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27. Promesas.

Mientras Devon habla, los chicos lo contemplan atentamente. Hay algo en su forma de explicarles, en su forma de expresarse y hasta en su forma de hablar, que me impide apartar la vista de él.

Es casi hipnótico.

—Eso es lo que haremos —concluye.

—¿Y con qué sacaremos las fotos? —pregunta Makoa, alzando la mano en el aire.

—Con esto. —Devon señala la caja roja encima de la mesa y todos fruncen el ceño, incluida yo.

Como consigna les puso recorrer la costa para apreciar la naturaleza, una probada de lo que haremos en el campamento, hasta entonces estaba todo entendido, el problema empezó cuando dijo que también debían sacar fotos.

—Compré cámaras desechables —dice Devon, abriendo la caja.

—¿Qué? —Pua lo mira como si estuviera hablando en otro idioma.

—Pueden sacar solo diez fotos, así que decidan bien qué es lo que quieren fotografiar —les advierte mientras camina entre las mesas y les va dando una cámara a cada uno—. Haremos equipos de a dos, el límite de terreno es la orilla y la carretera.

—¿O sea que podemos meternos a los senderos? —Hani ladea la cabeza—. Yo pido ir con Makoa.

—Pueden meterse a los senderos, la carretera es el límite —repite—. Está prohibido separarse del compañero que elijan, ¿bien? —Todos asienten y él sonríe—. Armemos los equipos.

Makoa abraza a Hani por encima de los hombros.

—Hani y yo vamos juntos —suelta antes de que alguno de los otros pueda adelantársele.

—¿Palila y Anela? —pregunto yo volteando a verlas y ellas asienten tomándose de las manos.

Ruth y Adán se acercan sin decirse absolutamente nada, como si mentalmente hubieran hecho un pacto de hermandad. Lulani y Pua se miran y con sonrisas acuerdan que ellas irán juntas. Iki se acerca a Lakona a la misma vez que Hualli mira a Hokulani subiendo y alzando las cejas.

—Supongo que tenemos todos los equipos listos —digo yo sonriendo.

—¿Quieres ir con nosotras? —pregunta Palila, viéndome con una sonrisa en sus labios.

Abro mi boca para hablar, pero no es mi voz la que se escucha.

—Ainhoa y yo iremos juntos —dice Devon, rascándose la nuca—. Los equipos son de a dos.

Ella regresa su vista a mí y aprieta los labios como si le diera pena saber que mi compañero será Devon.

—Vas a perderte el día de chicas. —Anela se encoge de hombros—. A la próxima estás obligada a venir con nosotras.

—Lo prometo —digo yo, riendo.

—Las promesas no se rompen, eh. —Palila me sentencia con el dedo—. Todos la escucharon.

Makoa le saca la lengua a su hermana y mientras caminamos hacia fuera del restaurante intenta vagamente tirarle del cabello, sin embargo, Hani lo reprende y él deja de insistir. Devon vuelve a explicarles la consigna de la actividad y les recuerda cuales son los límites de terreno una y otra vez hasta que finalmente los deja irse.

—Esperaremos aquí hasta que regresen, ¿no? —pregunto viéndolo caminar hacia mí.

—Cuando dije que compré cámaras para todos, me refería a que para nosotros también.

—Conozco la isla de arriba a abajo. —Ruedo los ojos—. Ya he visto todas las cosas hermosas que tiene por enseñarme.

—Pero yo no. —Arruga la nariz—. Así que tienes que llevarme.

—No hay mucho bajo los límites que les pusiste a los chicos. —Ladeo la cabeza.

—Supongo que entonces tenemos suerte de no ser los chicos. —Se encoge de hombros—. Calculo que regresaran en menos de dos horas, tenemos hasta entonces.

—¿Dónde quieres ir? —pregunto, subiendo y bajando las cejas.

—A dónde quieras llevarme.

—Se me ocurren tres lugares. —Sonrío—, pero vamos a necesitar ruedas.

—No iremos en bicicleta. —Él se apresura a negar con la cabeza—. Correré hasta la casa de Ikaia y traeré su camioneta, si quieres ve trayendo nuestros bolsos.

Apenas asiento con la cabeza, él se da media vuelta y vuelve a salir del restaurante. Veinte minutos después está conduciendo por State Hwy 31 bajo mis comandos. A pesar de todo lo que ha insistido para que le diga hacia donde vamos, no lo he hecho.

—En cuanto encuentres un lugar donde estacionar puedes hacerlo —comento, viendo hacia la orilla de la playa—. Ya llegamos.

Me mira con el ceño fruncido, desconfiando de mis palabras, sin embargo, detiene el auto debajo de unas palmeras y luego me contempla esperando a que hable.

—Se llama Makena Landing Park y es precioso, ya lo verás...

Me estiro hacia los asientos traseros y tomo mi bolsa para luego abrir la puerta de la camioneta y salir. Él me imita y juntos caminamos hacia la orilla. La primera vez que vine a este lugar fue con papá y Sommer, nos trajo a ver la liberación anual de tortugas y ese momento lo atesoré como uno de los momentos más mágicos que he vivido.

No hace falta acercarme mucho a la orilla para ver las tortugas que descansan en las rocas. Las señalo y apenas los ojos de Devon dan con ellas esboza una sonrisa de oreja a oreja.

Welina —digo y él frunce el ceño—. Significa «bienvenido» —explico, con una sonrisa en mis labios.

—¿Cómo se dice «tortuga»? —Saca su celular y se pone a hacerle fotos desde la distancia.

—Hanu. —Lo tomo por el codo y hago que camine a mi lado—. Acércate más, estás explotando el zoom.

—¿Se puede? —pregunta, sin dejar de caminar.

Corto una hoja de la planta más cercana que tengo y me agacho hasta la altura de la tortuga que me espera ya con la boca abierta. Cuando volteo a ver a Devon lo encuentro apuntándome con la cámara descartable.

—¿Qué haces? —inquiero, frunciendo el ceño.

—Quiero tener esto guardado como un recuerdo.

—Deja esa cámara, toma una hoja y ven a vivir la experiencia. —Hago una seña con la cabeza hacia las tortugas—. La foto puede perderse, romperse, borrarse o ni siquiera salir de esa cámara, el recuerdo no desaparecerá tan fácil de tu cabeza.

Él sonríe, mete la cámara en su mochila y hace lo que le pedí. Al acercarse a la tortuga parece temer, sin embargo, una vez se agacha junto a mí y la tortuga abre la boca en espera de la hoja, cualquier miedo que pudiera haber en sus ojos desaparece por completo.

—Lola y Fran tienen que hacer esto la próxima vez que visiten la isla. —Una sonrisa de oreja a oreja cruza su rostro—. Siento que es de las cosas que guardas en tu mente hasta que eres un anciano.

—Si no eres un mentiroso supongo que también será de las cosas que podrás hacer cuando seas un anciano —suelto y él frunce el ceño—. Dijiste que cuando el mundo te aburriera vendrías a vivir aquí...

—Cierto. —Asiente con la cabeza—. Cuando seamos viejos recuérdame venir una vez al año a alimentar tortugas, ¿qué día es hoy?

—Ocho de julio. —Corto otra hoja y regreso mi atención a la tortuga.

—Cuando me mude a la isla, prometo venir cada ocho de julio a alimentar aunque sea a una tortuga.

—Las promesas no se rompen.

—Si prometo algo es porque sé que voy a cumplirlo. —Se encoge de hombros antes de ponerse de pie—. ¿Bajamos a la playa?

Abandono a la tortuga y mientras nos dirigimos a la playa volteo a verla sobre mi hombro solo para confirmar que nos sigue con toda la lentitud del mundo. Me quito las sandalias mientras camino y luego me detengo para tomarlas en una de mis manos.

—Apenas pueda iré al local de Hans... Espero que ya haya terminado con la tabla.

—¿Solo va a pintarla? —pregunta él.

—Pintarla, colocarle una nueva amarradera, encerarla... Necesita un buen lavado de cara. —Arrugo la nariz—. Ahora que lo pienso, también tendré que comprar cera extra porque no queda nada en casa.

—No compres. —Niega con la cabeza—. Traje una caja de cera de Rumania —Lo miro con el ceño fruncido y él continúa hablando—. Lola encontró una oferta en un supermercado, sabía que vendría a la isla así que me compró una caja entera. Pensaba darle algunas latas a los chicos, ni en veinte años más llegaré a acabarlas todas por mí mismo.

—Van a agradecértelo. —Mis pies tocan el agua a la misma vez que mis ojos se cierran—. Aquí la venden al mismo precio de una gema preciosa.

Devon sonríe y nos limitamos a caminar en completo silencio por la orilla. Mis dedos juegan con la arena mojada, la toman entre ellos y al levantar el pie del suelo la deja caer sin poner mayor resistencia.

—¿Qué hora es? —pregunto, frunciendo el ceño. Mi vista viaja al puerto y una sonrisa se forma en mis labios.

Devon se quita la mochila de sus hombros y saca no solo su celular sino también la cámara.

—Diez y media de la mañana —dice él, viendo la pantalla del celular y luego vuelve a meterlo dentro de la mochila para apuntarme con el lente de la cámara—. Sonríe.

Me encojo de hombros arrugando la nariz y dejo que me tome una foto con el horizonte de fondo, la luz del sol dándonos con toda su intensidad.

—Otra vez —pide y ahora saco la lengua.

—Vamos, no falta mucho para que salgan los barcos. —Hago una seña con la cabeza hacia adelante para que siga caminando.

—¿Qué barcos? —Me mira con el ceño fruncido, sin embargo, comienza a caminar detrás de mí.

—Los que van al cráter Malokini. —Sonrío.

—No podemos ir, Nhoa. —Devon aprieta los labios y detiene sus pasos a mitad de la playa.

—¿Por qué? —pregunto yo, mi ceño se frunce.

—Ahí se va a bucear, créeme que me encantaría, pero mientras vamos, buceamos, regresamos aquí y luego a Kihei los chicos ya habrán acabado y llegaremos demasiado tarde.

—Tienes razón. —Noto como mis hombros bajan.

—Vendremos algún día. —Arruga la nariz—. Lo prometo.

Lo sentencio con el índice.

—Promete que lo haremos mientras seamos jóvenes. —Entorno los ojos—. Cuando seas un anciano ya no voy a querer bucear.

Suelta una carcajada mientras yo me limito a contemplarlo todavía con los ojos entornados.

—Lo prometo. —Lleva la mano al pecho.

—Ya está. —Me encojo de hombros—. ¿Quieres ir a por un helado? Yo invito.

—¿Sabor favorito? —Ahora es él quien entorna los ojos.

—Vainilla. —Aprieto los labios—. No me importa que sea básico, lo amo de todas formas, no hay nada que puedas decir que me haga cambiar de opinión.

—No iba a decir nada. —Alza las palmas de sus manos a la altura de su pecho—. Yo prefiero el chocolate, aunque el limón también me gusta mucho.

Caminamos al menos unos quince minutos en busca de un puesto de helados, tras comprar y pelear por quien pagaba, nos sentamos en un banco junto a la calle y tomamos cada uno su helado, aunque Devon terminó por acabar el mío porque no había forma en que yo lo hiciera.

Mis ojos se centran en la vista, en el océano y en lo diminuto que se ve el cráter desde aquí.

—Deberíamos volver —suelto, poniéndome de pie—. Tengo que pedirte algo, Devon. —Él asiente con la cabeza—. No puedes decirle al abuelo que vinimos hasta aquí.

Su ceño se frunce y yo siento la necesidad de explicarle el por qué de mi petición.

—Es que si sabe que vinimos hasta aquí solo para darle unas hojas a unas tortugas y tomar un helado seremos su objeto de burla durante los próximos diez años.

—Si tuviéramos más tiempo habríamos ido al cráter. —Sonríe.

—De todas formas, no se lo menciones. —Ruedo los ojos—. Ya no seré solo yo la que te llame «turista», créeme, sé de qué te hablo.

—No se lo diré. —Estira su brazo hacia mí—. Lo prometo.

Guiña un ojo y yo sonrío.

El camino regreso a Kihei nos lo pasamos escuchando y cantando las canciones que pasan por la radio. Estaciona la camioneta de Ikaia a un lado del sendero. Al llegar al restaurante, Palila y Anela ya están en la entrada y nos dedican miradas confundidas.

—¿Dónde estaban? —pregunta Anela poniéndose de pie a la vez que sacude la arena de su ropa.

—Por ahí —dice Devon y al cruzar junto a ella le remueve el cabello—. ¿Ustedes?

—Le sacamos fotos a algunas aves, a unas palmeras, al océano, a la carretera... pero no nos acercamos, la foto la hicimos desde los senderos.

—¿No hay nadie más? —pregunto yo, frunciendo el ceño.

—Ya regresaron todos —dice Palila—. Makoa, Hani y Adán están jugando a los naipes, Pua y Lulani están con Kai en la barra y los demás chicos están viendo la televisión.

—¿Y qué hacen ustedes solas aquí? —Devon frunce el ceño.

Ellas comparten miradas y luego las fijan en mí.

—Cosas de chicas —suelto yo, pinchándole las costillas a Devon.

Los cuatro caminamos hacia la escuela de surf. Los chicos aplauden al vernos entrar, Anela rueda los ojos y Palila les ordena que hagan silencio.

—¿Encontraron cosas hermosas? —pregunta Devon y todos responden que sí al unísono.

—Nosotros nos quedamos sin espacio en la cámara, pero queríamos fotografiar muchas cosas más —dice Hualli.

—Sobraron algunas cámaras, pueden llevárselas si quieren. —Devon se encoge de hombros.

—¿Qué haremos con las fotos que sacamos hoy? —pregunta Palila a nuestras espaldas.

—Tienen que darme las cámaras y la siguiente clase se las traeré impresas —dice Devon y le sonríe por encima del hombro.

—Ahora a las duchas, sus tutores no tardarán en llegar.

Basta con que aplauda dos veces para que dejen todo lo que están haciendo y comiencen a caminar hacia las duchas.

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