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13

Me alejé del callejón en zancadas tan amplias como mi miedo en ascenso; pronto, apenas doblar la primera esquina, las mismas menguaron de una rápida caminata a un trote ansioso y, después, en una carrera contra una realidad que me mordía los talones. Las personas que avanzaban por mi costado y también las que iban montadas en sus autos por la carretera volteaban las cabezas al verme pasar con esa cara de espanto pintada por todo el rostro, lo noté, mas no me importó. Poco podía preocuparme la forma en que casi escuchaba la palabra 'loco' cruzarse por sus mentes, pues solo era capaz de pensar en seguir avanzando. Corriendo. Huyendo.

No estuve seguro de cuánto tiempo lo hice, la cantidad de cruces atravesé sin mirar a los lados bajo la amenaza punzante de ser atropellado por un conductor despistado. Quizá, en el fondo, algo así buscaba; pero incluso si era mi muerte, ya sabía yo que esta jamás venía de la manera en la que lo deseaba. Me detuve cuando el fuego se apoderó de mis pulmones y el humo de dentro me robó el aliento; me interné en otro callejón, el primero que se me cruzó en el camino, aunque antes de tener la oportunidad de tomar una bocanada de aire para sofocar el incendio vomité sobre el concreto.

Mi estómago estaba vacío, aquella mañana no tuve tiempo de desayunar cuando Jo me invitó a sentarme con ella para tomar un cereal, así que todo lo que salió de mi boca fue una bilis amarillenta que me dejó en el paladar un gusto amargo de pánico revuelto con la necesidad asfixiante de desaparecer del planeta. Me doblé sujetando mi estómago con una mano y aferrándome a la pared con la otra para mantener el equilibrio. Con el primer respiro sobrevino otro rechazo de mi sistema al mismo, así que estuve ahí tal vez cinco o diez minutos, hasta que ya no pude expulsar nada y mis arcadas fueron solo eso.

Todo mi cuerpo se acalambró por el esfuerzo, así que me apoyé en el muro y respiré un momento, cerrando los ojos y golpeando la parte trasera de mi cabeza sobre el ladrillo, con la esperanza de provocarme una contusión lo suficientemente grave para no tener que lidiar con nada de lo que pasaba a mi alrededor.

No sucedió.

En cambio, cuando la niebla se disipó de mi mente, recordé la dirección en la que corría y su nombre se me cruzó por la cabeza. 'Mich', lloriqueó el otro yo y estuve a punto de hacerlo junto con él. ¿Me habría demorado mucho? Esperaba que no, en ese instante no hubiese podido lidiar con la idea de perderlo, cuando en medio de todo el caos fue el único pensamiento que no temblaba dentro de mi cráneo. Su nombre fue el único que permaneció quieto y estable, incluso más que el mío. Entonces retomé mi camino hasta la biblioteca, suspirando de alivio al verlo ahí, frente a la puerta principal, recargado en su auto observando a los lados.

Pensé que tal vez jamás me acostumbraría a ver a una criatura de su calibre esperar a por una del mío.

Me envolvió en un abrazo breve, no supe cómo expresar que necesitaba mucho más que eso. Temí que fuese demasiado pronto, o muy íntimo, mirarlo a los ojos y decirle: "no me sueltes, por favor, aún no". Deseaba, aunque tal vez la palabra correcta era 'necesitaba', aferrarme a su cuerpo de la misma manera en que lo hacía a los buenos sueños cuando tenía la suerte de soñar con ellos: como si mi vida dependiera de ello. Dentro de mí bailaba la urgencia imperiosa por esconder el rostro en su pecho, perderme en la textura del algodón de su camiseta o aspirar su aroma tan distintivo desde la curva de su cuello. No lo hice, me alejé cuando él me soltó. Antes de decir nada más, frunció el ceño y me dijo, muy serio: "estás pálido".

De haberme preguntado si vi un fantasma yo hubiese negado con la cabeza: "no, un fantasma no, un demonio quizá". Muy por el contrario a eso, Mich no pareció tomarlo como una broma. Sostuvo mi rostro entre las manos y lo movió con la mayor delicadeza que yo hubiese visto a alguien manipular cualquier cosa; como si estuviese tratando no con un ser hecho de hueso y piel, sino con las alas frágiles de un pajarillo o una mariposa. Después me apartó el cabello de la frente y colocó su palma ahí mismo, cerciorándose de mi temperatura. Me sentía frío, tan frío, aunque estaba seguro de que no tenía fiebre; él lo verificó un segundo después.

—¿Te sientes bien? —indagó sin soltarme.

Aquel gesto me llenó de una inexplicable ternura, aunque igual me embargó de un sentimiento abrumador que provocó un nudo en mi garganta. Antes de que me diera cuenta mis ojos estaban llenos de lágrimas y yo luchaba con todo mi ser por no derramar una sola de ellas, aunque era complicado cuando ni siquiera recordaba la manera adecuada de respirar. Asentí, y ya que no era estúpido, no me creyó.

Me murmuró un suave "ven" y antes de que yo pudiera procesar lo que me había dicho, colocó una de sus manos con gentileza sobre mi espalda y me condujo hasta su auto. Abrió la puerta para mí, me ayudó a entrar en el lado del copiloto y luego hizo lo propio del otro. Encendió la calefacción del auto y después buscó mi mirada.

—¿Qué sientes? —repitió, esta vez dándome a entender que no aceptaría una mentira por respuesta—. Si no me dices qué pasa te voy a llevar al hospital, porque me estás preocupando.

¿Cómo iba a explicarle cualquier cosa? Me alegraba de al menos haber parado a vomitar en mi camino hasta la biblioteca, pues de otro modo los mareos hubiesen sido tan terribles como cuando salí del callejón. Mínimo lo peor del ataque había pasado ya. Los nervios me jugaron una treta tan mala que, por unos minutos, supe que debía llorar cuanto antes para liberar la presión que de otro modo terminaría por explotar, no obstante, frente a Mich no pretendía hacerlo. Aún con ello, me alegraba de haber ido en su dirección y no en contra. De no encontrarme con él, estaba seguro de que hubiese vuelto a casa para tirarme de la azotea de una vez por todas.

—Estoy exhausto —respondí, lo cual no era una mentira.

—¿Quieres que vayamos al médico? —Estaba más que listo para arrancar el auto y llevarme al hospital del centro, pero yo negué con la cabeza—. ¿Entonces? ¿A tu casa?

—No. —La respuesta llegó incluso antes de que yo tuviera la oportunidad de pensarla, lo que lo descolocó y no se molestó en disimularlo—. A cualquier lado, a casa no.

Pude ver en su mirada que no estaba muy seguro de qué sucedía, no obstante, que si eso le pedía eso haría. Asintió y no dijo más, sino que encendió el auto y lo colocó en marcha sin decirme a dónde y yo tampoco pregunté. No me puse el cinturón de seguridad ni reparé en hacerle alguna clase de conversación, en ese momento me resultaba imposible, solo me hice un ovillo en el asiento y abracé mis rodillas mientras me concentraba en su mano sobre la palanca de cambio. Ver sus dedos tensarse y destensarse con cada movimiento me distrajo lo suficiente como para no ponerme a pensar en lo jodido que estaba y las pocas oportunidades que tenía de librarme limpio de todo eso.

No sé en qué sitio me perdí, pues no divagué mucho al ceder bajo la vibración del motor mientras atravesamos decenas de calles que no vi. No me quedé dormido, pues en todo momento mi vista se mantuvo fija en él, aunque tampoco existió un pensamiento más en mi mente. Tal vez aquello se hubiese tratado, de hecho, de una forma del otro yo para protegernos de mí mismo, pues como le diese más vueltas al asunto terminaría abriendo la puerta y lanzándome del vehículo en marcha.

Volví en mí al detenerse al auto. Me enderecé apenas un poco para ver por fuera de la ventana, pero no reconocí la calle en la que nos encontrábamos, debía ser alguna zona del pueblo que yo no conocía como tantos otros. Entonces, luego de un segundo de saber que no serviría de nada, volteé a mirarlo en busca de respuestas que él me dio muy pronto.

Bajó sin decir palabra alguna y rodeó para ayudarme a hacer lo mismo; una de sus manos se aferró a mi costado mientras que la otra a mi codo. Yo, pese a todo, aún podía caminar correctamente y, sin embargo, aprecié tanto su gesto que no me vi capaz de negarme, tampoco quería hacerlo, si era honesto; su cercanía era reconfortante. Me trató como si fuera un animalito débil, algo que debía cuidar y no me molestó; claro, me hizo sentir extraño el sentimiento de vulnerabilidad que dejó en mí, aunque eso podía soportarlo.

—Dijiste que tu casa no... —explicó, mientras me conducía al portal de una de esas construcciones suburbanas en las que ni yo ni ninguno de mis amigos habíamos vivido nunca—, así que te traje a la mía. Espero que no te moleste.

Aquella información me despertó un poco más, pues en cuanto buscó entre sus llaves para abrir la puerta y me invitó a dar un paso dentro antes que él, supe que tendría que controlar el deseo de observar todo con un gusto algo maníaco.

No sabía de qué forma esperaba que luciese su casa, pero no me decepcionó. Podía verle ahí pasando sus tardes después de sus jornadas en la escuela.

Era claro que la decoración no era suya, sino la que venía con el sitio cuando su madre se la heredó, pues los muebles, pese a encontrarse en un estado impecable, presumían un estilo pasado de moda antes de que yo naciera, de seguro. Y aún con todo, el sitio tenía su toque. Los cuadros que adornaban las paredes no era cursis bodegones de frutas, como demandaba el estilo del lugar, sino bellas fotografías a blanco y negro que le daban el contraste de antiguo y moderno a su hogar. También, la mesa de madera tenía al centro una figurilla plateada retorcida que no podía ser adquisición de una familia de los años 60 o 70; ésta reposaba junto a un maletín y varios libros.

Ahí dentro no había rastro del frío de fuera, sino que era muy cálido y acogedor. No tuve que pensarlo demasiado para darme cuenta de que se trataba de él, pues las casas de sus vecinos debían ser congeladores. Era solo su presencia la que parecía llenar todo de ese sol veraniego que nunca aparecía en nuestro pueblo.

Me condujo hasta la sala y me invitó a sentarme en uno de los dos sofás que había ahí, aunque uno parecía más bien un diván que era, de hecho, quizá lo más moderno de todo el salón.

—Si quieres acuéstate, voy a traerte un té, ¿de acuerdo? —No supe por qué me lo preguntó, ya que se fue antes de que le diera ninguna respuesta.

Mich me dio permiso de acostarme, sin embargo, no pude hacerlo pues toda la situación me tenía un poco tenso. Ni siquiera supe si se trató de algo en serio una mera formalidad, aunque de cualquier forma no pude darle demasiadas vueltas pues seguía ahondando en lo que más me inquietaba: ¿por qué, de todos los lugares, decidió llevarme ahí? Tal vez era que mi estado en ese momento no era ni de cerca el indicado para salir a un sitio público, donde llamaríamos la atención más de lo que nos tendría tranquilos a cualquiera de los dos y el lago quedaba muy lejos.

No disimulé la curiosidad que me provocaba su casa, desde mi sitio me dediqué a echarle un vistazo más profundo a todo aquello que me rodeaba. En el salón tenía una televisión un poco más grande que la que había en mi departamento, aunque tampoco era de las generaciones más nuevas, como las de muchas personas. A pesar de ello, en ese mueble en el que reposaba no era ni de cerca el objeto que llamaba más la atención.

La televisión estaba sobre un librero que se extendía a su alrededor por todos sitios, mismo que lucía lo que intuí tendrían que ser cientos de volúmenes y que en la parte baja presumía una enciclopedia de algo que no alcancé a leer muy bien. Conociendo su profesión, me pregunté si serían suyos o que ya hubiesen estado con la vivienda cuando llegó, como parecía ser el caso de todo lo demás.

Me levanté, con cuidado de que mis pasos no llamasen la atención por una extraña vergüenza a ser el factor ruidoso en un lugar tan silencioso, y me acerqué a inspeccionarlos más de cerca. Me despertaron una curiosidad mayor de la que lo hacían los títulos en la biblioteca, tal vez por las enormes posibilidades de que estos pertenecieran a Mich, lo que quería decir que le gustaban. No era fanático de los libros, pero así como los cajones, estaba seguro de que los libreros revelaban mucho de las personas.

Recuerdo mi infancia en la casa de la abuela, la madre de mi padre. Ella también tenía libreros, no uno, sino varios, por todos sitios de su casa. Uno, cerca de su estudio, tapizado de enciclopedias de historia del arte; me gustaba ver esos y a ella le complacía que los hojeara; me deleitaba ver las fotografías de cuadros y estatuas de los cuales era aficionada. Otro, en la planta alta en donde las visitas no tenían tan fácil acceso, atiborrado de lo que con la edad me enteré eran novelas rosas. Libros anchos con portadas que poseían parejas muy acarameladas. En su habitación uno más pequeño, presumía biblias y textos religiosos.

Los libros de mi abuela sabían quién era mejor que muchos en la familia: una artista, una romántica, una fanática.

De tenerla conmigo más tiempo, me hubiese gustado preguntarle cosas. Sabía más que ningún otro en aquella casa, pero pocas veces alguien se molestaba en escucharla. Recordaba bastante bien la forma en que le decían que se callara, o directamente la ignoraban como si no estuviera ahí. Yo prefería mil veces más escucharla a ella hablar de los textos judíos que estaba estudiando antes que a mis tíos y primos contar, entre risas, sobre sus malos modos de manejar la ira.

Luego de su muerte y la de mi abuelo, que sobrevino poco después debido a la tristeza pese a que no recuerdo un día de no verlos gritar y pelear, ese lado de la familia no volvió a juntarse. Lo cual fue más bien liberador, pues mi padre siempre hablaba mal de sus hermanos a tal punto que también yo llegué a despreciarlos, aunque extrañé a mis primos muchos años.

Tiempo después me enteré de que uno de ellos murió en un hospital luego de un accidente en motocicleta, llegó en coma y al cabo de unos días los médicos anunciaron muerte cerebral; el otro estaba recluido en una clínica para adictos. No me sorprendió ninguno de los dos; el primero siempre fue imprudente, gen que parecía rondar la sangre de toda la familia; el otro comenzó a meterse cosas antes de cumplir los quince.

Aunque la situación era lúgubre, siempre me divirtió pensar que a lo mejor era alguna clase de maldición familiar que se arrastraba desde generaciones atrás.

Comencé a recorrer los títulos uno a uno, aunque ni ellos ni los lomos me decían mucho; podrían tratar de cualquier cosa. Me sentí tentado a sacarlos para leerles aunque fuese la contraportada, pero creí que quizá era un poco maleducado desordenar el librero de una persona la primera vez que vas a su casa. Además, Mich me había invitado ahí por cortesía como para que yo anduviera tan tranquilo tomándome mis libertades.

—Sé que no siempre soy muy claro, pero nunca creí que mis 'siéntate' y 'acuéstate' se escucharan como 'levántate' y 'ponte a caminar'. —Su voz a mi espalda me sobresaltó, y cuando me giré lo encontré con una sonrisa divertida mientras negaba. Me hizo un gesto para que volviera a mi sitio y ni siquiera se me pasó el no seguir sus instrucciones.

Me acomodé en el sillón y en la mesita frente a mí dejó una taza humeante; al inclinarme para verla más cerca me percaté de que su contenido era de un color ocre bastante brillante y bonito. Subí la mirada hasta él, articulando un insonoro 'gracias' a lo que él respondió con un ademán. La mantuve un par de segundos en mis manos para calentar mis palmas antes de levantarla y beber con cuidado su contenido; el mismo era dulzón y bastante agradable, aunque no pude identificar de qué se trataba.

Por encima del filo de la taza le vi moverse por la sala de estar hasta tomar su sitio en el lugar junto a mí, no apartó la vista en ningún segundo así que me vi obligado a ser yo quien lo hiciera, pues me llenaba de pánico irme a encontrar con sus ojos y no sabía muy bien por qué.

—¿Puedes contarme qué pasa? —cuestionó, luego de varios minutos en silencio. Yo fingí continuar un par de segundos más, incluso después de haberme acabado el té.

Cuando seguir pretendiendo que quedaba algo que beber en un vasito tan pequeño era una estupidez, lo dejé sobre la mesa y no me molesté en disimular la incomodidad que me provocó su pregunta. Enredé los dedos de las manos y presioné los labios en una línea muy fina, previniendo que el otro yo quisiese ponerse a divulgar intimidades.

—¿Confías en mí, Illy? —Su voz era tan suave. Me gustaba un montón cuando hablaba así. Algo se me removió en el pecho y me obligó a levantar la cabeza para verlo a los ojos; tan pronto como los encontré supe que en eso no podía mentirle. Asentí—. Cualquier cosa que me digas, se queda aquí, ¿de acuerdo? Si no estás listo ahora mismo, lo entiendo, pero quiero que lo sepas. Sé que tal vez no nos conocemos de mucho, pero si necesitas algo y puedo ayudarte, aquí estoy.

Me pregunté si acaso él sabría lo increíble y bello que era eso que me decía, así que busqué en su mirada algún indicio que me dijera que era así, que él lo sabía, pero no. Sus ojos continuaban cubiertos con ese velo de preocupación y autenticidad que no vi jamás en ninguna otra persona. Estaba seguro de que era mucho mejor que no lo supiera.

Pese a ello y la impresión de que era demasiado bueno para ser cierto, me embargó una tristeza muy profunda. No adiviné cómo combatí el llanto o el nudo en la garganta, supuse que después de aquel día se trataba sólo de que ya no quedaba en mí nada por ser desechado. Con un miedo terrible de su respuesta, tuve que hacer la pregunta que llevaba dando vueltas por mi cabeza mucho tiempo.

—¿Qué impresión tienes de mí, Mich?

Pareció no comprender mi pregunta al inicio, pues ladeó la cabeza y su mirada se tiñó de consternación. Luego, pasados unos segundos, se removió en su asiento y tomó una profunda respiración antes de comenzar a hablar.

—Pues... no estoy seguro. Creo que te veo como un chico tranquilo, calmado, algo muy despistado, podría apostar a que no duermes mucho, y no sé qué es lo que te pasa por la cabeza la mayoría del tiempo, pero sé que nunca te tengo conmigo por completo. Puede que tenga la mayor parte de tu atención, sin embargo, tus ojos parecen siempre estar en otro lado. —Comenzó, y no supe cómo sentirme al respecto—. A veces te ríes, haces bromas, cuentas cosas, me sigues muy bien la conversación, sin embargo, incluso en esos momentos continúas pareciendo... no lo sé, ausente, triste si quieres llamarlo así. Y no sé por qué sea, pero sé que solo he visto una vez esa sombra irse por completo y ha sido maravilloso.

Me sorprendió porque jamás pensé que alguien, sobre todo él, pusiese en mí un análisis de ese tipo. El que yo hacía de los demás. De él, en particular. Con tal precisión que podía inferir algunas cuantas cosas sin que me las hubiese dicho. Por ejemplo, aquellas manchitas casi imperceptibles que se extendían por el dorso de su mano como si fuesen estrellas, lucían muy diferentes a los lunares tan preciosos; pasó mucho tiempo al sol sin bloqueador, pero sus manos eran suaves, por lo que no fue en duros trabajos como los de un comerciante o un hombre dedicado al campo. Se trataba de baños de luz por mera relajación.

La forma en la que caminaba, con los hombros bien echados hacia atrás, la espalda recta y la barbilla siempre viendo al frente; era seguro, no le atemorizaba que la gente lo viese. Tenía clase, además; aunque eso se reflejaba más en aquellos ademanes de esas manos suyas. La mera forma en que tomaba las cosas, sin sujetarlas de forma torpe o brusca y vulgar.

Y bastaba con echarle un vistazo de los pies a la cabeza para darse cuenta de que aunque era un hombre atlético, su estado físico era el producto de abundantes años de actividad intensa que llevaba mucho tiempo de haber bajado el ritmo. Se veía bien, más que bien, envidiable incluso. Yo hubiese muerto por tener ese cuerpo, aunque no estaba muy seguro de si en mí o para mí. Pero ya no era uno de gimnasio.

No era la clase de personas que guardaba muchos secretos, pues me había llevado a su casa. Yo no invité jamás a nadie a la mía, ningún amigo conocía mi habitación, mi sala. Era confiado, inocente, quizá.

—¿Y si no fuera tan bueno y tranquilo? —indagué, curioso de ver su primera reacción a mi planteamiento. Ver la manera en que la idea se le metía en el cerebro y manchaba su imagen de mí, esa tan triste aunque bonita.

Al cabo de poco, respondió—: ¿Mataste a alguien?

Una sonrisa se me escapó sin permiso y desembocó en una floja carcajada; ¿cómo era que pudiese hacer de mis momentos trágicos algo más suave con solo tres palabras? Tendría que parar si no deseaba que eventualmente no pudiese arrancarlo de mí. Negué con la cabeza.

—Entonces lo que sea que haya, no creo que sea tan grave.

—¿Y si te dijera que lo he pensado? —Aquello tampoco lo medité.

—¿A mí?

—¡Por supuesto que no!

—En ese caso sigo opinando que no es tan grave.

—¡Hablo en serio!

Me quedó claro que me estaba tomando el pelo, y aunque para mí era un tema importante, aprecié de sobremanera que colocara todo ese empeño en hacerme reír, pues lo consiguió. Supe que era ese su propósito cuando un relámpago de satisfacción le cruzó la mirada tan pronto no pude contenerme.

—Yo también —respondió, moviéndose en su sitio para poder verme de frente—. Illy, todos hemos deseado matar a alguien. En la escuela me pasa todo el tiempo, algunos adolescentes me sacan de mis casillas y termino de dar clase como 'Dios santo, lo estrangularía con el cable de sus audífonos'; pero es solo la frustración. Eso no te hace una mala persona, mucho menos hace que en serio vayas a matar a alguien.

Bajé la mirada, asintiendo con la cabeza.

Supuse que tenía razón, todos fantaseaban con ello en algún momento u otro. No supe cómo explicarle que para mí no se trató de un pensamiento fugaz, aunque sí producto de la rabia.

Mi familia cargaba sus antecedentes con la explosividad; tenía muy presente aquella vez que mi primo, el adicto, se peleó con mi tío en la casa de la bisabuela. A pesar de ser alto, no llegaba a serlo tanto como su padre; además de que era escuálido, mientras que su progenitor pasaba más horas en el gimnasio de lo que lo hacía con él y su hermano. Pese a ello, no le flaquearon las palabras en el momento en que la discusión dio paso a los gritos; y tampoco le tembló la mano cuando convirtió todo aquello en algo físico y tomó el picahielo de la cocina. Esa era la clase de arranques en mi sangre. Primos que alzaban picahielos contra sí mismos y contra sus padres; madres que lanzaban tijeras a sus hijos; huecos de puños en los muebles, las puertas, las paredes.

Yo, deseaba creer, no siempre era tan reaccionario. Lo que no sabía si era mejor o peor.

En lugar de liberar los chispazos de furia, estos se atoraban en mi garganta y comenzaban a pudrirse hasta que envenenaban todo a su paso. Así que yo no corría en busca de un arma; lo pensaba por días, semanas, planeaba la forma en que entraría a la habitación y tomaría el revólver, me imaginaba si lo haría mientras dormía o de frente, viéndolo a los ojos.

Luego conocía al ser humano más encantador del universo y eso bastaba para limpiar las llagas infectadas, dejarlas secar a la espera de que alguien volviese a abrirlas de tajo y echase tierra en ellas.

No creía que Mich fantaseara con asesinar de esa manera.

Su mano sobre mi rostro fue lo que me trajo de vuelta. Su palma era fría, pero sus dedos acomodándose en mi cabello eran tan cálidos. Con la respiración atorada elevé la vista hasta sus ojos, que me sonrieron en cuanto conectamos una vez más.

—Te fuiste —murmuró con gentileza, no conseguí evitar el sonrojo de vergüenza. Como pude formulé un amago de disculpa que Mich rechazó—. Te perdono si me dices qué estás pensando.

Cuando me miraba de esa manera era complicado recordar lo que era la voluntad.

—Me preocupa no ser lo que esperas —confesé.

Me preguntó qué creía yo que él esperaba de mí y no supe qué responderle. No soportaba que me hiciera esos cuestionamientos que me acorralaban y me arrancaban las opciones, me hacían sentir más tonto de lo que ya era. Encogí los hombros a falta de salidas.

—Yo dejé de esperar cosas de la gente hace ya un buen tiempo, Illy. Las expectativas les dañaron tanto como a mí. —Su pulgar acarició mi pómulo—. Ya aprendí que las personas no pueden ser lo que deseas que sean, son lo que son y tú las aceptas o te vas, pero tratar de cambiarlas es un despropósito. No quiero que seas nada, quiero conocerte y que me sorprendas.

Él sí que me sorprendía.

—¿Puedo darte un beso? —pedí, y cuando me di cuenta de lo dicho no lo retiré.

Una milagrosa sonrisa se dibujó en sus labios.

—Claro que sí.

Esta vez no se acercó a mí, sino que permaneció muy quieto en su sitio, observando sin variación en su rostro el que sería mi próximo movimiento. La expectación que eso provocó me intimidó de sobremanera, no obstante, no planeaba retractarme. No cuando, de hecho, sí que deseaba hacerlo.

Llevaba días soñando con el lago, con ese beso suyo. Aquel contacto que surgió de una necesidad tan repentina y abrasadora que resultó tintada de un hambre inocultable. De fuego. Una hoguera encendida sin advertencias, preguntas o permisos. Los impulsos que te invitan a pensar con el cuerpo y no con la cabeza.

En la tranquilidad del momento, sus labios me recibieron sosegados. Los movimientos delicados le dieron a su boca una textura incluso más suave, sin apuros, más afectuoso que volcánico. Por ello, en esa ocasión, lo primero que deseé no fue en la espalda contra su sofá o su cadera en la mía; no me erizó la piel ni incitó necesidades físicas. Con ese no me removió algo a la altura de la bragueta, sino dentro del pecho.

Fue él quien terminó el contacto, cerrando con uno más corto y tierno antes de levantarse.

—Ya no te ves tan pálido —anunció, sonriente—, iré por más té, acuéstate mientras.

Y esa vez le hice caso. 

¡Hola, hola! Estamos de vuelta, con unos días de retraso pero no tantos KJDDFG. Pido perdón, en serio que sí. 

Hoy no hay preguntas muy específicas, solo preguntarles cómo están, qué les pareció el capítulo, cuéntenme lo que quieran contarme.

¡Nos leemos pronto!

Xx, Anna. 

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