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Capítulo 5: El sabor del hambre

— Pase— gritó la voz desde dentro de la habitación.

Delorah y Felicia entraron con miedo al cuarto de Indirah, quien se encontraba sentada en una silla. Esta última mujer tenía la mirada perdida, y sus manos apretaban su copa de vino. Felicia, inmediatamente, sintió un escalofrío cuando la vio en aquella posición. Indirah parecía una mujer fuera de su cabeza, como quien ha perdido todo de sí mismo y sólo le queda el cuerpo. En aquellos ojos ya no había un alma, sólo el poder único y superior de haber visto el fuego y la muerte. Felicia comprendió que en esa mujer no había absolutamente nada de normal.

— Hola, Indirah. Quería decirte que nosotras hemos sido las que le pidieron a Cecilia que te liberen del castigo— comenzó por hablar Delorah, con la voz un poco quebrantada por los nervios.

Indirah ni si quiera volteó a verla. No dedicó por respuesta ni el más aburrido de sus suspiros. Estaba absorta en su necesidad por soledad.

— Pero, a cambio deberás hacerle un favor a Cecilia. Tienes que llevarla a ver a su hermano a la prisión.

La mirada de Indirah se fijó rápidamente en Delorah. De pronto, había en ella una especie de furia a penas controlable: su respiración se agitó, y se escuchaba con claridad la fuerza con la que apretaba los dientes.

— Yo no pedí que me quitaran el castigo. ¿Qué te hace pensar que la vida afuera sea mejor que la de este encierro?

Delorah retrocedió un poco, y chocó contra la firmeza de Felicia, quien no dejaba de mirar la ira acumulada de Indirah.

— Tú eres Delorah, ¿cierto? Y tú eres la nueva— dijo mientras señalaba a cada una.— Ya... debí suponerlo. Delorah no da un paso sin recibir nada a cambio. Se sabe la vida de todos, y usa cada cosa a su conveniencia. Mal primer paso al juntarte con ella, joyita nueva. Ella será capaz de apuñalarte por la espalda con tal de conseguir lo que quiere.

A Delorah se le heló la sangre, y se quedó quieta y asustada frente a ella. Felicia pasó por su garganta un trago gigante de saliva, y se acercó a ella.

— Das pasos muy grandes. Cuánta determinación y cuánta elegancia. Pero caminas en dirección equivocada. La salida se encuentra a tu derecha— continuó Indirah, y luego se llenó la copa de vino. Al ver que su botella estaba vacía, la arrojó al suelo, cerca de los pies de Felicia.

Felicia retrocedió un poco, ahora más indignada que asustada.

— ¿Por qué querías liberarme, Delorah? No me digas que te tentaste el corazón y lo hiciste por caridad. Eres egoísta, eres lengua larga. No eres de confiar. Vamos. Dime. ¿Qué puede ofrecerte esta humilde servidora?

— ¡Ya basta, Indirah! — interrumpió Felicia, harta de escuchar las groserías de la otra mujer.

Indirah puso una mirada sarcástica de sorpresa, y comenzó a reír; luego se puso de pie con la copa en mano, y comenzó a pasearse por su habitación.

— Vaya. Tienes carácter. Me desagradas. La gente como tú es la que menos soporto. Se creen dueños de todo sólo porque hablan con firmeza. No, querida. El mundo no se mueve porque exijas esto o aquello. El mundo hace lo que quiera contigo.

— Es imposible hablar con ella. Vámonos— dijo Felicia, tomando a Delorah de un brazo.

— Dilara tiene amenazada a mi familia— confesó Delorah, mirando a Indirah a lo lejos.

Felicia volteó, sorprendida, en direción a Delorah, quien había comenzado a llorar. Indirah se acercó un poco a ambas mujeres. Su mirada de sorpresa fue el más sincero gesto que ha dirigido en años. En su mente comenzaron a formularse ideas, y su mano seguía jugando con la copa de vino vacía. Felicia y Delorah quedaron bajo la expectativa de lo que estaba por decir aquella mujer.

— ¿Cuáles son tus asuntos con Dilara? — preguntó Indirah.

— Te lo diré con la condición de que lleves a Cecilia con su hermano esta noche.

Indirah mantuvo su mirada en la copa, la cual movió en círculos, y observó cómo el líquido sobrante rondaba en el fondo. Finalmente, ladeó la copa y la gota cayó.

— Bien. Las veré a las tres en el jardín de los deseos al anochecer— ordenó Indirah.


Delorah y Felicia corrían sigilosamente hasta el punto indicado por Indirah. Las dos mujeres se cuidaban de no ser vistas por cualquiera en los pasillos. Se escondieron de eunucos y sirvientes, incluso de las otras mujeres. Tenían en sus sombras la forma de lo escondido, de la cautela.

Ambas llegaron a un lugar oculto en el palacio. No había paredes ni ventanas que dieran hacia aquel pequeño paraíso, el cual estaba repleto de arbustos y flores. El jardín de los deseos era un espacio único y sagrado para las mujeres del Sultán. Nadie podía siquiera asomarse. Nadie que no fuesen aquellas joyas del Palacio que sólo le pertenecían a Doreen. Felicia quedó asombrada al ver el lugar. A pesar de la oscuridad de la noche, era fácil distinguir la cantidad de plantas extrañas que embellecían el jardín.

— Vaya que se tardaron— susurró una voz chillona y familiar.

Felicia reconoció de inmediato que se trataba de Cecilia. Esta última se encontraba escondida debajo de unos árboles junto a Indirah.

— Mi habitación está demasiado lejos de aquí— dijo Felicia.

— Si no puedo ver a mi hermano por tu culpa, juro que voy a ponerte un peor castigo que el aislamiento.

— Cállate, Cecilia. Un respiro hace demasiado ruido, mucho más el tuyo que es sólo ego. Las llevaré a la prisión, pero deben estar en silencio todo el camino— continuó Indirah.

Cecilia sintió un retortijón en su estómago de coraje reprimido. Sabía que debía controlarse, pero en sus adentros ya había maldecido a Indirah un millón de veces. Indirah se puso la capucha para ocultar su cabeza, y comenzó a caminar en dirección al pasillo de la derecha. Cecilia le siguió, y tras ella, iban Delorah y Felicia.

Las cuatro mujeres se movían con rapidez, pero con cierto sigilo. Al grado que iban aumentando sus pasos, la sensación de adrenalina agitaba más sus cuerpos. La más nerviosa era Cecilia, quien deseaba que todo eso no fuese una broma. Pero dentro de su deseo había algo de fe o una gran ingenuidad. Sin embargo, arriesgarse valdría la pena con sólo ver de nuevo a su hermano con vida.

Indirah las dirigió al final de ese pasillo, el cual llevaba hasta una pequeña biblioteca vacía. Doreen había pensado convertirla mejor en un salón de reposo para todas sus esposas, ya que no era un lugar alejado del jardín. El área de ese cuarto había sido afectada desde hace un tiempo, y se había caído un gran pedazo del adobe de una pared. Esta parte había sido sustuida por un trozo de madera, la cual era fácil de poner y quitar.

Indirah empujó esa área de madera, y se mostró la nueva salida. Se agachó al punto de ponerse de rodillas y gateó hasta el otro lado. Las demás chicas, aunque sorprendidas y extrañadas, imitaron las mismas acciones de la primera. Una vez las cuatro afuera, se sacudieron la arena que había quedado atrapada entre sus vestidos. Se miraron unas a otras como preguntándose qué acababa de pasar; sin embargo, la duda que predominaba era la de "¿cómo es que Indirah sabía de este lugar?"

Ninguna tendría la respuesta. La actitud de aquella mujer daba mucho para la imaginación. Pero, la verdad era que Indirah había conocido muchos puntos débiles del Palacio para poder moverse con libertad. Y todos esos lugares habían sido enseñados por Fazil. Eran muy cuidadosos en sus encuentros. Durante años se habían estado viendo en cuartos vacíos, en pasillos olvidados, o se escapaban para pasar noches enteras en burdeles donde nadie los conocía. Para Indirah, recordar todos estos escapes era como clavarse a sí misma un cuchillo. Aún estaba molesta por la amenaza de Dilara y la cobardía de Fazil. Pero sabía que esos sentimientos no serían eternos. Pronto sabría cómo deshacerse de Dilara, y Fazil había hecho ya mucho para redimirse. Un ejemplo claro era el de alejar a todos los guardias del camino hacia la prisión, la cual se encontraba lo más alejada de la playa.

Así que Indirah comenzó a correr hacia esa dirección, moviéndose sólo por las calles que le había indicado Fazil. Las demás la siguieron al trote, procurando mantener el paso. Las casas, los burdeles, toda la ciudad estaba dormida y a oscuras. Los suspiros agitados de cansancio de las chicas eran fácilmente confundibles con los ronquidos de aquellos que permanecían en un estado de sueño. Cualquiera que las hubiera visto, creería que sólo se trataba de sombras de otro mundo.

Finalmente, después de haber corrido sin parar por una misma calle, las mujeres llegaron a la prisión. A tres de ellas les pareció increíble que no hubiera ningún guardia, y fue Cecilia quien comenzó a sospechar sobre el poder que realmente tenía Indirah.

Las tres se adentraron al gran edificio y, por indicaciones de la guía, se mantuvieron cerca de las paredes para subir a una torre. Ninguna podía ver nada. Subían las escaleras como adivinando entre las sombras. Arriesgaban con cada paso la posibilidad de tocar el piso o a un animal. El sentido de asco producido por el olor a orines y mugre, casi provoca que Cecilia vomite. Si el miedo y la incertidumbre no eran suficientes, el grito de Delorah al sentir que algo corría por sus pies, aumentó los nervios de las demás.

— ¿Cuánto más seguiremos así? — preguntó Cecilia.

— No falta mucho— contestó la otra.

Indirah sabía que en la torre se guardaban a aquellos prisioneros que habían cometido delitos graves. Así que, en cualquier momento, encontraría la señal que Fazil le había dejado.

— Sigamos— dijo Indirah, y continuó subiendo.

Todas hicieron caso a los pasos nada visibles de su guía y, no muy lejos, comenzaron a divisar un poco de luz. Indirah sonrió.

— Aquí es— dijo, y subió con más rapidez.

A Cecilia se le aplastaron las emociones en su pecho, y se detuvo para tomar un respiro. Delorah y Felicia chocaron contra ella.

— ¿Por qué no caminas? — preguntó Delorah.

— No lo sé. No sé cómo estará mi hermano. No estoy lista. No estoy lista para verlo y no reconocerlo— contestó Cecilia, tratando de controlar su llanto.

Cecilia había pasado tantos años pensando en su hermano, que la imagen del muchacho alegre y sano era su único recuerdo. Ella no podía disfrutar de un platillo sin preguntarse si su hermano habría probado, aunque sea, el sabor del agua limpia; pasaba sus noches junto a Doreen con el amargo suspiro de no saber si su hermano, su dulce hermano, estaría padeciendo el frío de la lluvia o el calor del verano. Sin embargo, fueron estos dolores de pecho y de alma que le motivaron a continuar subiendo. La luz de la antorcha colgada en la pared se hacía cada vez más grande y, justo frente a ella, se encontraba una celda.

Indirah miró a Cecilia, para darle cierta seguridad de que él se encontraba ahí. Así que, la dama en cuestión caminó con las lágrimas reprimidas en sus ojos.

— ¿Seyit? — preguntó Cecilia con el sufrimiento doblegando su voz.

De entre las sombras, un hombre con cabello largo y barba andrajosa, semi desnudo, lleno de mugre, y con la piel forrándole los huesos, se acercó a los barrotes. Ahí estaba Seyit, con la misma mirada azulada y dulce de siempre. A Cecilia se le rompió el corazón sólo de verlo, y cayó ante él.

— Cecilia— dijo el hombre con mucha difcultad, pero con cierta alegría y esperanza.

Cecilia intentó abrazarlo a pesar de la dificultad. Lo beso sin miedo a los piojos y a la suciedad. Por fin, después de tres años, aquella dolida mujer había visto a su hermano con vida.

Felicia observó tan cautivadora escena, y recordó aquellas mañanas junto a sus hermanas, en donde se despertaban unas a otras con mucho ruido y alegría. Recordó también a su madre correr por la casa, y a su padre descansar bajo la noche serenada. "Se enfermará si no entra", le decía Felicia desde la puerta. Y su padre sólo sonreía, sintiendo el cariño de su hija a través de aquellas palabras. A aquella jovencita se le deshizo el alma al recordar que sus noches nunca volverán a ser iguales.

— Dime, Seyit, ¿qué has comido? Dime, al menos, que has comido— dijo Cecilia entre sollozos.

Seyit abrió la boca para responder, pero Indirah interrumpió:

— La sentencia es morir de hambre, Cecilia. El Sultán dio la orden de darle sólo dos panes a la semana, y agua una vez cada dos días. Así debe ser hasta que no aguante más, y muera.

Cecilia no sabía de la sentencia. Doreen le había mentido. Él le había jurado que sólo lo tendría encerrado, y que recibía el mismo castigo que los demás. Así que su llanto pasó del dolor a la rabia.

— Prometo sacarte de aquí. Prometo hacer que el Sultán me ame tanto que no le quede opción, y te deje salir. Vendré por ti, hermano. Vendré y serás libre.

Felicia empatizó con Cecilia y, por un momento, sus deseos de ser la favorita se tambalearon. Sin embargo, las demás sabían que aquello que Cecilia prometía, sería imposible.

En la vida había un vacío del Sultán que nunca podría ser reemplazable. En la mente de Doreen siempre quedará grabado que fue Seyit quien mató a la única mujer que ha amado: Roxana. 

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