8. El concierto
El colosal estadio se encontraba en plena ebullición con todo el personal especializado en montaje, luces, sonido, moviéndose de un lado a otro, esmerándose. Incluso los chicos ensayaban en mitad de aquel escenario a medio montar, aún. La temperatura era fría. Se haría mucho más cálida con la cercanía del grupo a sus fans. Cuando no dejaran de moverse sobre el escenario. Y, abajo, tanto de lo mismo en los presentes. Cantaron el repertorio de las doce canciones de su último disco, más una novedad que había sido creada entre Seth y Paul. Una canción que hablaba sobre los golpes que te da la vida en lo personal y en el ámbito amoroso. Todos ellos habían experimentado ambas en demasiadas ocasiones. Incluso, el de la pérdida, como en el caso de Seth. Y el del dolor que conllevaba semejante carga. Seth se quebró en mitad del estribillo. Tuvo que pedir perdón, empezar de nuevo la canción. La pérdida de Cameron le había supuesto un dolor atroz. Y no solo ello. Su madre lo confundía con él, mientras que guardaba en el rincón del olvido al verdadero Seth, que tenía que fingir que no le molestaba eso. ¿En qué lugar de sus pensamientos lo habría dejado aparcado, en un rincón oscuro? ¿Cómo podría sacarlo a la luz? Que volviera a recordar a su hijo mayor. Jerome —Seth—. Jerome Gardner. El que se había esfumado junto al trastorno mental producido por la muerte de Cameron. Su madre vivía en un mundo distorsionado. Muy apartada de él, perdiéndola consigo. Pinzó el puente de su nariz un momento cerrando los ojos para borrar las lágrimas que querían aparecer. No lloraría delante de ellos; delante de nadie. Miró a Jayden, colérico. Lo respetaba por el lado que le tocaba en el trabajo. Lo obedecía, entonces, porque no tenía otro remedio. Pero fuera de él... fuera de él no era capaz de soportarle. No le dejaría pasar ni una. Mucho menos, con respecto a su madre. ¿Por qué se había empeñado en sostener a la familia? En ejercer de segundo padre. Él no era nadie para hacerlo. Nadie que debiera flirtear con su madre. Una mujer débil que no era capaz de diferenciar nada con su neblina mental. Uno que ponía a su padre, Anthony Gardner, el famoso rockero de voz áspera y seductora que encandilaba a cualquier mujer, en un pedestal. Más bien era un bastardo que había dado un portazo a su familia para dedicarse a ejercer de asaltacunas. Había perdido cualquier respeto hacia él. Por muy padre que fuera. Y encima aquel hombre lo apoyaba, además de tirarse a su mujer a sus espaldas. Quien más, quien menos, había cometido un acto incorrecto para su favor. No es que fuera por mala intención. Pero para Seth le parecía de lo más inadecuado. Mucho más, en momentos como este en que la fina línea de seguridad se había emborronado con el tiempo, y todo el mundo podía acampar a sus anchas hacia el lado que quisiera, sin pensar en las consecuencias. No quería saber nada de todos aquellos que conquistaban por interés propio sin detenerse a pensar en el daño colateral que causaban. Eran adultos. Sí. Pero toda acción tiene una consecuencia. Y en este caso, era el distanciamiento.
No era capaz de serenarse. Entonces pensó en Ámbar: esa mujer de ojos castaños, rasgados, que había sabido mirarlo con una dulzura involuntaria que lo había calado como agua de abril. Una mujer de la que, extrañamente, y con lo poco que la conocía, se había enamorado de ella hasta el punto de engancharse como si se tratara de una sustancia ilegal, y ella también le parecía ilegal por su belleza. Una mujer que, cuando sonreía, era capaz de iluminar todo Seattle y terminar explotando hasta la última bombilla. Esos labios con el arco de cupido en forma de corazón que querría volver a besar millones de veces más. La naricilla pequeña que se difuminaba junto al maquillaje. Esa mueca que ponía cuando no comprendía algo. O cuando la cogía por sorpresa en uno de sus comentarios... Toda ella le parecía bonita. Y toda ella era la mejor medicina que podrían recetarle para como se sentía ahora mismo. Lo aliviaría con uno de sus abrazos. Uno de esos que no le vendrían nada mal ahora. Esa mujer que dejaba encendido el interruptor de su inspiración. Mantenía despiertas a todas sus musas. «Yo sí soy tu mayor fan». Porque era así, como a la inversa. Probablemente, él la adoraba mucho más.
Dio gracias a Jaxon, en silencio, por haber sido su cómplice para encontrarla de nuevo. Y, tras la reflexión, recordó que debía de abrir los ojos y seguir trabajando. Había un concierto pendiente. Y quería dar lo mejor de él.
Interpretó las canciones desde el más profundo de su corazón. Se notaba. Incluso su tono de voz invitaba a volverse un repentino sentimental, y llorar si hacía falta en aquellas estrofas donde se hablaba de una ruptura. Jayden y el resto del equipo se rompía las manos aplaudiendo en cada finalización de cada una de ellas. Seth mostró una sonrisa desganada. Experimentaba el cansancio por tristeza. Pero tenía que continuar. Ese era su trabajo. Mostrarse como un ser inmortal. Incombustible.
—Si lo hacéis así, vuestros seguidores van a acabar encantados. Y ya sabéis cómo os adoran. Bien. Ensayaréis con Yosiah, nuevamente, la coreografía. Haremos un descanso para hidratarnos, cenar, y regresaremos al lío. Vamos, chicos —se reunieron y juntaron las manos al medio como un equipo. Jalearon un grito de guerra. Terminando alzando las manos juntas para finalizar el grito—. ¡Sois los mejores! ¡Dad todo de vosotros! —gritó en último lugar Jayden, satisfecho con aquellos jóvenes.
Cuando Seth pasó por su lado, Jayden lo detuvo. Este lo observó con dureza.
—¿Qué quieres?
—¡Haz que tu padre siga enorgulleciéndose de ti!
—No necesito de su aprobación. Me basto solo —sentenció, apretando con fuerza los dientes. Alejándose enseguida de él.
****
Había una fila inmensa. Daria repiqueteaba con el pie en el suelo.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! Vamos a quedarnos muy atrás —refunfuñó, acto seguido.
—No teníamos otra opción, Daria. Donde estemos, estaremos bien. Hay unas pantallas gigantes para facilitar las vistas a los rezagados.
—¡Oh! Claro. Pero no verás en tiempo real a los chicos guapos, salvo como unos puntitos saltando como pulgas sobre un escenario —refunfuñó en un mohín.
Hizo reír a Ámbar.
—¡Eso ha sido muy buen, Daria!
—No trataba de que fuera una gracia, sino una protesta en toda regla.
Ámbar tocó su brazo con suavidad.
—Lo sé. Lo importante es que estamos aquí. Al menos, hemos podido asistir.
—Ya...
Daria asintió.
—Pues deja de protestar.
—Por cierto, ¿has hablado con él?
—¿Con quién?
—Con el chico nuevo.
—Sí. Sigue de viaje por trabajo. No vendrá al concierto.
—¡Pues qué lástima!
—Ya ves.
Daria la observó atentamente. Le tocó la frente con un dedo.
—Estás superenamorada.
—¡Que no! —protestó de inmediato Ámbar.
—¡Claro que lo estás! ¡Y si encima es el hermano gemelo de Seth, ya ni te cuento!
Ella negó sin evitar reírse de su comparación. Aunque era totalmente cierta. Aunque no tuviesen la misma sangre, se veían iguales.
—Es tan solo un desconocido. Uno que, pronto, desaparecerá. Me lo veo venir —pronunció con tristeza.
Daria le dio un empujón.
—Aprovecha mientras puedas. Mientras se deje ver.
—¡Estás loca! Además, todavía trato de curarme las heridas de Mason. No voy a dejarme convencer con tanta facilidad.
Daria suspiró.
—Mason era un gilipollas. Se merece el infierno más incandescente y duradero para que sufra.
—Me conformo con no volverlo a ver. Con que no dé, de nuevo, señales de vida —pronunció, con la mirada perdida. Con abatimiento.
Daria le pasó un brazo por el hombro.
—¡Venga, muchacha! Esta noche vamos a pasarlo bien.
Solo se movieron para comer algo durante la merienda, y en la cena, turnándose para no abandonar el puesto en la fila. Llegó el momento de avanzar. Alcanzaron la abarrotada entrada. El personal del control y de seguridad se ocupaba de que no entrasen ningún objeto que supusiera un riesgo para el público presente. Y que todos ellos tuvieran su respectiva entrada.
Llegó su turno. Sacaron la entrada para mostrarla. Un tipo de seguridad que mediría uno noventa de estatura, complexión fuerte, vestido de oscuro, se les acercó, alternando la mirada en un pequeño aparato electrónico que llevaba, y en Ámbar.
—¿Eres Ámbar?
—¿Para qué quieres saberlo? —levantó la guardia ella de inmediato, alzando el mentón para parecer más valiente. ¡No había hecho trampa en la fila! Ni nada malo. ¿A qué le venía él con esto?
—¿Tienes algo que lo acredite?
—Por supuesto. ¿De qué se me acusa?
Lo hizo reír.
—Solamente, necesito comprobarlo. Soy un mandado.
De inmediato, cayó en la cuenta. ¡No podía ser! Brayden se había puesto en contacto con su colega, saliéndose con la suya. Por su culpa, iba a tener problemas con algunos de los asistentes. Más bien, con algunas. Ellas querían estar cerca de su ídolo.
Lo sacó. Se lo mostró. El tipo de seguridad asintió apretando un poco el pinganillo de su oreja izquierda. Murmuró unas palabras y obtendría respuesta cuando, al momento, las invitó a que lo siguieran.
Daria no daba crédito a lo que estaba pasando.
—¿Se puede saber qué hemos hecho? —protestó mientras andaba. El tipo no respondió.
Las posicionó en la primera fila tras el escenario. Hubo un puñado de crítica e insultos por colarse que, de inmediato, el tipo de seguridad cortó, advirtiendo que, de seguir así, los echaría.
El tipo se despidió diciéndoles que, si había problemas, se le avisara. Daria seguía pálida como cirio. ¿A qué venía tanto favoritismo?
—¿Se puede saber qué coño está pasando?
—Dame un segundo.
Abrió la mensajería y mandó un mensaje a Brayden agradeciéndoselo. Protestando, en primer lugar, por ser tan testarudo y no hacerle caso sobre los supuestos problemas con los fans que, de hecho, los había tenido. No obtuvo respuesta. Y eso que esperó durante unos minutos largos.
—¿Me vas a responder?
Ámbar estiró su blanca sonrisa.
—Esto es cosa de Brayden.
—¿Qué?
Era incapaz de creerlo. De repente, se volvieron el blanco de todas las miradas, como quien viste de amarillo fluorescente en mitad de una plaza abarrotada y se avisa que hay premio si se la incomoda. Así era ahora mismo como pasaba. No le importaba. Vería a Seth desde tan cerca que, si estirase la mano, podría incluso tocarlo. Tocarlo... Le encantaría tocarlo de miles de maneras. «Eso ha sonado extraño porque ya no estás en la adolescencia», volvía a repetirse cuando se pasaba de la raya. ¿Y qué más daba? Esa noche iba a disfrutar como una niña. Además, soñar, es gratis. Y no hace daño a nadie.
Se escuchó un riff de guitarra que salía desde algún lugar del escenario. Las luces se apagaron. Un puñado de luces estroboscópicas, intermitentes y deslumbrantes lo acompañaron. La gente enloqueció. Hubo un ensordecedor griterío. Al instante, una plataforma elevadora se mostró con Seth encima aferrado a su guitarra, concentrado. Fue cuestión de pocos minutos, porque enseguida se encendieron otras más destellantes mostrando al resto del grupo yendo a su encuentro sobre el escenario. Entonces, su voz profunda, envolvente, seductora y vibrante sonó, logrando que los gritos aumentasen su cantidad de decibelios.
Daria le dio un codazo a Ámbar, eufórica. Ella no era capaz de reaccionar. No podía apartar los ojos de aquel con el que, según ella, había fantaseado cuando tuvo al falso Seth entre sus brazos.
No dejaron de corear cada canción. Ámbar y Daria se las sabían a la perfección, al igual que el resto del público. El instante sorpresa llegó. Se suavizaron las luces, Seth habló sobre una canción que había compuesto especialmente para todos aquellos que una vez se enamoraron de verdad. Y su voz se volvió más cálida, baja, aterciopelada. Ámbar se quedó colapsada cuando, sin esperarlo, y durante un tiempo de unos cuatro minutos que no se atrevió a contar, se encontró con él cantándole mientras la miraba a los ojos. Alargó el brazo. Ella hizo lo mismo. Sus dedos se rozaron. Se olvidó de respirar. Sobre todo cuando le sonrió. La magia estalló como si de una pompa de jabón se tratara, despertándola, cuando se apartó de ella para alejarse y hacer el mismo proceso en otros tramos del escenario. Suspiró. Había sido un momento especial. Había notado un estallido de mariposas en su vientre, e incluso más abajo. Daria le gritó al oído.
—¡Lo has conseguido! ¡lo has conseguido!
—Sí. No me lo puedo creer.
Abrió de nuevo la mensajería. Buscó a Brayden.
Ámbar
•«Muchas gracias. Ha sido un gran regalo. ¡No imaginas qué buen regalo! Tenías razón. Pero un regalo... como amigo»
Lo escribió con una risilla maliciosa al escribir esto último, para cerrarlo enseguida y guardárselo en el pequeño bolso que llevaba, para volver a centrar sus ojos en aquel ser imponente que no parecía ni mínimamente humano. Se llevó de nuevo la mano al abdomen. El tramo inferior de este seguía mostrándose caótico, caprichoso, enardecido. Seth era capaz de humedecer incluso el desierto más seco.
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