45. Estar.
Mi pierna se sacude de arriba abajo haciendo que mi talón golpee insistentemente el piso mientras contemplo la enorme pantalla que guinda de la pared. En cualquier segundo anunciarán que Devon puede dirigirse a la fila de embarque para abordar su avión y no quiero que el momento llegue.
Me dolió más de lo que pensé verlo cerrar su maleta hoy en la mañana. Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que esto pasará y no había nada que pueda hacer para evitarlo, a pesar de que sepa que voy a extrañarlo no quiero hacer nada para evitarlo; va a marcharse y los siguientes meses nos los pasaremos contándonos nuestra vida a través de una pantalla, ansiando un reencuentro lleno de besos y abrazos.
Estoy feliz por él, saber que hará algo que le contente el alma contenta a la mía, pero miento si digo que las cuatro veces que ido al baño en esta última hora no fueron esperando que al regresar él ya no estuviera y no nos viéramos obligados a despedirnos.
Detesto las despedidas desde que tengo memoria. Sobre todo detesto la idea de que tienes que despedirte de aquellos a quienes quieres porque esa puede ser la última vez que lo veas, porque quizá ese sea el último beso que puedas darle o la última vez que lo tengas entre tus brazos.
Más que detestarla, me aterra.
Lo miro y sonrío al notar como su dedo soba mi mano, justo debajo del pulgar, como si inconscientemente supiera cómo me siento y buscara calmar los nervios que comienzan a enredarse dentro de mí como un manojo de lana.
—Necesito ir al baño.
Es la quinta vez que lo digo y aunque intente convencer a mi vejiga de que de verdad lo necesito, mi cerebro es más inteligente y se rehúsa a enviar una señal que la haga activar sus funciones.
—¿Otra vez? —Su ceño se frunce a la vez que esboza una sonrisa—. ¿Y si no estás aquí para cuando tenga que embarcar?
Justamente eso es lo que quiero.
—No me subiré a ese avión sin darte un beso, Ainhoa.
Ladea la cabeza, hace puchero con sus labios y el gesto me inmoviliza.
Durante mucho tiempo, sobre todo cuando era más pequeña, temía que a papá y mamá les pasara algo malo mientras intentaban ayudar a los demás. Jamás, ni siquiera una sola vez, me he despedido de ellos cuando se van a trabajar, que es algo que mamá me reprocha una y otra vez. Siempre he tenido la suerte de que han regresado sanos y salvos, pero sé que si en algún momento uno de los dos, o ambos, no regresara no me perdonaría jamás no haberme despedido por un miedo infantil que ni siquiera estoy segura de dónde nace.
—Bien, no iré —suspiro y él vuelve a sobar mi mano.
Quizá no lo sepa, pero su tacto consigue mínimamente desenredar la lana de mi pecho y a medida que los segundos pasan parece que lo que antes era un bollo sin forma comience a lucir más como un ovillo.
—¿Estás bien? —Arquea una ceja, un gesto casi imperceptible.
—Sí. —Asiento con la cabeza—. Solo que no me gustan las despedidas...
—Entonces finge que no lo estamos haciendo. —Sonríe de lado.
—Es imposible ignorarlo si estamos en un aeropuerto, tienes una maleta en mano y los ojos llenos de lágrimas.
—Si no quieres despedirte como tal no lo hagas. —Ladea un poco la cabeza—, pero eso no quiere decir que yo vaya a ignorar el momento.
La pantalla cambia su información anunciando que otro de los vuelos está listo para embarcar y mi corazón se aprieta.
Él se pone de pie y estira su mano hacia la mía. Me incita a ponerme de pie y luego me rodea con sus brazos. Juro que ahora mismo podría fundirme a él y a las cuatro chaquetas que lleva puestas.
—Esto no es una despedida. —Acuna mis mejillas en sus manos—. Te quiero.
—Yo te quiero más. —Arrugo la nariz.
—Recuerda avisarme cuando estés de regreso en Kihei —pide y ahora suena a que se está despidiendo.
Entierro ese pensamiento en el fondo de mi mente para poder ignorarlo.
—Lo haré, lo mismo tú cuando aterrices. —Lo sentencio con el dedo—. También quiero fotos, de todos los animales que veas, no lo olvides.
—Voy a ayudar a personas, no de safari, Nhoa —ríe y cuando yo lo contemplo enseriada trata de detenerse, sin embargo no puede—. Bien, le tomaré fotos a todos los animales, lo prometo.
—No dejaré que entres a casa si al regresar no traes al menos una foto que enseñarme.
—Voy a tenerlo en cuenta.
Vuelve a besarme y sonrío con mis ojos llenándose de lágrimas.
—¿Qué pasa? —pregunta en susurros contra mis labios.
—Voy a extrañarte.
—Y yo, pero no es para siempre. —Seca las lágrimas de mis mejillas con sus pulgares—. Cada noche, cuando mires la Luna, recuerda que yo también la estaré viendo. Estamos más cerca de lo que parece.
En realidad no, tengo que cruzar la mitad del pacífico, el ancho de un país entero y todo el atlántico en caso de que necesite verlo en persona sea cual sea la razón. Cerca está Kihei de Ho'okipa, no Hawái de África.
—Tenemos trece horas de diferencia horaria. —Arrugo el ceño—. Cuando tú veas la Luna yo tendré encima de mí un Sol capaz de partir todo el asfalto de la isla.
—No arruines mi romanticismo, se entiende el punto. —Arruga la nariz—. Cuando el sol se esconda para mí, sé que te estará iluminando a ti. Lo mismo en viceversa.
La pantalla se ilumina habilitando otro embarque y lo abrazo como si así pudiera retrasar el tiempo y retenerlo en este aeropuerto aunque sea un rato más.
No sé por qué me cuesta decirle tanto «adiós». Aunque lo de intruso lo hayamos dicho en broma, creo que en realidad le queda mejor de lo que pensamos; echó sus raíces en mi corazón, en mi vida y en todas partes y ahora que necesita sacarlas, duele.
—Voy a extrañarte —suelto al apartarme.
—¿Qué le dirías a la Ainhoa de hace tres meses que dijo que no se imaginaba siquiera viviendo conmigo? —Entorna los ojos—. ¿Te creería si le dices que vas a extrañarme?
Esa Ainhoa lo detestaba por la actitud arrogante que mantuvo durante los veinte segundos en los que intercambiamos palabras al conocernos, así que no. Esa Ainhoa seguramente se reiría en mi cara y hasta le molestaría un poco este sentimiento que tengo atorado en el pecho.
—Ni de broma. —Niego con la cabeza.
La pantalla vuelve a actualizarse y esta vez anuncia lo que he estado evitando las últimas dos horas.
Es real.
Está pasando.
Devon se va de la isla.
—Llegó la hora —dice y luego me regala una sonrisa que no permite que me rompa.
Me abraza y luego se dispone a dejar besos por todo mi rostro agarrándome fuerte por la cintura, como si no quisiera soltarme, pero lo hace y apenas sus manos me abandonan, mi piel ya ruega que regrese.
Es injusto que lo quiera tanto. Todavía me parece extraña la idea de regresar a Kihei, a nuestra casa, y que él no esté ahí. He vivido toda mi vida sin él y me parece ilógico que solo cuatro meses le hayan sido suficientes para hacer suyo todo lo que tuvo a su alcance.
—Te amo, Nhoa. —Me da otro beso antes de agacharse a tomar su maleta de mano.
—Yo más. —Le saco la lengua.
—Esto no es una despedida. —Sonríe.
—No, no lo es.
Deja un beso corto en mi frente antes de ponerse a caminar hacia la fila que han armado las personas con las que compartirá vuelo.
—Mira el sol, recuerda las flores y revisa debajo de la cama. —Voltea a verme por encima de su hombro riendo.
Mi ceño se frunce.
—¿Debajo de la cama? —pregunto, volteando a ver a la señora en el asiento de al lado que se encoge de hombros igual de perdida que yo.
Cuando desaparece por una de las puertas del aeropuerto suelto un suspiro pesado.
Es real.
Se ha marchado.
—¿Es militar? —pregunta la señora y yo enseguida niego con la cabeza—. Tienes suerte de que no lo sea... Mi esposo en el sesenta y ocho fue en una misión y jamás...él no...no regresó.
Agrando mis ojos y sin decir nada me doy media vuelta; no estoy de ánimos para escuchar semejante historia. Camino lo más rápido que puedo hacia la salida y apenas poner un pie fuera del aeropuerto busco a Haoa en el estacionamiento.
Si alguien pregunta, ambos negaremos haber estado dentro de la camioneta de Ikaia.
—¿Cómo te fue? —suelta nada más verme.
—Bien, ya se ha marchado. —Me encojo de hombros.
—¿Quieres seguir llorando? —pregunta cuando me subo a la camioneta—. Puedo poner la música tan alto que no se escuchará nada más que eso.
—No estuve llora...
Hace una seña hacia mis ojos antes de que termine de hablar.
—Pareces un mapache, Nhoa —ríe—. Se te nota a millas que estuviste llorando por tu noviecito.
Ruedo los ojos empujándolo suavemente por el hombro.
—Solo conduce.
Ya en la carretera me dispongo a apreciar el paisaje mientras escucho a Haoa cantar a todo pulmón cada canción que pasan en el estéreo; a veces me le uno y formamos un dúo de lo más desafinado.
Estaciona la camioneta junto a la casa, echa el freno de mano y la deja con la primera marcha puesta antes de bajarse.
—¿Para qué le haces eso? —Frunzo el ceño.
—Por la colina. Si el freno falla la marcha no dejará que el impulso la lleve hasta el océano. Si bien esta calle no es para nada inclinada, en calles como la de la casa de tus padres corres el peligro de dejar la camioneta y que cuando vayas a verla ya no esté.
Asiento alzado la cejas; todos los días se aprende algo nuevo.
Haoa camina a mis espaldas mientras me dirijo a la entrada.
—¿Quieres quedarte? —pregunto, metiendo la llave en la cerradura.
—No le avisé a mis padres y tampoco traigo mi celular conmigo...
—Puedes llamar desde aquí. —Me encojo de hombros.
—Ah, bien. —Asiente con la cabeza—. Entonces claro que sí quiero.
Al abrir la puerta, mis ojos se dirigen hacia debajo de la cama y sonrío al ver una caja celeste que antes no estaba ahí, pero que tampoco estoy segura de cuando apareció porque estuvimos juntos prácticamente la mañana entera.
—Hay que bajar al mercado de Nahele a comprar comida para esta noche —comento, dejando las llaves en el colgador de la pared.
Es una pequeña tabla de surf color durazno con franjas verdes que ahora custodia dos juegos de llaves.
—Yo iré —dice—. Hazme una lista y traeré todo.
Mientras escribo en un papel todo lo que necesitamos, mis ojos no dejan de regresar a la caja una y otra vez. Mis piernas quieren extenderse y darle la orden a mis pies para que caminen hacia allí y descubran que hay dentro de la caja.
No lo hago sino hasta que Haoa se ha marchado y estoy a solas conmigo misma.
Me arrodillo junto a la cama y tomo la caja entre mis manos. Hay una tarjeta debajo del lazo que pone «Para mi despeinada, de parte del turista con el mejor corte de cabello de toda la isla".
Sonrío al leerla.
Me siento sobre el colchón y desato el moño con cuidado para poder sacar la tarjeta. Al abrir la tapa veo una flor, es otra no me olvides y junto a esta hay una gipsófila, ambas de papel. Otra tarjeta descansa en el fondo de la pequeña caja, pero esta pone «Guárdalas porque estas irán al arco cuando nos casemos».
Sonrío negando con la cabeza y me dejo caer de espaldas sobre el colchón.
El silencio de la casa pronto me abruma, así que me pongo de pie y enciendo la televisión. Me meto a la aplicación de videos que ya venía instalada en ella y pongo la primera música que aparece en el feed. Acto seguido vuelvo a tirarme a la cama.
Mis ojos pasan por las estanterías llenas de libros viejos, por la madera gastada que guarda tantos recuerdos, por el gato encima de la tercera estantería que no tiene baterías y no puede mover su mano. Escaneo la sala completa y suspiro.
Es raro sentirme en casa no estando en mi casa, en la única que conozco desde que comencé a apilar recuerdos en mi mene. Hace unos meses esta era la casa de Devon, él pronto la llamó «nuestra» y de alguna forma me hizo sentir que ahora también es mía.
Estoy en los libros de Sommer que acomodé en la misma estantería del gato. Estoy en la cama a mitad de la sala, en el delantal rosa de la cocina, en el cepillo de dientes y la toalla amarilla con diseños de hibiscos morados.
Estoy en toda la casa.
Nuestra casa.
Nuestra, hasta que las flores se marchiten.
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