cualquier otro dormitorio común y corriente; aunque para mí resultaba mejor en todos los aspectos. Su cama era muy amplia y estaba bien tendida, sin una sola arruga en las sábanas. Repartido por el lugar también tenía un espejo y un perfume en una mesita, acompañado de libros y una taza blanca repleta de plumas y lápices. Su mundo me parecía tan fascinante solo porque le pertenecía. ¿Qué se sentiría si él guardase también en sus cajones una foto tuya, alguna camiseta de tu pertenencia en su clóset? Que permitiera que desordenaras un poco su espacio con el tuyo.
Me hubiese gustado indagar más, curiosear en los cajones, encerrarme un rato entre sus abrigos para impregnarme de su olor, pero Mich sacó de raíz todos los pensamientos dentro de mi cabeza tan pronto estuvimos los dos atrapados entre esas cuatro paredes. Se abrazó a mi cuerpo desde atrás, aferrando sus manos a mi cadera y recorriendo sus labios por mi cuello de tal forma que supe que lo demás era secundario. Terciario. Que ni siquiera interesaba.
Me arrancó de lo más profundo de la garganta un suspiro tintado del deseo más natural, que fue impulsado por una llamarada que exigía ser sofocada cuando antes si no estaba buscando que ocurriese un desastre. Ansioso por las sensaciones que me recorrían el cuerpo, traté de llevar las manos a mi camiseta para echarla al suelo, no obstante, las suyas se aferraron a mis muñecas y me detuvo antes de que concretase mi idea.
Estuve muy cerca de protestar, sin embargo, su voz se transformó en miel goteando sobre mi oído cuando me susurró muy despacito que no teníamos prisa.
No lograba procesar del todo la manera en que su aliento me incapacitaba si lo derramaba en las zonas adecuadas, que de alguna forma él podía reconocer por mera intuición, incluso cuando yo mismo no las identificaba. Era fascinante. Me enloquecía su calma agitada, si eso tenía alguna clase de sentido; las caricias lentas acompañadas por apretones en la piel ante la necesidad contenida de ir más rápido.
La última vez que me acosté con alguien antes de Mich, fue bastante meses previos a conocerlo, quizá se cumplía incluso el año. Fue con un cliente del restaurante, un tipo que estuvo coqueteando conmigo durante toda su comida y a la hora de irse me dejó no solo una muy buena propina, sino también su número de teléfono. Era atractivo, no guapísimo cuál actor de Hollywood, estaba bien a secas, aunque no era muy mi tipo; pero en ese momento, como en tantos otros, si se ajustaba a mis gustos o no tampoco importaba demasiado. Desde chico siempre tuve claro que a veces el sexo no era necesariamente un medio de obtener placer, sino una vía idónea para otras cosas. En mi caso, me ayudaba aunque fuese un rato con los pensamientos que menos me gustaba que rondaran mi cabeza. Me hubiese metido con cualquiera que me tratase con un mínimo de decencia y cumpliera su función de darme silencio mental.
Luego de pensarlo unos días lo llamé desde un teléfono público y quedamos para vernos. Me llevó a un motel pequeñito y algo oscuro de higiene dudosa. No hubo mucha conversación, ni hablar del juego previo; apenas cerró la puerta, se bajó los pantalones y me pidió que me hincara. No terminé de procesar su petición cuando mi cabello ya estaba entre sus manos, que de un tirón me llevaron de rodillas al suelo. Estuve ahí con suerte cuatro, tal vez cinco minutos, luego terminó sin avisarme y me aseguró mil veces que por lo general eso no le pasaba. Regresé a casa sin haberme quitado ni la sudadera, con un gusto desagradable en la boca y una sensación incontrolable de desconexión de mí mismo.
Luego de esa tarde mi líbido se marchó por completo. Incluso cuando me esforcé por encontrarlo de nuevo, la idea de ser tocado me asqueaba muchísimo. Entonces Mich se me cruzó en el camino, y aunque temía que fuese a ser lo mismo, no tardé en darme cuenta de que con él las cosas jamás eran iguales. Siempre dolían menos. O no lo hacían.
Me giré para encararlo, quería que besara de nuevo. En ese punto resultó evidente que era capaz de leerme los ojos, pues le bastó mirarme un segundo a estos antes de que el rostro se le iluminara en una sonrisa. Tomó mi cara entre sus manos y volvió a bendecirme con el milagro de sus labios.
No me percaté ni de en qué momento llegamos a su cama aún vestidos por completo, aunque sin que eso nos impidiera exigir el cuerpo del otro como si no fuese así. No era nuevo sentir su peso sobre el mío, pero ahí, en ese instante, fue diferente a lo ya conocido.
Quién sabía cuánto tiempo estuvimos ahí sin ir más allá, solo con él entre mis piernas y mucha mezclilla en donde ya no soportábamos que hubiese nada. Le pedí, aunque quizá supliqué, que se quitara la camisa y el pantalón; Mich se apartó unos centímetros para preguntarme muy incrédulo si acaso lo que salió de mi boca fue un 'por favor'. Eso le gustó, pues me pidió que lo hiciera de nuevo. Dejó de lado las preguntas que yo creí que haría, esas con las que soñé más noches de las que le confesaría jamás. No existió un solo "¿te gusta?" o "¿quieres?", muy por el contrario, me pidió que yo se lo dijera. Era claro que no esperaba síes y noes, en ocasiones se detuvo y no continuó sino hasta que me orilló a expresarle que deseaba que siguiera, que disfrutaba cuando hacía x o tocaba y.
La manera en que se comportó conmigo me hizo sentir de formas que yo no conocía y que se encontraban muy por encima de cualquier otra cosa que hubiese experimentado antes. Eventualmente, aunque no sin hacerme rogar mucho por ello, no quedó nada entre ambos, además de una adoración tan desmedida que no supe cómo no resultó abrumadora.
Los besos comenzaron en la boca y se extendieron a todo sitio donde hubiese piel; los esparció por mis mejillas, mi frente, la punta de la nariz. Me besó hasta los párpados con una delicadeza impropia de un ser humano. Me encerró entre sus brazos, acarició mis costados, delineó con las puntas de los dedos mis costillas; mordió mi abdomen, mis muslos. No estuvo ni cerca de dónde, por experiencia, los otros apuntaban siempre toda su atención y aun así yo me encontraba listo para dejarme ir si él me lo pedía. Antes de que eso sucediera, supliqué una vez más, en esa ocasión porque se detuviera, pues anhelaba mostrarle que yo igual era capaz de venerarlo.
Esa noche descubrí que no existía algo que disfrutara más que el sabor de su piel en mi lengua o la gravedad de su voz al pronunciar mi nombre entre suspiros, como un lamento.
Cuando ninguno de los dos quiso aguantarlo más, Mich estaba sentado y yo sobre su cuerpo; y si bien eran sus manos las que se aferraban a mi cadera y su boca en mi garganta la que me provocaba a mí, me otorgó todo el control. Era solo mío. Me asaltaron mil relámpagos por la piel cuando, al cabo de cierto esfuerzo, ya no fue posible distinguir entre su cuerpo y el mío; dónde empezaba el otro.
Me pidió cosas que nunca nadie antes: que no cerrara los ojos, deseaba que lo mirase de vuelta. Tal vez eso fue lo que me orilló al precipicio a una velocidad mayor, pues la expresión en su rostro no mentía y nuestros cuerpos mucho menos. También me llamó de maneras en las que no estaba acostumbrado, dijo que era precioso y no estaba de acuerdo en si era verdad, aunque por una noche me permití creérmelo.
Al terminar los dos estuvimos demasiado exhaustos como para levantarnos y tomar una ducha, incluso cuando teníamos bastante del otro sobre el cuerpo no nos importó, acordamos que lo haríamos al salir el sol.
No me era ajeno el sexo estando enamorado de alguien, mucho menos sin estar involucrados en lo absoluto con mi compañero, sea quien fuese. Pero que me abrazaran y acariciaran mi cabello mientras yo aún temblaba sobre las sábanas era algo que nunca experimenté. Sentir placer en el acto era lo usual, sentirme también querido fue muy distinto.
Antes de que me quedase dormido, Mich me dio un beso ya falto de pasión, aunque bastante desbordado de todo lo demás.
Qué extraño fue ser consciente de lo enamorado que estaba de él.
¡Buenas, buenas! Espero que estén teniendo un lindo día, Illy y Mich ciertamente lo están (ah). Espero que el capítulo les haya gustado, sé que es uno de esos en los que están más calladitos de lo normal en los comentarios, pero yo sé que están ahí y los quiero tanto como siempre.
PREGUNTA, ¿les gustaría que hubiese extras de esta historia? ¿Ya sea narrados por Illy o Mich que cuenten partes del pasado?
Nos vemos muy pronto, bebés.
All the love.
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