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38. Hale*.

Pasó un mes exacto desde la última vez que tuve noción del tiempo. Del cinco de agosto al cinco de septiembre no he hecho más que compartir mi tiempo, y básicamente mi vida entera, con Devon.

Un día en su casa, dos en la mía, tres en la suya, uno en la mía y así, pero siempre juntos.

La primera semana temí que estar todo el tiempo el uno al lado del otro fuera a cansarnos o aburrirnos y que acabara arruinando nuestra relación. Pero fue todo lo contrario, nos unió más; a fin de cuentas, la convivencia no era tan mala como pensé y con Adelyn e Ikaia fuera de la casa teníamos otra clase de libertades que antes no.

El lunes, para celebrar nuestro primer mes siendo novios, cenamos en la playa y luego, algo borrachos, pasamos la noche entera ahí. Dormir a la luz de la luna es un placer, pero hacerlo junto al aire fresco del océano, el sonido de las olas y la textura de la arena bajo tu piel no tiene comparación.

Hoy, por ser viernes, decidimos juntarnos a merendar en el restaurante. Fue una velada hermosa y llena de risas, o al menos hasta que Anne soltó un comentario que a Kenau no le gustó e iniciamos un debate tonto que terminó por dar fin a lo que hasta el momento había sido una buena noche.

Esta vez estoy del lado de Anne, los hombres siempre se han visto beneficiados en cualquier clase de deportes y el surf no es la excepción.

De todas formas, acordamos vernos más tarde en la playa y hacer las mismas tonterías de siempre; beber, surfear y bailar con la música a tope.

—Es una pena que no vayamos a surfear mañana —dice Kai desde el otro lado de la barra.

—Kenau tiene que descansar —le recuerdo.

El domingo harán una prueba de musculación para las competencias nacionales y si o sí debe haber descansado perfectamente el día anterior para rendir al cien por ciento.

—Podríamos ir los demás. —Se encoge de hombros—. Ya sé que es una mala idea, olvídalo.

—Ya encontraremos otro momento para bajar —comento a la vez que miro por encima de mi hombro en busca de Devon.

—Todavía no sale de la oficina de Kalea —dice Kai y al voltearme hacia él le sonrío—. ¿Cómo va todo con él?

—Perfecto —suelto y él sonríe de lado—. Me cuesta creer que hace un tiempo era un desconocido para todos y ahora...

—Es uno más de nosotros.

Vuelvo a asentir.

—Exacto.

Él hace una seña con las cejas hacia la puerta de la entrada y yo me volteo hacia allí creyendo que veré a Devon, pero no hay persona que se le parezca menos en el mundo.

En el umbral, una mujer de cabello castaño oscuro y preciosos ojos verdes contempla todo el espacio, arruga la nariz parándose en las puntas de sus pies para ver por encima de las cabezas de quienes están sentados.

—Reconoces a un turista nada más verlo —susurra Kai—. Cinco dólares a que consigo venderle un ron con piña como si fuera algo extravagante.

—Diez a que no —susurro en respuesta y él sonríe aceptando el reto.

Cuando comienza a caminar hacia la barra, Kai se remueve nervioso, limpia sus manos en su delantal y luego, casi a la velocidad de un rayo, mete unas cuantas rodajas de piña dentro de la licuadora.

—Disculpen —dice la mujer—. ¿Hablan inglés?

Kai y yo compartimos miradas antes de asentir.

—Perfecto. —Nos sonríe dejando ver sus dientes blancos y alineados como si perteneciera a un comercial de pasta dental—. Estoy buscando a Dominique.

—¿Y Dominique es? —inquiere Kai, intentando recabar un poco más de información.

Yo sé quien es.

—¿Busca a Devon? —Mi ceño se frunce.

—¿Devon? —Pestañea varias veces como si le costara comprender el nombre—. Sí, a él.

—¿Devon se llama Dominique? —Kai me mira confundido y yo asiento repetidamente.

La puerta de la oficina de Kalea se abre y los tres volteamos a ver en esa dirección. Devon sale riendo de la oficina y apenas su mirada tropieza con la de la mujer sus ojos parecen oscurecerse y la sonrisa que antes iluminaba la habitación ahora se consume en la misma oscuridad.

La contempla enseriado, noto como la mira de arriba abajo, su ceño se frunce un poco y cuando sus ojos pasan a los míos no hace falta que diga nada más.

Esta mujer es su madre.

Debí saberlo.

Traga grueso y sin mediar palabra alguna sale del restaurante, esquivando el cuerpo de su madre que ni siquiera intenta detenerlo.

Tomo mi bolso de encima del taburete, lo cuelgo a mi hombro y corro detrás de él. Me preparo para echar la maratón de mi vida, sin embargo, al salir lo encuentro recostado de espaldas contra una de las palmeras de la entrada.

—¿Nos vamos a casa? —pregunta, sonriendo.

Es una sonrisa fingida, lo sé.

Me acerco a él y lo abrazo. Deja que su rostro se pegue a mi cuello mientras mis brazos rodean el suyo y al apartarse besa mi piel.

—¡Dominique! —llama la mujer.

—Vamos a casa, Nhoa.

Toma mi mano y no necesita tirar de mí para que me ponga a andar a su lado. Siento los pasos de la mujer detrás de nosotros y me lleno de ira. ¿Qué hace aquí? ¿Qué mierda quiere? ¿Por qué después de tanto?

Pronto nos metemos en el sendero y al voltear sobre mi hombro veo a su madre subiéndose a una camioneta en medio de la arena.

—¿Estás bien? —Sobo su mano con mi pulgar como si así pudiera quitarle el dolor que tiene dentro, ese dolor que me transmite su mirada.

—Sí, pero caminemos rápido, por favor. —Su ceño fruncido, no por enojo, sino por angustia es señal de que en realidad no está bien.

El sonido del motor a nuestras espaldas se hace presente y es cuestión de segundos para que nos alcance. Frena junto a nosotros, que sin importar nada seguimos caminando, y baja la ventanilla.

—Dominique.

El tono frío al decir su nombre, la seriedad de su rostro, todo en ella me hace repudiarla.

—Por favor, Dominique.

Aprieto la mano de Devon y él me mira, vuelve a regalarme una sonrisa fingida, pero sus ojos no mienten.

—¿En serio vas a quedarte en este lugar? —pregunta su madre, volviendo a acercarse con el vehículo—. No creas que no vimos los gastos de tu cuenta, sabemos que compraste la casa de Ikaia...

Él se detiene y yo, no muy segura de si debería hacerlo, también.

—Es mi cuenta, es mi dinero, es mi vida. —Pronuncia cada palabra como si le quemara la garganta—. No te metas, mamá.

Reanuda sus pasos y enseguida ella vuelve a alcanzarnos.

—¿Puedes detenerte y hablar conmigo?

Devon traga grueso, sus ojos se posan en mí y veo como poco a poco se cristalizan. Mira hacia el cielo, las aletas de su nariz se abren y se cierran en un intento de contener las lágrimas. Vuelvo a apretar su mano.

—Estoy aquí, Devon. No voy a ir a ningún lado. —Sonrío y él me devuelve el gesto.

Ahora una sonrisa de verdad.

—No sé qué quiere. —Su voz está rota.

—¿Quieres hablar con ella? —pregunto y él se encoge de hombros—. Si eso es lo que quieres esperaré aquí, no te preocupes.

Con el dorso de mi índice quito una lágrima que corre por su mejilla.

—Te quiero, Devon —digo antes de que me de un beso corto en los labios—. Estaré aquí.

Doy algunos pasos para alejarme de la camioneta mientras él camina hacia ella y se sube del lado del copiloto. Me volteo porque por más que esté aquí debo darles privacidad, aunque eso no significa que cada medio segundo no voltee sobre mi hombro para corroborar que está bien.

Ella parece ser la única que habla, él tiene la vista fija en los árboles y sinceramente, no creo que esté escuchando nada de lo que sale de la boca de su madre.

Voltea su cabeza hacia ella, le sonríe y dice algo que a su madre la deja completamente muda. Baja de la camioneta, acorta la distancia que nos separa dando algunas zancadas y vuelve a tomar mi mano.

—Vamos a casa, Nhoa —suplica—. Por favor.

Tiro de él y no nos detenemos sino hasta que estamos entrando en su casa. Ambos nos dejamos caer sobre el sofá, él recuesta su cabeza en mi pecho y permanece así soltando leves suspiros cada tanto.

—Su nombre es Colette —suelta cuando el silencio comienza a consumirnos—. Es mi madre.

Una mirada fue suficiente para darme cuenta de eso, pero lo cierto es que debí notarlo apenas la vi entrar en el restaurante; mismo cabello, mismos ojos, misma sonrisa... Devon es una fotocopia a color de su madre.

—Hace dos semanas vio a Adelyn en un café de Montreal, ella le habló de mí, de la isla y hasta de ti y tu familia...

Mis dedos juegan con su cabello.

—No sé por qué cree que puede aparecer después de tanto tiempo y pretender que nada pasó. —Alza la cabeza para verme a los ojos, su retina completamente roja hace que mis lágrimas se desborden.

—No tienes por qué dejar que entre en tu vida si no quieres hacerlo. —Acuno su mejilla en la palma de mi mano—. Está fuera, es tu decisión si le abres la puerta o no.

—Mi padre está enfermo. —Se endereza.

Cruza las piernas encima del sofá y vuelve a suspirar.

—Tiene principios de alzhéimer... Acabará loco... Se lo merece.

—¿Por qué vino? —Mi ceño se frunce.

—Cuando hice el pago de la casa vió la transacción en mi cuenta. —Rueda los ojos—. No creyó que de verdad fuera para mí. Adelyn se lo afirmó y como seguía sin creérselo, vino a comprobarlo por ella misma.

Suelta otro suspiro.

—También quiere que sepa que en algún momento tendré que hacerme cargo de las empresas... cuando mi padre ya no pueda. —Su vista se fija en el techo—. Esto es una mierda, Nhoa, no es la vida que quiero...

—Entonces no es la vida que tendrás. —Pongo mi mano sobre su rodilla—. Eres libre, puedes hacer lo que te dé la gana.

—Lo sé, pero me molesta que crea que puede meterse en mi vida así de fácil... Lo que me hizo, lo que ambos me hicieron... No tengo cómo perdonarlos...no quiero hacerlo.

—Nadie te pide que vuelvas a quererlos.

—Yo, yo me lo suplico cada día. —La frustración es clara en su tono—. Son mis padres, me odian y los odio, las familias no deberían ser así.

—No es tu única familia. —Sonrío cuando alza la vista hacia mis ojos—. Nosotros también lo somos, Devon.

—Te quiero. —Sonríe.

Giro mi cuerpo dándole la espalda y recuesto mi cabeza en sus piernas.

—Te quiero —digo y él arruga la nariz.

Permanecemos en silencio durante eternos minutos, el sueño pronto comienza a atacarme, pero cuando estoy cerca de quedarme dormida siento golpes en la puerta de la entrada que me sobresaltan.

Abro los ojos y lo primero que veo es a Devon pidiendo que guarde silencio.

—Es ella —susurra—. Va a cansarse pronto.

Me siento en el sofá, el relieve del vidrio junto a la puerta deja ver su silueta borrosa y vuelvo a repudiarla.

Vuelve a golpear unas cuantas veces más hasta que finalmente se marcha.

—¿Cuántos años tiene? —inquiero.

—Cuarenta y dos.

—¿Siguen viviendo en Canadá?

—¿Mis padres? —pregunta y yo asiento—. Sí, en Montreal.

—¿Hay montañas como en las postales?

—No. —Niega con la cabeza sonriendo—. Pero hay agua por doquier.

Me cruzo de piernas imitando su pose y pido que me cuente más. Así se pasa el resto de la tarde, hasta entrada la noche, contándome sobre su niñez, o al menos sobre la poca que tuvo. Reí con cada anécdota sobre sus amigos en el poblado. Ahora sé que se escapó muchas veces a otra ciudad para poder esquiar y también que cuando lo descubrieron lo castigaron sin dejar que comiera chocolate durante una semana entera; en ese tiempo fue la peor cosa que pudieron hacerle, ojalá se hubieran mantenido así.

Con el Sol ya oculto y la Luna alta en el cielo, las farolas comienzan a iluminar la playa. Las historias de su pasado sirvieron para distraerlo y que olvidara el asunto de su madre por un rato, pero no pasará la noche entera hablando; debo encontrar algo más.

—¿Quieres bajar a la playa? —Subo y bajo las cejas—. Seguro estarán los chicos... Podemos surfear.

—¿Cuál será nuestro hotel para esta noche? —Sonríe—. ¿Nuestra casa o la tuya?

—¿Nuestra? —Alzo las cejas—. Tu casa.

—«Nuestra» suena más lindo.

Se acerca a mí y me da un beso corto en los labios.

—¿Dejaste tu traje de baño aquí? —Frunce el ceño mientras yo asiento con la cabeza—. Iré a buscar un short y ya te lo traigo.

—Gracias. —Gesticulo sin hacer siquiera el mínimo ruido.

—No me extrañes.

Arruga la nariz y con eso desaparece escaleras arriba.

*Hale: casa.

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