24. Momentos felices.
—¿En serio? —pregunta, mientras baña los rollos de canela con glaseado—. Tiene que ser mentira, no confío en las personas que nunca se han quebrado nada.
—Era salvaje, pero no tonta. —Sonrío y él me contempla entornando los ojos.
—Me quebré el húmero y la clavícula a los doce, la tibia a los quince en un partido de fútbol, el meñique y el anular derecho escalando y la muñeca haciendo boxeo...
—¿Por qué tantos huesos? —Agrando los ojos reflejando lo sorprendida que estoy—. ¿No sabes lo que son las medidas de seguridad o qué?
—El cuerpo humano es débil. —Se encoge de hombros—. Solo voy a vivir una vez, no quiero quedarme con ganas de nada por miedo a lastimarme.
—Así que no tengo que sorprenderme si cuando te vayas de aquí nos avisan que moriste mientras saltabas de un avión en paracaídas, mientras te metías a una corrida de toros con los ojos vendados o algo por el estilo, ¿no?
—He saltado de paracaídas muchas veces. —Asiente—. Lo de los toros no, pero ahora que lo mencionas me dan ganas de probarlo.
Lo miro enseriada y él sonríe. Me ofrezco a ayudarlo mientras pasa los rollos de canela glaseados de la asadera a una bandeja, pero se niega así que simplemente me quedo sentada en la cabecera de la mesa y me dedico a contemplarlo.
No era consciente de lo bien que le quedan las remeras ajustadas sino hasta ahora, supongo que antes de que comenzara a gustarme nada más me permitía verlo, más no verlo de verdad.
—¿Qué más sabes cocinar? —inquiero.
Él cierra los ojos como si tuviera que procesar la pregunta.
—De todo. Los rollos de canela son mi cosa favorita en el mundo entero, por uno de estos. —Los señala con la cabeza—, yo mato.
—¿Cómo aprendiste? Viajando de un lado al otro del mundo supongo que no tenías mucho tiempo para estas cosas.
—No siempre viajé, Nhoa. Cuando cumplí diez mi madre me obligaba a cocinar con ella para que aprendiera —suspira—. Después, cuando me dediqué a viajar veía a mi tía cada tanto y lo que hacíamos era cocinar... De todas formas, le amerito mi aprendizaje a las recetas que siempre saqué de internet.
—¿Dónde estabas antes de venir a Kihei? —Apoyo el codo en la mesa y mi mandíbula en la palma de mi mano.
—En Rumania. —Alza una ceja—. Éramos voluntarios en una organización para refugiados por la guerra... Lola, Franco y yo.
—¿Saben hablar rumano? —Si la respuesta es un sí me veré obligada a investigar su vida y obra a fondo, no quiero seguir sorprendiéndome.
O mejor dicho, más allá de sorprenderme, quiero saber a qué me enfrento.
—No. —Niega con la cabeza frunciendo el ceño—. Nos manejábamos con el inglés.
—¿Es lindo? —Ladeo la cabeza—. Me refiero a viajar por ahí sin regresar a casa.
—Mi casa es el mundo, Nhoa. —Se encoge de hombros—. Cuando vengas a África con nosotros verás que en realidad no se extraña tanto como la gente lo exagera, las tareas y las ciudades no te dan tiempo de pensar en nada más.
—Lola me dijo que no creías que estuviera hablando en serio cuando dije que iría —confieso—. Era cierto, Devon, lo estoy considerando.
—No lo creeré hasta que no te vea subida en un avión. —Vuelve a encogerse de hombros—. Tienes tres meses para seguir considerándolo.
—Se supone que mis padres tendrían que regresar en dos meses —comento—. No quiero dejar solo al abuelo, pero si ellos están para cuando inicie el voluntariado te prometo que iré.
Sé que Sommer se habría apuntado al voluntariado y habría mandado los planes de la universidad a la mierda sin pensarlo ni por medio segundo. Yo ya mandé la posibilidad de una carrera a la mierda hace mucho tiempo, así que si la oportunidad se presenta pienso tomarla, no sólo por mí, sino también por ella.
Necesito comenzar a vivir sin temer a las consecuencias. Tiene razón, solo se vive una vez y no quiero en un futuro mirar sobre mi hombro y tener una lista interminable de cosas que no hice por miedo.
El tiempo perdido no tiene un buzón de quejas.
Lo único seguro es el presente, somos ahora, no mañana, no ayer. Ahora, y cada uno decide qué peso darle a eso.
—No te haces una idea de lo divertido que será compartir casa con Lola y Franco. —Sonríe—. Y claro, con seis personas más.
Limpia sus manos en la tela de su pantalón, a pesar de no tenerlas sucias, y camina hacia mí. Me abraza y mientras estoy entre sus brazos sonríe. Mi mirada lo sigue cuando regresa hacia la mesa y a los rollos de canela.
—Cuéntame algo sobre ti —pido, subiendo mis pies a la silla—. Algo que nadie sepa.
—Tú primero. —Hace una seña con la cabeza hacia mí.
—¿Qué quieres saber? —Me encojo de hombros.
—¿Cuál fue el día más feliz de toda tu vida? —Suelta la pregunta con tal rapidez que por un segundo siento que ha estado guardándola desde siempre y aguardando a que llegara el momento de usarla.
Mientras pienso, mis ojos viajan al rincón de la cocina, a la pequeña telaraña que descansa en él y luego la regreso a Devon con una sonrisa nostálgica en mis labios.
—Cuando compré mi primera tabla de surf. —Saco el collar fuera de mi remera para que vea el dije que la representa—. Tenía ocho años.
—¿Ese no és el collar que compartes con Sommer? —Frunce el ceño—. ¿Por qué lleva un dije de tu tabla?
—Porque teníamos la misma, nos conocimos en la tienda del señor Nakamura que es el mejor shaper de la isla. Ambas queríamos la misma, así que la compramos entre las dos y la compartimos el verano entero.
Me contempla con una sonrisa en sus labios.
—Mi turno. —Subo y bajo las cejas—. Dime algo que nadie sepa... El significado de alguno de tus tatuajes.
Recuerdo el «Love, Dalia» de sus costillas y creo haber visto algo en su brazo.
—La mayoría no tienen significado. —Se encoge de hombros—. Son como stickers para mí, la mayoría muchas veces hasta olvido que los tengo.
—Tampoco tienes tantos. —Lo miro enseriada.
—Seis...no, siete. —Cierra los ojos como si estuviera intentando recordar si tiene algún otro.
—¿Cuáles?
En la escuela casi siempre le da clase a los chicos con traje de manga larga, que es el que usan todos, y las veces que hemos ido a la playa tampoco ha dejado ver mucha tinta en su cuerpo.
—Brazo, uno. —Remanga su remera para enseñarme el costado de su brazo izquierdo donde pone «C'est la vie»—. Labio, dos. —Estira su labio inferior hacia abajo, en tinta negra resalta un «Be brave»—. Costillas, tres. —Alza la remera para enseñarme el ya conocido «Love, Dalia»—. Espalda, cuatro. —En medio de sus escápulas hay una media luna negra que contrasta enormemente con su piel algo quemada por el sol—. Brazo otra vez, cinco. —Encima del doblez de su antebrazo derecho hay un pequeño «Soulmates» como si estuviera escrito por máquina—. Este lo comparto con Lola y Franco. Y tengo uno debajo de cada pie, en uno pone «No rain, no flowers» y en el otro «Made in 2004».
—¿Y ninguno tiene significado? —Frunzo el ceño.
—Solo el de las costillas y el que comparto con los chicos. —Se encoge de hombros—. Esto ya está listo.
Toma la bandeja y hace una seña con la cabeza hacia la sala. Lo sigo caminando detrás de él, me quedo de pie junto al sofá viéndolo mover la mesa, la arrastra hasta dejarla junto a la ventana y luego hace lo mismo con los sofás, pero arrimándolos a las estanterías contra la pared.
—¿De qué son los libros? —pregunto, acercándome para tomar uno.
—Son de Ikaia y de sus padres, algunos le pertenecen a mi tía, pero como mucho serán cinco de todos esos porque dice que no quiere dejar sus cosas en un lugar que no le pertenece. —Rueda los ojos—. Voy a subir a buscar un colchón.
Frunzo el ceño, pero no digo nada. Devon abandona la sala dirigiéndose hacia las escaleras mientras yo permanezco de pie junto a las estanterías, viendo y revolviendo entre los libros; ninguno parece ser actual, de hecho, las páginas de todos los que saco están amarillas, las tapas desgastadas y los márgenes de las hojas rayados a más no poder.
Sommer estaría fascinada de ver esto. Ver historia dentro de los libros, saber que alguien los quiso, o los odió tanto, como para atreverse a rayarlos, a desgastarlos, a darles vida.
Guardo un libro de negocios cuando escucho a Devon bajando por las escaleras y me volteo en su dirección, sonriendo.
—Bajar esta mierda es la cosa más difícil que he hecho en toda mi puta vida —suelta con la respiración algo agitada.
Deja el colchón encima de la alfombra y lo patea un poco para que se acerque más a la ventana.
—Voy a por sábanas, algunas mantas y almohadas —dice antes de desandar sus pasos.
Una vez regresa cargando todo como puede en sus brazos, lo ayudo a acomodar la que será nuestra cama y me dejo caer encima de ella.
Él me contempla antes de tirarse a mi lado, giro mi cabeza en su dirección y ambos sonreímos. Permanecemos mirándonos en completo silencio una eternidad entera, dentro de la sala solo se escuchan nuestras respiraciones, pero fuera pareciera que el cielo está a punto de caerse en cualquier segundo.
El lunar debajo de su ojo derecho y las pecas que ahora noto sobre su nariz y su frente le dan un aire joven, más de lo que en realidad es. El verde claro de sus ojos se confunde con uno más oscuro ante la escasa luz que viene desde fuera, la pequeña mancha roja que tiene junto a su labio me hace sonreír, juraría que tiene forma de corazón.
Acerco mi rostro al suyo, dejo un beso sobre su nariz y luego bajo a sus labios para hacer lo mismo.
—Volví al océano —suelto, rompiendo el silencio mágico que nos envolvía, disturbando el de la lluvia.
Su expresión cambia por completo. Se yergue en el colchón, una sonrisa curva sus labios, sus ojos parecen brillar mientras están sobre mí.
—¿En serio? —pregunta y antes de que responda se tira encima de mí.
Sus manos se meten bajo mi espalda para abrazarme, su cabeza descansa sobre mi pecho y yo no dudo en llevar mis manos hasta su cabello para jugar con él.
—No surfee —aclaro, riendo—. Estaba esperando una buena ola cuando apareció el señor Davis y acabé bebiendo jugo en su casa.
—¿Cómo te sentiste? —Alza la cabeza para verme a los ojos—. ¿Ya se lo contaste a tu abuelo?
—Sí, se lo dije y reaccionó igual que tú. —Solo que el abuelo casi me quiebra una costilla de abrazarme con tanta fuerza—. Se sintió... fue... No sé, no tengo palabras para describirlo.
Al principio temí, lloré y por una milésima de segundo me di la oportunidad de arrepentirme y abandonar aquello que para mi cabeza era una locura. Dejé que fuera mi corazón el que me guiara y creo fuertemente que si el viejo Davis no me hubiera llamado, al calmar mi llanto, habría ido en busca de una ola.
—No te imaginas...No te haces una idea de lo feliz que me pone saberlo. —Vuelve a abrazarme—. ¿Has vuelto al agua desde entonces?
Niego con la cabeza y, a pesar de que no pueda verme, sé que lo ha entendido.
—Decidí que voy a esperar a que Hans termine con mi tabla. —En realidad, acabo de decidirlo ahora mismo—. Es shaper —explico.
—No sabía que la habías llevado a un taller. —Vuelve a recostarse a mi lado y gira su cabeza hacia mí.
—Voy a regresar. —Asiento—. Quiero volver a ser yo misma.
Se acerca a mí y deja un beso suave sobre mi frente.
—Estoy muy feliz por ti, despeinada. —Sonríe de lado.
—Si sigues llamándome así voy a comenzar a decirte turista otra vez. —Sentencio con el dedo.
—Hazlo. —Curva sus labios hacia abajo—. La palabra ya me pertenece.
Se extiende sobre el colchón hasta llegar a la mesa ratona, abre el cajón del lateral y saca un control remoto.
—¿Qué tienes ganas de ver? —pregunta, subiendo y bajando las cejas—. Hay de todo, tiene internet así que puedes buscar lo que sea.
—Había olvidado que la casa tenía internet —comento, sentándome en el colchón—. Lola dijo que estaba desesperada por no poder comunicarse con el mundo.
—Ah —suspira, riendo—. Les dije que no había internet y tampoco cobertura porque quería que tuvieran la experiencia completa de un turista, la misma que tuve yo cuando llegué.
—Que malo.
—No iba a morirse por no poder subir una foto en la playa. —Rueda los ojos—. Cuando teníamos diecisiete estuvimos en Brasil, perdimos nuestros celulares en medio del Amazonas y no murió.
—¿Cuánto tiempo estuvieron incomunicados? —Hablar con mamá y papá cada cierto tiempo se me hizo costumbre, pero en otras circunstancias creo que no alcanzaría siquiera a pasar una semana sin saber nada de ellos.
—Un mes... casi un mes y medio. —Con el control pasa por encima de muchas películas cuyas portadas se agrandan al ser seleccionadas.
—Esa —digo, señalando la pantalla.
—¿Segura? —pregunta, mirándome a los ojos—. Tiene pinta de que nos va a hacer llorar.
—¿El que llore primero pierde? —Sonrío.
—Acepto. —Se pone de pie y me da un beso en la frente—. Iré a preparar palomitas.
—Todavía hay que pensar qué cenaremos —digo y él asiente.
—Hay un poco de pizza, la hice hoy al mediodía, ¿sirve? —Se rasca la nuca—. Sino dime que quieres y lo preparo.
—La pizza está bien. —Vuelvo a sonreír.
—Ya regreso.
Y con eso desaparece de la sala.
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