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Capítulo 6: Más azul que el cielo

Doreen caminaba por los pasillos del bazar más cercano al Palacio, y miraba la escaces de frutos y alimentos. Poco fue lo que reflexionó sobre la hambruna que abrazaba a su pueblo, pues ya pronto llegaría la ayuda. Además, su atención no estaba para problemas ese día, sino en la búsqueda de un regalo para la más estimada de sus joyas: Cecilia.

Uno de los mercaderes vendía en su puesto un vestido rosa de telas sedosas. Sin embargo, no pensó en su querida Cecilia, sino en otra mujer: Elif. Elif, Elif, luz de medianoche y flor de campo-invierno. El Sultán tomó el vestido y lo apretó con fuerza, como con deseo de apoderarse de su pronta portadora. Imaginaba así que era la piel de aquella mujer. En sus sentidos se figuró el dulce olor de su cabello, como si los frutos del Imperio completo se hubiesen escondido entre sus poros. Suspiró.

— Deme este vestido y el azul que tiene colgado por allá— ordenó el Sultán al mirar de reojo las telas de una prenda que no eran tan finas como el del otro atuendo.

— Sí, Sultán— respondió el hombre mientras bajaba el vestido azul.

Al recibir las prendas en sus manos, Fazil, su visir acompañante, pagó el precio que se le indicó que era.

— ¿Quiere que me lleve los vestidos, Sultán? — preguntó Fazil.

— Sólo el azul. Llévenselo a Cecilia— ordenó.

Fazil asintió y pidió a un sirviente que cumpliese la orden del Sultán. Una vez terminado su pequeño deber, se acercó a Doreen.

— Sultán, ¿hay algo más que pueda hacer por usted?

— Sí. Déjenme solo. Yo llegaré al Palacio después.

Fazil, confundido, asintió y cumplió la orden. Por su parte, Doreen caminó hasta la enorme casa que se encontraba cerca de la playa, y alejada del resto del mundo. Entró a este hogar no como un intruso, sino casi como el dueño. Los sirvientes del lugar corrieron hacia él para atenderlo, pero el Sultán los detuvo con usar sólo la fuerza de su mirada.

El lugar se encontraría prácticamente solo, de no ser por la presencia de una hermosa mujer. Elif lo miró acercarse desde uno de los balcones, y lo esperó hasta su llegada.

— ¿A qué debo el honor de su visita, joven Sultán?— preguntó Elif.

Doreen sintió cómo su corazón se detenía al escuchar por fin de nuevo la sedosa voz de Elif. Esa mujer no podía ser humana, debió salir de un lado oculto entre el cielo y la tierra.

— Vengo a dejarle un regalo. Un regalo como disculpa por alejarla del hombre con quien ha prometido compartir su vida.

— Me asusta, Sultán. ¿Acaso Ayas ha sufrido algún ataque durante su viaje?— preguntó Elif, con un tono ligeramente alarmado.

— Para nada. Es sólo que, como sabrá, él no estará aquí hasta dentro de un largo tiempo.

— Vaya. Una pena. ¿No lo cree?— dijo Elif, agachando la cabeza con los ojos puestos en los de Doreen, y mostrando un pequeña sonrisa.

Doreen estaba rendido ante aquel gesto. Elif, sin duda, debía convertirse en una nueva religión. El Sultán la adoraba con la mirada, y su mayor tributo era el puro e incontrolable deseo de besarle, aunque sea, el más pequeño de sus dedos.

— Sería bueno, señora Elif, que de vez en cuando me conceda el placer de su compañía.

Elif sonrió, casi como victoriosa por haber logrado una gran hazaña. Caminó frente a él con suma cautela y lentitud. Sus pasos demostraban una gracia que no venía de este mundo, parecían más una danza que un paseo. Su cuerpo ignoraba las palabras de Doreen y se alejaba de él sin decir nada. Pero, su mirada... su mirada curiosa, divertida y poderosa era la respuesta. Él caminó tras ella. Elif continuaba su andanza por los pasillos, y salió a la playa junto a Doreen.

— No estará con nosotros en un largo tiempo, ¿verdad, Sultán? — preguntó Elif.

— Me temo que no. Partiré en unas horas hacia las Islas. Debí haber ido desde muy temprano, pero mi acompañante no estuvo muy dispuesta esta mañana.

— ¿Viajará solo?

— Ella vendrá. Sólo no había dormido bien. Pero, ya se está arreglando. Nos iremos en unos momentos.

— Debe ser muy afortunada esta acompañante. Seguro que usted la ama mucho.

— Cecilia siempre ha sido muy cariñosa conmigo. Antes de ser mi esposa fue una gran amiga mía.

— ¿Y la ama, Sultán? ¿La ama como Ayas me ama a mí?

Doreen bajó la mirada. Recordó entonces que en su alma había quedado el vacío de Roxana, y que ni las caricias de todo su harém podían consolorarlo. Doreen estimaba a Cecilia. La conocía desde niños. Le había prometido matrimonio en uno de los juegos, y le juró también que sería la única. Él estaba seguro de que, entre todos sus hermanos y hermanas, no sería elegido como Sultán. Sabía que no tendría mucho éxito en lo que sea, y que lo menos que podía pedir era tener a su amiga a su lado.

Pero la historia de ambos fue diferente. El Visir Karaman envió a muchos de sus hijos a estudiar al extranjero, entre ellos a Cecilia y a Seyit. Doreen no volvió a verla hasta que ya había estado con sus primeras concubinas: Cafenza, Halima, Dilara y Roxana. Sin embargo, el nuevo Sultán se aseguró de cumplir, al menos, con la mitad de su promesa. Así que, cuando supo del regreso de Cecilia, en cuanto ella tocó tierra, la tomó como esposa.

Doreen nunca amó a Cecilia, pero él no podía olvidar que fue ella su única amiga en la infancia, además de Ayas. Pues, mientras todos sus hermanos lo hacían a un lado, Cecilia siempre estuvo para él.

— Su silencio es toda la respuesta, mi Sultán— dijo Elif. — Pero, usted se ha enamorado antes.

— Su nombre era Roxana. Ella fue asesinada.

— ¿Qué era lo que más amaba de Roxana?

— Todo. Roxana no conocía la tristeza. En su pecho sólo había alegría, y me regalaba siempre ese soplo de paz. Roxana era el sol, era la mañana, era los trigos en los campos, y el oro del Palacio. Roxana era una invitación a vivir.

— Vaya, Sultán. Parece que sigue usted enamorado de ella.

Doreen notó en seguida algo en el tono de voz de Elif. ¿Acaso la había ofendido de alguna forma? De ser así, ¿podría existir la posibilidad de que ella sintiese lo mismo por él?

— Se hace tarde, Sultán. Será mejor que regrese al Palacio, pues su acompañante puede estarlo ya esperando.

El Sultán escuchó en Elif una especie de tristeza y desilusión. En su rostro se reflejaban unos ánimos falsos.

— No dude, señora Elif, que vendré de nuevo a verla— le dijo, y le tomó las manos.

Elif acarició la piel de Doreen, a quien le vibró el cuerpo entero al sentir ese pequeño detalle tan dulce. Después, aquella mujer volteó las manos del Sultán, y observó con cariño cada parte de la palma de esas manos.

— Veo dos aves, mi Sultán.

— ¿Eso qué significa?

Elif sonrió con nervio y lo miró a los ojos. Doreen quedó hechizado con ver aquel azul de su penetrante mirada. Su alma siempre quedaba rendida ante ella.

— Lo esperaré a su regreso, Sultán— dijo Elif, y le besó la mano.



Cecilia no podía dejar de llorar. En su cuerpo se había anidado una especie de dolor por la traición del Sultán. Le había mentido y eso era imperdonable. Ahora, con todo el coraje que le tiene, ¿será posible pasar más de un segundo junto a Doreen sin tenerle asco? Ella llevó sus manos al pecho y lloró con más fuerza. No podía hacer ese viaje, pero eso molestaría al Sultán. Entonces, ¿en dónde quedaría la promesa de ser la más amada de las joyas?

— ¿Cecilia? — se escuchó la voz de Hope desde la puerta de su cuarto.

— ¿Qué tanto te aflige? No has parado de llorar desde anoche— continuó Halima.

Cecilia lloró con más fuerza y ellas entraron, cerrando la puerta tras su paso. Ambas corrieron a socorrer a su amiga. Cecilia se abrazó a ellas y su cuerpo drenó todo aquello que le inquietaba.

— Es mi hermano— susurró a penas audible.

Halima y Hope se miraron sorprendidas. No había hablado del tema de Seyit desde hacía tres años. Ambas se imaginaron lo peor.

— Doreen lo condenó a muerte por hambre. Siempre fue así. Él me traicionó. ¡Lo odio! ¡Lo odio! ¡No puedo verlo! ¡No quiero verlo! ¡No quiero estar con él...!— gritó Cecilia, como si en ello se derramara todo el dolor que la ahogaba.

Las otras dos mujeres abrazaron a Cecilia y sintieron las contracciones del berreo, hasta que la dolida las alejó con un fuerte empujón. Cecilia bajó pronto de la cama y vomitó, ensuciando el piso y su vestido.

— ¡Corre, Hope, llama a Rana! — gritó Halima.

Hope hizo caso y salió del cuarto sin cerrar la puerta. Halima corrió hasta Cecilia y la sostuvo en lo que la pobre seguía vomitando. De pronto, entraron una cantidad incontable de criadas y eunucos que se acercaban a ayudar a la esposa del Sultán. Sin embargo, Cecilia gritó que no quería a nadie más en el cuarto. Todos se quedaron estáticos, muertos de miedo, sin saber qué hacer. Lo correcto sería apoyar a la pobre mujer, pero también debían obedecer órdenes. Cecilia no era una concubina cualquiera, era una verdadera esposa, no como el resto que tenían una ceremonia de juego para que no sintiesen menospreciadas por el Sultán; Cecilia era la favorita, era una autoridad. De entre la multitud de estatuas, aparecieron Hope y Rana, quien corrió hacia Cecilia.

— Por Alá... está pálida— susurró en cuanto la vio.

Rana era otra concubina del Sultán, la adoraba por ese característico cabello rubio y ojos grises, como tanto le gustaban. Cuando Rana llegó al palacio, le pareció de las mujeres más hermosas que había visto, pero se interesó realmente en ella cuando la escuchó hablar sobre su gran amor por la medicina. Rana le dio dos varones en un mismo parto, y él le regaló el poder de estudiar con las médicas del palacio. Desde entonces, Rana se había enfocado en ello y descuidó totalmente su posición como Sultana, pues ya contaba, no con uno, sino con dos hijos. Sin embargo, el Sultán nunca le reclamó por ello, adoraba hacer felices a las mujeres que poseía; de hecho, podría decirse que había olvidado el deseo que alguna vez sintió por ella.

Rana caminó sobre el vómito sin ningún gesto que mostrara asco, se acercó a Cecilia y la tomó con fuerza para llevarla hasta la cama. Todos los presentes se quedaron quietos por unos segundos, y después corrieron hasta las concubinas para ayudar a la favorita a llegar a la cama.

— Salgan todos, voy a revisarla— ordenó Rana, luego miró a una de las criadas y le pidió agua y mantas.

Todos salieron del cuarto, incluyendo Hope y Halima. Por un momento, el público espectador se había quedado en la puerta, y en segundos se sumó un hombre más. Fazil, en cuanto vio los maravillosos vestidos de Hope y Halima, identificó enseguida que eran mujeres del Sultán, así que bajó la mirada y retrocedió. Había asistido ahí para encargarle a uno de los eunucos que entregase el vestido que el Sultán había regalado a su favorita. Sin embargo, se acercó a una de las criadas y preguntó qué estaba sucediendo.

— La favorita del Sultán está enferma— contestó la mujer.

Fazil asintió con la mirada puesta en el piso. No es como si no hubiese roto ya muchas reglas con Indirah, pero aquello era diferente: debía seguir fingiendo ese respeto por las concubinas del Sultán, como si su historia con Indirah hubiese sido sólo un sueño. Su vida aún dependía de su comportamiento a la luz de todos, así que debía mantenerse a la altura de los títulos. Fazil estiró los brazos con el vestido en las manos y se lo entregó a la criada.

— Por favor, guárdelo y entrégueselo a la esposa del Sultán cuando sea el momento— dijo Fazil y, dando media vuelta, se dirigió a los aposentos del Sultán.

La criada vio partir al visir y sostuvo el regalo entre sus manos. De pronto, la puerta del cuarto se abrió. Rana salió de ahí con un rostro serio; luego miró a uno de los eunucos.

— Dile al cocinero que prepare dulces, la favorita está embarazada. 

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