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Capítulo 3: Las noches de Indirah

Indirah era bastante parecida a Osilda, su hermana, pero más alta y delgada, con un rostro más fino y unos labios más rosados. Aquella mujer no solía ser muy participativa en ninguna de las actividades. Podría decirse que el Sultán la veía una vez a la semana por los pasillos, pero sólo habían un par de reverencias y saludos secos. Indirah pasaba sus mañanas dormida en su respectiva sala de consortes, y en las tardes se encontraba sumergida en la bañera de su habitación. Pero, en las noches, aquella mujer se escabullía desde su ventana hasta uno de los jardínes más solitarios del palacio. Allí, cubierta de pies a cabeza con una enorme manto negro, esperaba pacientemente a algo o a alguien.

La noche en que los barcos partieron con los hijos de Doreen, Indirah se encontraba sentada en uno de los bancos de los jardínes más solitarios del palacio. Ella se mantenía en silencio, de tal forma en que ni un alma, ni viva ni muerta, pudo escuchar siquiera su respiración. A lo lejos se oían pasos que se acercaban, pero Indirah no movió un solo músculo. Los pasos se detuvieron justo detrás de la esposa del Sultán, quien mantenía la mirada perdida en el jardín.

— He llevado tus cosas a mi barco. Hora de irnos— dijo el hombre mientras ponía sus manos sobre los hombros de Indirah.— Lamento haberte hecho esperar.

— Contigo nunca ha existido la espera, Fazil— contestó la mujer a la par que acariciaba las manos de su amado.

Indirah se puso de pie, buscó los ojos claros de Fazil en aquella profunda oscuridad y sonrió.

— Vamos— continuó la mujer.

Fazil tomó de una mano a Indirah y caminó hacia un pasillo oscuro del Palacio. Sus pasos eran rápidos pero sigilosos, y su aliento nervioso y feliz. Ambos habían perdido toda esperanza de huir, pero las noticias de esta mañana abrieron camino a una nueva esperanza, pues todos estaban entretenidos en un punto específico del muelle.

Indirah apretó con fuerza la mano de Fazil cuando, ocultos en la oscuridad de uno de los pasillos, pasaron soldados del Sultán. Al instante en que estos últimos dieron la vuelta, la pareja corrió de nuevo hasta llegar a una de las orillas del palacio. Fazil asomó la cabeza y la giró de un lado a otro, esperando el momento indicado en que los guardias se distrajesen. Él se mantuvo quieto, con la mano de su amada apretando la suya, y con el sudor de los nervios y la larga caminata de hace un momento. Los guardias observaron a una carreta de carga acercarse a una de las entradas. Algunos de ellos registraron el vehículo, mientras que otros abrían la puerta. Fazil e Indirah corrieron en dirección al oeste de la playa, donde no había nada ni nadie, más que el pequeño barco que los esperaba.

Al llegar al punto indicado, el hombre miró a su amada y rieron, primero con miedo, y luego con genuina alegría. Lo habían logrado. Ambos se abrazaron y, con más tranquilidad, caminaron al bote de remos.

— ¡Indirah, qué grata sorpresa! — gritó Dilara, una mujer rubia, de tez con ligero tono rosado, y penetrantes ojos grises.

Indirah y Fazil voltearon hacia aquella dama de buen porte. Ambos estaban completamente aterrados y petrificados. Aquella sensación de miedo se hizo aún más pesada cuando Fazil observó a Veli acompañando a Dilara.

— Creí que dejarías a uno de los hijos del Sultán, Veli— dijo Fazil.

— Verás, mi barco sufrió un pequeño accidente esta mañana. Así que Davut ha ido en mi lugar— contestó Veli.— Y bueno, ¿qué hacen aquí, mi amigo? No me digas que ibas a enseñarle tu bote de remos a una de las esposas de nuestro Sultán.

Fazil tragó saliva.

— Bien, Dilara. Nos has descubierto. ¿Qué precio tiene tu silencio? — preguntó Indirah, molesta y decidida a no perder su libertad con el hombre al que tanto amaba.

— ¿Precio? — rió Dilara.— Querida, soy esposa del mismo Sultán que tú, ¿qué podrías darme tú que no tenga ya?

— ¡Habla ya, maldita serpiente! — gritó Indirah.

— Más cuidado con esa boca, ratoncita, que yo no estoy en una situación de peligro de muerte por traición— dijo Dilara con el mismo tono burlón mientras se acercaba a Indirah. — En realidad, no necesito nada de ti. Sólo me gusta verte infeliz. Pero, siendo sincera, prefiero verte sufrir aquí que saberte muerta— continuó mientras sonreía y le acariciaba el cabello a su presa.

— ¡Púdrete! — gritó Indirah y escupió a los pies de Dilara. Ella se giró y tomó a Fazil de su mano para dirigirse al bote, pero el hombre se detuvo. Indirah miró a su amado, completamente confundida y atemorizada.— Fazil... ¿qué haces? ¿por qué te detienes? — preguntó con la voz temblorosa y en sus ojos se formaban lágrimas gruesas. — Vamos, Fazil.

— Lo siento, Indirah.

Ella miró a su amado, molesta, decepcionada y triste. En su rostro se mostraba la rabia y el dolor por la cobardía de Fazil. Claro, comprendía que no importaba que huyeran, igual serían alcanzados y morirían. Entendía por completo las intenciones de su amado. Pero, ¿de verdad cederían sin intentarlo? Indirah se soltó agresivamente de la mano de aquel hombre que la había decepcionado y, negando con la cabeza y con los ojos llenos de lágrimas y rabia, caminó su marcha de regreso al Palacio. Él la vio partir con cierta desilusión en el pecho, suspiró y miró a Veli y a Dilara.

— Bien. Más vale que esto muera aquí. De no ser así, nos hundirémos todos como traicinioneros y cómplices— dijo Fazil, mientras hacía una señal de respeto hacia Dilara—. Permiso, mi señora— y continuó con su marcha tras Indirah.

— ¿Lo dejará así, mi señora? — preguntó Veli, dispuesto a seguir a su compañero.

— Por el momento, sí. Indirah realmente tiene algo que sí quiero, pero todavía no lo necesito.

— ¿Y Fazil? — preguntó el otro.

— Vigílalo. Es probable que intenten escaparse de nuevo— dijo Dilara y, cubriéndose los brazos con su manto, caminó de regreso al Palacio.


La mañana siguiente no parecía mañana. Era tranquila, pero no pacífica. Era como si el día nunca hubiese llegado, sino que la noche anterior sólo se hubiese prolongado.

Los cuartos del Palacio abundaban en riquezas y bellezas, pero los tesoros más valiosos, los tesoros que no eran tesoros sino simples mujeres marchitas, buscaban dentro de sí las fuerzas para continuar viviendo con esta amarga agonía de haber perdido a sus hijos, su libertad o al amor de su vida. La gente de la servidumbre pasaba por los pasillos y, aún para sus finos oídos, cualquier llanto de alguna de las esposas del Sultán no eran más que profundos suspiros. Pero en uno de los cuartos, que se encontraba casi al fondo del pasillo más oculto del Palacio, se escuchó un fuerte ruido que asustó a más de una de las esposas.

Indirah salió echa una tormenta de su habitación y se dirigía al salón de consortes dónde se encontraba Dilara. Algunos sirvientes la vieron pasar con sorpresa, duda y miedo. Muchos de estos nunca la habían visto, en sus ideas vivían imágenes de los rumores sobre aquella esposa incumplida y ausente del Sultán. Pero ahora que la encontraban tan viva y furiosa, estos no sabían si correr tras ella para pregúntarle qué había pasado o si dejarla ir.

Felicia y Delorah caminaban por uno de los pasillos para dirigirse a su salón correspondiente, hasta que vieron a la damicela iracunda caminar a paso veloz y firme por el lugar.

— ¿Indirah? — preguntó Delorah.

Felicia miró con extrañeza a la mujer que se acercaba hacia ellas y, al ver que la otra no se detenía, jaló del brazo a Delorah para apartarse de su camino. Y fue así como Indirah apretó el paso y se lanzó contra Dilara, quien estaba por entrar a su salón de consortes.

Los sirvientes corrieron en dirección al desastre con el objetivo fallido de detenerlo, pues Indirah ya había rasgado el vestido y arrancado las joyas que Dilara llevaba puestas. Algunas de las otras esposas salieron de sus salones para averiguar a qué se debía semejante ruido.

Felicia y Delorah quisieron ayudar, pero al ira de Indirah podía contra todo y todos.

— ¡Te voy a matar! — aulló Indirah a todo pulmón.

— ¡Jasmine! — gritó Dilara con desesperación.

Indirah se detuvo de golpe, completamente aterrada y confundida. Los sirvientes puedieron quitarla de encima de Dilara y el resto de eunucos ayudaron a ésta a levantarse. Felicia, Delorah y el resto de las mujeres se quedaron pasmadas ante todo lo que había sucedido y, sin comprender qué tenía que ver el nombre de "Jasmine" en esto, ayudaron a todos a mejorar la situación. Indirah se soltó de todos y, con su mirada autoritaria, logró que la dejasen regresar a su cuarto.

— ¿Quién es Jasmine? — preguntó Felicia a Delorah, quien no dejaba de ver a Indirah alejarse.

— No lo sé— respondió la otra y, al escuchar la puerta cerrarse tras de Indirah, se giró hacia Felicia—. Pero tengo una ligera sospecha— y sonrió misteriosamente. 

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