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Capítulo 1: El sueño de Felicia

Felicia, una joven hermosa de tez aperlada, cabello marrón y ojos verdes, pasaba los días enteros sepultada entre libros en el palacio de teología. Sinan, un hombre maduro y uno de los visires del sultán Doreen I, era su maestro y gran amigo.

Una tarde, Felicia se encontraba leyendo entre los pasillos de las bibliotecas, cuando escuchó a lo lejos la voz de Sinan, a quien no había visto en todo el día. Entonces, ella corrió hasta llegar a su maestro y, al verlo, se detuvo en seco, pues este estaba acompañado de un hombre joven y agradable a la vista de cualquier vivo o muerto. Era el sultán Doreen I. Felicia hizo una humilde reverencia, nerviosa y esperanzada de no haberlo ofendido. Doreen no hizo más que verla y, galante, se despidió de Sinan y de Felicia.

Fue a la mañana siguiente cuando Felicia salió de su cuarto y escuchó voces desconocidas en la sala. Por el sonido metálico de las espadas que se movían al paso de sus dueños, ella supo inmediatamente que se trataba de soldados. Felicia contuvo la respiración, apretó una mano en su pecho y con la otra se tomó de una de las paredes: "¿A qué habrán venido estos hombres?", se preguntó.

Rápido se escucharon los pasos de una mujer hasta encontrarse con Felicia: era su madre. Las hermanas de la joven salieron de sus cuartos, armando escándalos por el tremendo ruido que se escuchaba en la sala.

— Alistate, hija mía. Nuestra casa ha sido bendecida con tu belleza, pues el sultán ha puesto los ojos en ti— dijo la madre.

Felicia quedó atónita. Sabía a qué se refería su madre con eso, pero necesitaba confirmarlo. Sin embargo, la mirada de la mujer lo decía todo. Las tres hermanas, más jóvenes que Felicia, se amontonaron alrededor de su madre y miraron emocionadas el rostro de la elegida.

— Dime, madre. Dime, ¿cuándo pasará?

— Hoy mismo— contestó la mujer, alegre.

Felicia sintió cómo su cuerpo se volvía más pesado, como si en vez de músculos y huesos, llévase en su interior infinitas piedras grises y rasposas. Dejar de ser hija y convertirse en esposa en aquel mismo día, le había hecho sentir sumamente confundida. Se esperaba que todas las hijas de aquel matrimonio tuviesen un buen marido y formasen parte de un harem al que no le faltase nada, como a ellas les sucedió. Sin embargo, Felicia tenía el sueño de conocer el mundo antes que a un hombre. Lo último que ella quería era casarse con alguien con tal título que ahora la mantendrá en mayores responsabilidades que las de una esposa normal.

Así que, con todo ese llanto seco que apagaba su alma, Felicia hizo caso a todas las indicaciones. Finalmente, se realizó la fiesta en donde ella se convertía en esposa. Si alguien ha sido capaz de experimentar la eternidad en un segundo, se lo adjudico a Felicia. La pobre, ahora encadenada, vivió aquella fiesta con la lentitud de un tiempo más pesado que la arena y la velocidad de un viento furioso.

Felicia pasó esa noche sin cerrar los ojos. ¿Cómo descansar el alma cuando ya no se tiene ni rastro de ella? El sultán había partido a la mañana siguiente, sin una muestra de cariño, sin una palabra. Ahí dejó a Felicia, quien yacía con el espíritu medio muerto, viendo hacia la ventana que se encontraba abierta.

De pronto, un grupo de doncellas abrieron la puerta. Felicia a penas miró hacia la dirección de aquella multitud. Una de esas mujeres la sentaba en la cama, otra le daba los alimentos en la boca, mientras que otras dos alistaban las ropas para vestirla.

Una vez que las doncellas habían arreglado a Felicia con joyas y ropas de las mejores telas, la llevaron por un viaje largo por los pasillos hasta llegar a un salón. Las mujeres abrieron la puerta y permitieron que ella entrara.

Felicia vio a otras tres mujeres en el cuarto, pero ellas lucían diferente, todas eran hermosas, y vestían lujosas ropas y joyas justo como ella. Miró alrededor y observó libreros repletos de libros bien cuidados y de pastas gruesas, de las paredes colgaban cuadros de pinturas más grandes que ella misma, y las esquinas habían instrumentos musicales adornados con oro. Así que ella tomó uno de los libros y se sentó en un sofá junto a una de las ventas.

Trató de leer las primeras páginas, pero no pudo concentrarse. No paraba de pensar en todo lo que había pasado y cómo todo había pasado tan rápido. Por un momento sintió unas terirbles ganas de arrancar las páginas de aquel libro, destrozar los cuadros y quitarse las ropas que traía encima. Pero se contuvo, tragó saliva y miró el bello paisaje.

— Eres hermosa— dijo una de las mujeres que se había acercado a Felicia: una jovencita de su misma edad, de tez con un ligero tono rosado, cabello castaño y ojos negros.

Felicia ni siquiera sonrió. Se limitó a mirarla y luego regresó su vista al paisaje.

— La primera noche es difícil. Después, comenzarás a entender ciertas cosas y ya no te sentirás como intrusa. Finalmente, terminarás en el suicidio— continuó hablando aquella joven.

— ¿Se ha suicidado alguien? — preguntó Felicia.

— No — rió la otra—, pero estoy segura de que más de una lo ha pensado.

Felicia sonrió tras ver a la otra soltar pequeñas risas.

— Me llamo Delorah— se presentó la joven.

— Felicia.

— Un gusto, Felicia. Permíteme darte la bienvenida a nuestro salón de consortes. La idea es que practiquemos algún tipo de arte para enorgullecer al sultán.

Felicia miró a las otras dos mujeres: una de ellas se encontraba dormida en uno de los sillones, mientras que la otra pintaba un gigantesco cuadro del sultán.

— La que está dormida es Canfeza. Es la primera de todas nosotras. Se dice que trató de conquistar al sultán desde la primera vez que lo vio, pero fue difícil para ella, pues él dudaba de su castidad. Finalmente, Canfeza logró enamorarlo como a un loco y se casó con ella. Al principio, ella era feliz entre todos estos lujos y el placer que daba al sultán, pero todo se tornó aburrido y cansado. Ahora sólo duerme todo el día.

Fue entonces que Felicia volteó a ver a Canfeza, quien llamó a una de las doncellas de la esquina para pedir una copa de vino. Aquella mujer era hermosa y tenía un aire seductor. Su piel era ligeramente rosada como la de Delorah, el cabello era negro, largo y lacio, mientras que sus ojos eran de un miel tan claro que parecían ser amarillos. Canfeza era, sin duda, una de las mujeres más bellas de todo el Imperio.

Cuando Felicia sintió la mirada de Canfeza, sintió nervios y miedo, pues sus ojos cargaban cierta maldad, como los de un asesino. Así que, asustada, Felicia giró su cabeza hasta la otra chica de la habitación, quien tenía sus ojos cargados de odio. Delorah comenzó a reír.

— Su nombre es Osilda. Parece una niña... y se porta como una. Esta es una historia muy graciosa. Verás, Osilda siempre estuvo enamorada del sultán y, al ser hija de uno de los visires, supo que acercarse a su gran amor no sería tan difícil. Así que, cuando el visir presentó a sus hijas ante el sultán, esté quedó flechado por la hermana de Osilda: Indirah. Así que se casó con ella. A Osilda le partió el corazón, pero no desistió. Así que la pobre aparecía por todos lados a los que iba el sultán, hasta que este dijo: "Meh, está bien". Y desde entonces, Osilda lucha por ser la favorita de todo el harem.

Felicia miró a Osilda de reojo, quien parecía ser años menor que ella: su tez era ligeramente rosada, como las mujeres anteriores, su cabello era un poco más claro que el de Felicia, y sus ojos eran grandes y verdes.

Delorah abrió una de las ventanas y comenzó a silbar de una manera singular. De repente, el canto de varias aves respondieron melodiosamente. Felicia sintió la brisa caliente entrar por la ventana. Delorah estiró uno de sus brazos hacia fuera mientras seguía silbando. Felicia quedó asombrada al ver cómo una pequeña ave amarilla se posaba en uno de los dedos de Delorah, quien metía la mano con el pajarillo que seguía cantando. Delorah le dio un beso delicado al animal en el pico, y rió.

— ¿Cuál es tu historia? — preguntó Felicia.

— No tengo historia. No tengo anhelos, ni sueños. No me enamoran las joyas ni el sultán. Solo amo las aves y ellas a mí, y con eso me basta. ¿Y tú? ¿Cuál es tu historia?

— La mía comenzará en cuanto logre salir de aquí. 

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