Capítulo 2: La esposa de Ayas
No fue mucho el tiempo que le tomó a Ayas bajar del barco con su bella esposa Elif, una mujer de tez pálida, cabello negro y ojos azules. Ayas, el visir y amigo más cercano al sultán, tomaba a su esposa de la cintura con aquella ternura que sólo muestra un hombre enamorado. Elif le devolvía el gesto con una dulce sonrisa y una mirada directa a los ojos.
Ayas había crecido junto a Doreen y ambos se veían como hermanos. Ahora que el primero había obtenido todos los atributos requeridos de un hombre de fuerza e inteligencia, formaba parte del cuerpo de visires. Hace unos meses, Doreen le dejó la tarea a Ayas de viajar a una de las tierras vecinas con el fin de buscar aliados para completar su próxima conquista. Pero fue ahí que en tierras extranjeras cayó rendido a los pies de la mujer más hermosa que hayan visto sus ojos. Ninguna de las esposas del sultán se comparaba con la belleza que representaba Elif por sí misma.
El joven visir cumplió cada una de sus tareas y, después de unas semanas, logró convencer a Elif de unir sus vida en matrimonio. Oh, Ayas, que ni llenando tu harem de mil mujeres podrás sentirte como lo haces cada que acercas tus labios a la mano de tu esposa. Porque Elif era como tener a todas las mujeres de los sueños en una sola realidad. Era un pecado dejarla ir, porque más infierno era nunca verla de nuevo que el infierno mismo. Ayas no necesitaba nada más en el mundo que a su esposa.
Ambos llegaron al pequeño palacio en donde vivía Ayas, muy cerca de las olas. Elif corrió a cada uno de los cuartos, enloquecida de alegría por observar la grandeza de su nuevo hogar. Fue entonces que Ayas recibió a uno de sus sirvientes.
— Señor, el Sultán ha venido a verle— dijo.
A Ayas se le iluminó el rostro y corrió hacia el salón principal para ver a su viejo amigo. Ambos se abrazaron con cariño y respeto.
— Qué gusto verte, hermano mío— dijo Doreen mientras veía el rostro de Ayas. — Te ha sentado bien el matrimonio. ¡Tan solo mírate! Te ves tan feliz que podría jurar que eres un niño de nuevo.
— ¡La primera y única, mi hermano! Pero no hablemos de mí. Escuché en el puerto que se ha vuelto a casar. Se dice que la belleza de aquella mujer adorna su palacio.
— Oh, Ayas. ¿Cómo nos pudimos perder de la boda del otro?
— Pues no se ha perdido todo, sultán. De hecho, traigo muy buenas nuevas: todos están dispuestos a unirse a usted. Todo está resuelto. Sólo esperamos su orden.
Doreen estaba por comenzar a hablar sobre el plan que había preparado con el resto de los visires, cuando Elif entró al salón. Doreen perdió el aliento en el instante en que la vio. Tuvo un instinto infantil por correr a los pies de la dama y restregar su rostro contra su vestido. Sentía que había visto el rostro de todos los dioses que han existido según la humanidad. Y se sintió pequeño y quiso llorar. Pero se contuvo con la misma fuerza de 10,000 soldados.
— Le presento a Elif, mi esposa— dijo Ayas.
La dama se acercó con delicadeza, clavando sus ojos en los de Doreen. Extendió su mano hasta la boca del sultán, esperando el beso como saludo de aquel hombre. Doreen, titubeando de miedo y nervios, besó el anillo de Elif sin quitar sus ojos de ella.
— Veo la luna, Sultán— dijo Elif.
— ¿Perdone? — preguntó Doreen.
— Veo la luna.
Ayas comenzó a reír.
— Verá, Sultán. Mi esposa se dedica a la adivinación. Ella misma me dijo que veía dos manos estrechadas cuando nos conocimos. Eso significaba que volvería con buenas noticias a casa.
Doreen, aún con la mano de Elif en la suya, miró a Ayas y luego a la dama con un gesto de sorpresa.
— Sólo puedo decirle, Sultán, que en usted veo la luna— contestó Elif como si hubiese leído las dudas en la mente de Doreen.
El sultán retiró su mano de la de Elif y concentró su mirada en Ayas.
— Quiero pensar que la luna es un augurio favorables para el Imperio.
— Esperemos que sí, Sultán— contestó Ayas.
Ambos sonrieron como si ya tuviesen la victoria a las puertas del Imperio.
— No olvides que en unas horas tendremos la junta con los demás visires.
— Así será, Sultán— dijo Ayas, inclinando su cabeza como reverencia.
Doreen miró a su amigo y luego a la bella dama.
— Entonces, hasta pronto— dijo Doreen, y se fue.
En el salón de juntas se encontraban ya Davut, Hadim y Fazil, tres hombres que, a pesar de su corta edad, portaban cierta gallardía y una gran experiencia militar en sus cargos. El primero de ellos miraba el mapa que se encontraba en la mesa y acomodaba las fichas que representaban a sus tropas. Por otro lado, Hadim se encontraba sentado en uno de los sillones cerca de la ventana mientras afilaba una de sus navajas. A su lado, Fazil permanecía semi acostado y semi dormido. A estos tres se sumaron Ishak, Kane y Piyale con sus respectivos libros y pergaminos en mano.
— ¡Llegaron los listos! — gritó Hadim en tono burlesco.
Davut clavó su mirada en los recién llegados, mientras que Fazil soltó una pequeña risilla aún con los ojos cerrados.
— Me imagino que han de estar muy cansados de tomar el té, dormir en sus camas con sus mujeres y de leer extensos pergaminos día y noche— continuó Hadim.
— Basta— dijo Davut severamente.
— ¡Por favor, Davut! No negarás nada de lo que estoy diciendo.
— La situación es más grave de lo que parece— interrumpió Kane mientras extendía sus pergaminos sobre el tablero donde se encontraba el mapa. Davut lo miró de manera amenazante, pero esto no importó a Kane.— Hemos resuelto los nuevos cálculos y... es probable que se cancele la misión de la conquista al sur.
A Hadim se le borró la sonrisa del rostro y, mientras calculaba el filo de su navaja con pequeños toques de su dedo pulgar, miró enfadado a Kane.
— ¿Es eso cierto, Piyale? — preguntó Davut.
Piyale suspiró y quiso hablar, pero entró el Sultán a la sala. Detrás de Doreen, le seguían el viejo Hocas, el sabio Alamus y Zaganos, el consejero.
— ¿Qué se supone que debe ser cierto, Davut? — preguntó Doreen.
— Piyale responderá mejor, mi señor— contestó sin quitar los ojos de los pergaminos de Kane.
— Bien. Te escucho, Piyale— dijo Doreen mientras se acercaba a los pergaminos.
— Mi señor, Ishak hizo un último viaje a los campos de trigo de las zonas principales de producción del Imperio. No hay abastecimiento como para sostener ni a una tercera parte de las tropas durante su viaje al sur. Además, la producción de materias primas ha escaseado a un nivel impactante para las zonas rurales. Si no nos enfocamos en un plan de producción y recolección, mucha gente comenzará fallecer por hambruna— contestó Piyale, provocando un enorme silencio en la sala.
— La sequía nos ha alcanzado, Sultán— agregó Alamus, apenas comprensible por ese tono de voz cansado de llevar casi noventa años de vida.
— Es lo que veo— respondió Doreen.— ¿Cuál es su opinión, Piyale?
— Las noticias de la guerra para la expansión del Imperio han sido demasiado prontas como para comenzar la recolección necesaria para esto. Además, muchos de los alimentos se han ido en los barcos para las expediciones y búsqueda de alianzas. Lo mejor sería detener todos los planes de guerra, Sultán, y enfocarnos en el pueblo y su abastecimiento de alimentos.
Las palabras de Piyale marcaron una larga pauta silenciosa en la habitación. Doreen sintió una enorme desilusión que se expandía por el pecho y salía de su cuerpo en un suspiro desesperanzado.
— ¿Qué haremos con los aliados? ¿Y todo el tiempo perdido en los viajes? — preguntó Hadim con un tono ofendido.
— ¡Silencio, Hadim! — gritó Davut, de tal forma que aquel hombrecillo se detuvo en seco.
— Tranquilo, Davut— ordenó Doreen con más templanza.
El Sultán miró a su hermano menor con toda su esperanza y confianza puestas en él. Ishak le devolvió la mirada, quien asintió en señal de apoyo a las palabras de Piyale.
— Si me permite, Sultán— dijo Zaganos. — Bueno... como sabrá, he sido consejero de su padre y, por fortuna, ahora el suyo. Verá, lo que puede hacer es ofrecer a sus hijos en matrimonio en los países aliados a cambio de provisiones.
— ¿Perdone? — cuestionó Doreen.
— Sí, Sultán. Así hizo su padre con sus hermanos mayores, y vea qué cambios tan positivos tuvo el Imperio.
— Ninguno está en edad.
— Arvid podría ser un buen candidato...—continuó Zaganos.
— ¡No! Arvid heredará mi Imperio.
— ¿Qué clase de Imperio le heredará, Sultán?
Doreen caminó desesperado hacia una de las esquinas. Dentro de su cabeza giraban ideas de un lado a otro.
— Piyale, da la orden a Halima y Rana de que los niños serán preparados para ser unidos en matrimonio. El rey del norte tiene un hijo de quince años, podemos ofrecerle a Talilah, de siete. Mientras que Robeck será llevado al Este, y Raleigh al Oeste. Los reyes de esas zonas son muy jóvenes aún, sabrán qué hacer con los niños. De la primera se encargará Hadim; del segundo, Veli; y del tercero, Fazil...
— Mi señor, mi barco sigue dañado. Me temo que no podré viajar hasta que sea reparado— interrumpió Fazil.
— Yo puedo ir— dijo Ayas, que había llegado junto con Veli de último momento.
— Ayas, acabas de regresar.
— Le serviré en lo que necesité, Sultán. Iré yo— dijo Ayas, dispuesto y feliz.
Doreen asintió.
— Bien, así será. Partirán ahora mismo. Y por favor, cuiden de los niños. De la decisión de cada uno de los aliados depende si la guerra continuará o no. Tengan cuidado con sus palabras.
Todos los visires miraron a Doreen e hicieron una reverencia. Poco a poco fueron saliendo uno tras otro del lugar. Zaganos fue el último de ellos, pues se quedó mirando al Sultán caer internamente por su desición. Doreen no era muy apegado a sus hijos, pero les tenía cariño y se había jurado protegerlos. Pero, ahora las cosas habían cambiado.
— Gran decisión, Sultán— dijo Zaganos, dando unas palmadas en la espalda de Doreen.
Doreen salió a despedir a sus hijos con sus respectivas madres: Halima y Rana. La primera estaba en una postura orgullosa, y alzaba el rostro cada que su pequeña niña le miraba con dolor, duda y pena; sin embargo, por dentro sentía como el mundo se derrumbaba al ver partir a aquella que le dio un nuevo sentido a su vida. Asimismo, Rana presentaba una imagen fuerte, como si estuviese preparada para este momento desde el primer día de su vida, aunque realmente fue desde que contrajo nupcias con el Sultán.
Los barcos zarparon y dejaron atrás toda lágrima de madre resignada por ver a sus hijos una vez más en sus vidas. Las dos mujeres se sentaron en el muelle y, en silencio, estaban decididas a quedarse el resto de la noche para matar cualquier esperanza de que los barcos se diesen vuelta. Doreen, sin decir una palabra, miró a las mujeres dolidas y ofendidas ahí, reposando en el suelo y consolándose con su propia compañía. Él sabía perfectamente que no era el momento oportuno para levantar el ánimo de aquellas esposas suyas. Así que partió del muelle.
Camino a casa, Doreen ocultaba aquella consciencia que, por más que limpiaba con las palabras de Zaganos, siempre se mantenía sucia. De pronto, él sintió la presión de una mirada desde lo alto. Doreen volteó hacia arriba, en un balcón a la izquierda: era la mujer de Ayas, quien lo miraba con una sonrisa un poco dulce y siniestra. Elif se alejó del lugar y se dirigió a la puerta de su habitación, dejando al pobre Doreen sudoroso y encantado.
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